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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (2 page)

BOOK: El Señor Presidente
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Por el Portal del Señor avanzó un bulto. Los pordioseros se encogieron como gusanos. Al rechino de las botas militares respondía el graznido de un pájaro siniestro en la noche oscura, navegable, sin fondo...

Patahueca
peló los ojos; en el aire pesaba la amenaza del fin del mundo, y dijo a la lechuza:

—¡Hualí, hualí, tomá tu sal y tu chile...; no te tengo mal ni dita y por si acaso, maldita!

El
Mosco
se buscaba la cara con los gestos. Dolía la atmósfera como cuando va a temblar. El
Viuda
hacía la cruz entre los ciegos. Sólo el
Pelele
dormía a pierna suelta, por una vez, roncando.

El bulto se detuvo —la risa le entorchaba la cara—, acercándose el idiota de puntepié y, en son de broma, le gritó:

—¡Madre!

No dijo más. Arrancado del suelo por el grito, el
Pelele
se le fue encima y, sin darle tiempo a que hiciera uso de sus armas, le enterró los dedos en los ojos, le hizo pedazos la nariz a dentelladas y le golpeó las partes con las rodillas hasta dejarlo inerte.

Los mendigos cerraron los ojos horrorizados, la lechuza volvió a pasar y el
Pelele
escapó por las calles en tinieblas enloquecido bajo la acción de espantoso paroxismo.

Una fuerza ciega acababa de quitar la vida al coronel José Parrales Sonriente, alias
el hombre de la mulita.

Estaba amaneciendo.

II
La muerte del Mosco

El sol entredoraba las azoteas salidizas de la Segunda Sección de Policía -pasaba por la calle una que otra gente-, la Capilla Protestante -se veía una que otra puerta abierta-, y un edificio de ladrillo que estaban construyendo los masones. En la Sección esperaban a los presos, sentadas en el patio -donde parecía llover siempre- y en los poyos de los corredores oscuros, grupos de mujeres descalzas, con el canasto del desayuno en la hamaca de las naguas tendidas de rodilla a rodilla y racimos de hijos, los pequeños pegados a los senos colgantes y los grandecitos amenazando con bostezos los panes del canasto. Entre ellas se contaban sus penas en voz baja, sin dejar de llorar, enjugándose el llanto con la punta del rebozo. Una anciana palúdica y ojosa se bañaba en lágrimas, callada, como dando a entender que su pena de madre era más amarga. El mal no tenía remedio en esta vida, y en aquel funesto sitio de espera, frente a dos o tres arbolitos abandonados, una pila seca y policías descoloridos que de guardia limpiaban con saliva los cuellos de celuloide, a ellas sólo les quedaba el Poder de Dios.

Un gendarme ladino les pasó restregando al
Mosco
. Lo había capturado en la esquina del Colegio de Infantes y lo llevaba de la mano, hamaqueándolo como a un mico. Pero ellas no se dieron cuenta de la gracejada por estar atalayando a los pasadores que de un momento a otro empezarían a entrar los desayunos y a traerles noticias de los presos: «¡Que dice queeee... no tenga pena por él, que ya siguió mejor! ¡Que dice queeee... le traiga unos cuatro riales de ungüento del soldado en cuanto abran la botica! ¡Que dice queeee... lo que le mandó a decir con su primo no debe ser cierto! ¡Que dice queeee... tiene que buscar un defensor y que vea si le habla a un tinterillo, porque ésos no quitan tanto como los abogados! ¡Que dice queeee... le diga que no sea así, que no hay mujeres allí con ellos para que esté celosa, que el otro día se trajeron preso a uno de ésos... ; pero que luego encontró novio! ¡Que dice queeee... le mande unos dos riales de rosicler porque está que no puede obrar! ¡Que dice queeee... le viene flojo que venda el armario!»

—¡Hombre, usté! —protestaba el
Mosco
contra los malos tratos del polizonte—, usté sí que como matar culebra, ¿verdá? ¡Ya, porque soy pobre! Pobre, pero honrado... ¡Y no soy su hijo, ¿oye?, ni su muñeco, ni su baboso, ni su qué para que me lleve así! ¡De gracia agarraron ya acarriar con nosotros al Asilo de Mendigos para quedar bien con los gringos! ¡Qué cacha! ¡A la cran sin cola, los chumpipes de la fiesta! ¡Y siquiera lo trataran a uno bien!... No que ái cuando vino el shute metete de Míster Nos, nos tuvieron tres días sin comer, encaramados a las ventanas, vestidos de manta como locos...

Los pordioseros que iban capturando pasaban derecho a una de
Las Tres Marías,
bartolina estrechísima y oscura. El ruido de los cerrojos de diente de lobo y las palabrotas de los carceleros hediendo a ropa húmeda y a chenca cobró amplitud en el interior del sótano abovedado:

—¡Ay, suponte, cuánto chonte! ¡Ay, su pura concección, cuánto jura! ¡Jesupisto me valga!...

Sus compañeros lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos; por el miedo —estaban allí, donde tantos y tantos habían padecido hambre y sed hasta la muerte— y porque les infundía pavor que los fueran a hacer jabón de coche, como a los chuchos, o a degollarlos para darle de comer a la policía. Las caras de los antropófagos, iluminadas como faroles, avanzaban por las tinieblas, los cachetes como nalgas, los bigotes como babas de chocolate...

Un estudiante y un sacristán se encontraban en la misma bartolina.

—Señor; si no me equivoco era usted el que estaba primero aquí. Usted y yo, ¿verdad?

El estudiante habló por decir algo, por despegarse un bocado de angustia que sentía en la garganta.

—Pues creo que sí... —respondió el sacristán, buscando en las tinieblas la cara del que le hablaba.

—Y... bueno, le iba yo a preguntar por qué está preso... —Pues que es por política, dicen...

El estudiante se estremeció de la cabeza a los pies y articuló a duras penas:

—Yo también...

Los pordioseros buscaban alrededor de ellos su inseparable costal de provisiones, pero en el despacho del Director de la Policía les habían despojado de todo, hasta de lo que llevaban en los bolsillos, para que no entraran ni un fósforo. Las órdenes eran estrictas.

—¿Y su causa? —siguió el estudiante.

—Si no tengo causa, en lo que está usté; ¡estoy por orden superior!

Al decir así el sacristán restregó la espalda en el muro morroñoso para botarse los piojos.

—Era usted...

—¡Nadal... —atajó el sacristán de mal modo—. ¡Yo no era nada! En ese momento chirriaron las bisagras de la puerta, que se abría como rajándose para dar paso a otro mendigo.

—¡Viva Francia! —gritó
Patahueca
al entrar.

—Estoy preso... —franqueóse el sacristán.

—¡Viva Francia!

—... por un delito que cometí por pura equivocación. ¡Figure usté que por quitar un aviso de la Virgen de la O, fui y quité del cancel de la iglesia en que estaba de sacristán el aviso del jubileo de la madre del Señor Presidente!

—Pero eso, ¿cómo se supo... ? —murmuró el estudiante, mientras que el sacristán se enjugaba el llanto con la punta de los dedos, destripándose las lágrimas en los ojos.

—Pues no sé... Mi torcidura... Lo cierto es que me capturaron y me trajeron al despacho del Director de la Policía, quien, después de darme un par de gaznatadas, mandó que me pusieran en esta bartolina, incomunicado, dijo, por revolucionario.

De miedo, de frío y de hambre lloraban los mendigos apañuscados en la sombra. No se veían ni las manos. A veces quedábanse aletargados y corría entre ellos, como buscando salida, la respiración de la sordomuda encinta.

Quién sabe a qué hora, a media noche quizá, los sacaron del encierro. Se trataba de averiguar un crimen político, según les dijo un hombre rechoncho, de cara arrugada color de brin, bigote cuidado con descuido sobre los labios gruesos, un poco chato y con los ojos encapuchados. El cual concluyó preguntando a todos y a cada uno de ellos si conocían al autor o autores del asesinato del Portal, perpetrado la noche anterior en la persona de un coronel del Ejército.

Un quinqué mechudo alumbraba la estancia adonde les habían trasladado. Su luz débil parecía alumbrar a través de lentes de agua. ¿En dónde estaban las cosas? ¿En dónde estaba el muro? ¿En dónde ese escudo de armas más armado que las mandíbulas de un tigre y ese cincho de policía con tiros de revólver?

La respuesta inesperada de los mendigos hizo saltar de su asiento al Auditor General de Guerra, el mismo que les interrogaba.

—¡Me van a decir la verdad! —gritó, desnudando los ojos de basilisco tras los anteojos de miope, después de dar un puñetazo sobre la mesa que servía de escritorio.

Uno por uno repitieron aquéllos que el autor del asesinato del Portal era el
Pelele
, refiriendo con voz de ánimas en pena los detalles del crimen que ellos mismos habían visto con sus propios ojos.

A una seña del Auditor, los policías que esperaban a la puerta pelando la oreja se lanzaron a golpear a los pordioseros, empujándolos hacia una sala desmantelada. De la viga madre, apenas visible, pendía una larga cuerda.

—¡Fue el idiota! —gritaba el primer atormentado en su afán de escapar a la tortura con la verdad—. ¡Señor, fue el idiota! ¡Fue el idiota! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡El idiota! ¡Ese
Pelele
! ¡El
Pelele!
¡Ése! ¡Ése! ¡Ése!

—¡Eso les aconsejaron que me dijeran, pero conmigo no valen mentiras! ¡La verdad o la muerte!... ¡Sépalo, ¿oye?, sépalo, sépalo si no lo sabe!

La voz del Auditor se perdía como sangre chorreada en el oído del infeliz, que sin poder asentar los pies, colgado de los pulgares, no cesaba de gritar:

—¡Fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡Por Dios que fue el idiota! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue! ¡El idiota fue!... ¡El idiota fue!

—¡Mentira...! —afirmó el Auditor y, pausa de por medio—, ¡mentira, embustero!... Yo le voy a decir, a ver si se atreve a negarlo, quiénes asesinaron al coronel José Parrales Sonriente; yo se lo voy a decir... ¡El general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal!...

A su voz sobrevino un silencio helado; luego, luego una queja, otra queja más luego y por último un sí... Al soltar la cuerda, el
Viuda
cayó de bruces sin conciencia. Carbón mojado por la lluvia parecían sus mejillas de mulato empapadas en sudor y llanto. Interrogados a continuación sus compañeros, que temblaban como los perros que en la calle mueren envenenados por la policía, todos afirmaron las palabras del Auditor, menos el
Mosco.
Un rictus de miedo y de asco tenía en la cara. Le colgaron de los dedos porque aseguraba desde el suelo, medio enterrado —enterrado hasta la mitad, romo andan todos los que no tienen piernas—, que sus compañeros mentían al inculpar a personas extrañas un crimen cuyo único responsable era el idiota.

—¡Responsable...! —cogió el Auditor la palabrita al vuelo—. ¿Cómo se atreve usted a decir que un idiota es responsable? ¡Vea sus mentiras! ¡Responsable un irresponsable!

—Eso que se lo diga él...

—¡Hay que fajarle! —sugirió un policía con voz de mujer, y otro con un vergajo le cruzó la cara.

—¡Diga la verdad! —gritó el Auditor cuando restallaba el latigazo en las mejillas del viejo—. ¡...La verdad o se está ahí colgado toda la noche!

—¿No ve que soy ciego?...

—Niegue entonces que fue el
Pelele
...

—¡No, porque ésa es la verdad y tengo calzones!

Un latigazo doble le desangró los labios...

—¡Es ciego, pero oye; diga la verdad, declare como sus compañeros...!

—De acuerdo —adujo el
Mosco
con la voz apagada; el Auditor creyó suya la partida—, de acuerdo, macho lerdo, el
Pelele
fue...

—¡Imbécil!

El insulto del Auditor perdióse en los oídos de una mitad de hombre que ya no oiría más. Al soltar la cuerda, el cadáver del
Mosco
, es decir, el tórax, porque le faltaban las dos piernas, cayó a plomo como péndulo roto.

—¡Viejo embustero, de nada habría servido su declaración, porque era ciego! —exclamó el Auditor al pasar junto al cadáver.

Y corrió a dar parte al Señor Presidente de las primeras diligencias del proceso, en un carricoche tirado por dos caballos flacos, que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte. La policía sacó a botar el cuerpo del
Mosco
en una carreta de basuras que se alejó con dirección al cementerio. Empezaban a cantar los gallos. Los mendigos en libertad volvían a las calles. La sordomuda lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas...

III
La fuga del Pelele

El
Pelele
huyó por las calles intestinales, estrechas y retorcidas de los suburbios de la ciudad, sin turbar con sus gritos desaforados la respiración del cielo ni el sueño de los habitantes, iguales en el espejo de la muerte, como desiguales en la lucha que reanudarían al salir el sol; unos sin lo necesario, obligados a trabajar para ganarse el pan, y otros con lo superfluo en la privilegiada industria del ocio: amigos del Señor Presidente, propietarios de casas -cuarenta casas, cincuenta casas-, prestamistas de dinero al nueve, nueve y medio y diez por ciento mensual, funcionarios con siete y ocho empleos públicos, explotadores de concesiones, montepíos, títulos profesionales, casas de juego, patios de gallos, indios, fábricas de aguardiente, prostíbulos, tabernas y periódicos subvencionados.

La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la ciudad regadita como caspa en la campiña. Por las calles, subterráneos en la sombra, pasaban los primeros artesanos para su trabajo, seguidos horas más tarde por los oficinistas, dependientes, artesanos y colegiales, y a eso de las once, ya el sol alto, por los señorones que salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos atrasados por la mitad de su valor. En sombra subterránea todavía las calles, turbaba el silencio con ruido de tuzas el fustán almidonado de la hija del pueblo, que no se daba tregua en sus amaños para sostener a su familia -marranera, mantequera, regatona, cholojera- y la que muy de mañana se levantaba a hacer la cacha; y cuando la claridad se diluía entre rosada y blanca como flor de begonia, los pasitos de la empleada cenceña, vista de menos por las damas encopetadas que salían de sus habitaciones ya caliente el sol a desperezarse a los corredores, a contar sus sueños a las criadas, a juzgar a la gente que pasaba, a sobar al gato, a leer el periódico o a mirarse en el espejo.

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