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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (43 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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—¿A alguien? Sería mejor que me dejaras ir contigo.

—No, Andrew. En este caso dos son muchos. Una persona puede hacerlo más silenciosamente. Y es necesario el mayor sigilo posible.

Oberstadt dudaba.

—¿Estás seguro de que quieres ir solo?

—Creo que es mejor que lo haga a mi manera. —Le tendió la mano—. Gracias, amigo mío. Vale más que vuelvas arriba. Si te necesito te llamaré.

—Tú mandas —dijo Oberstadt levantándose.

—Me quedo con esta linterna —dijo Foster—. Y... bueno, podrías dejarme un cincel y un martillo.

—Cincel y martillo. Aquí lo tienes.

Oberstadt se los pasó, recogió su linterna y la bolsa de herramientas. Antes de abandonar el dormitorio de Hitler, dijo:

—Buena suerte, vayas donde vayas.

Foster guardó las herramientas en los bolsillos de su pantalón. Examinó el boquete rectangular de la pared. Ya no había duda. Hitler y Eva Braun salieron del búnker del Führer por allí, y consiguieron, con la ayuda de cómplices, poner la losa de nuevo en su sitio, y éstos volvieron a colocar el escritorio ocultando la losa de la pared.

Y luego Hitler había huido a través de la catacumba, por debajo de la ciudad, ¿adónde? Foster sospechaba que sabía adónde, y sospechaba que Emily podía estar allí, y evidentemente no estar sola.

Foster, con cuidado, agarrando fuertemente la linterna y empujándola hacia adelante, pasó a gatas por el boquete. Se introdujo en el túnel, cogió la linterna por el mango y la puso vertical. Había espacio suficiente. El túnel se elevaba hasta un techo abovedado de diez centímetros por encima de su cabeza. Más allá de donde alcanzaba el haz de su linterna, sólo había oscuridad.

Miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Luego, sosteniendo la luz frente a él, comenzó a caminar lentamente, poniendo un pie delante de otro con cautela y sin hacer ruido gracias a sus botas de suela de goma.

Era un túnel largo, limpio, sin telarañas ni escombros, solamente cemento por todos lados. Su rayo de luz enfocaba hacia adelante, y la oscuridad se cerraba más allá de su alcance.

Siguió caminando un largo rato.

Volvió a mirar el reloj. Veinticinco minutos de recorrido. Al menos mil metros de camino. ¿Para llegar adónde?

Y luego lo vio. Su blanquecino haz de luz había topado con un callejón sin salida. Una sólida pared de cemento bloqueaba el extremo del túnel. Pero, conociendo su destino, tuvo por seguro que la obstrucción no podía ser de cemento sólido. También ésta tenía que ser una abertura, un punto de salida. A menos que la hubieran cimentado.

Silenciosa pero rápidamente llegó a la pared que obstruía el túnel. Se detuvo ante ella, y la inspeccionó minuciosamente, buscando indicios de la salida, y pronto, abajo en el centro, encontró las delatoras señales.

Dejó su linterna, se arrodilló, miró detenidamente, introdujo sus dedos en la parte superior de la losa cuadrada, más pequeña que la de la entrada al túnel, y sintió una oleada de alivio cuando se dio cuenta de que estaba holgadamente colocada, sin cimentar, encajada simplemente en su hueco.

Sacó su cincel y lo más silenciosamente que pudo comenzó a introducirlo en las rendijas de la losa cuadrada.

Se movió fácilmente, no era gruesa, y casi cayó en sus manos impacientes. La había desprendido, y en silencio la dejó detrás suyo en el suelo del túnel. Había un agujero cuadrado a nivel del suelo por donde podría introducirse cómodamente. Vio que a través del agujero brillaba una tenue luz. Apagó su linterna y la puso a un lado en el extremo del túnel.

Se tumbó en el suelo, se contorneó para pasar por el agujero. Mientras pasaba pudo ver, unos cuantos metros más adelante, una separación de madera con una puerta de madera incorporada, pero no estaba nivelada con el suelo de cemento, y un tenue hilo de luz brillaba por debajo suyo.

Muy silenciosamente, Foster se levantó del suelo y se puso de pie. Su corazón palpitaba más de prisa, la adrenalina entraba en acción.

De puntillas, sobre sus suelas de goma, se acercó a la puerta. No estaba cerrada. Hizo girar el tirador y la empujó hacia atrás unos cuantos milímetros.

Lo primero que comprendió fue que estaba colgado sobre una especie de altillo, con una escalera que conducía abajo a...

Y luego quedó boquiabierto. Extendiéndose frente a él, bastante más abajo, tenuemente iluminado por ser las horas de sueño, había otro búnker del Führer, pero mayor, más del doble de ancho, más del doble de largo que el original. Una ingeniosa madriguera laberíntica de cubículos cerrados, probablemente despachos, y sin duda dormitorios.

Y en seguida supo lo que había encontrado. El séptimo búnker secreto de Hitler. Entró en él con los ojos desorbitados. El refugio de Hitler bajo la ciudad de Berlín, oculto y habitado durante cuarenta años. Una ciudad encubierta bajo la propia ciudad.

Recorrió con la mirada el increíble espectáculo de debajo, y casi instantáneamente se dio cuenta de que no estaba solo allí, encima del búnker secreto.

No estaba solo. Tenía compañía.

11

Lo que Foster vio y detuvo su mirada fue la espalda de un guardia, un joven soldado nazi con uniforme gris, un brazalete con una esvástica alrededor de un brazo inerte, y el otro brazo apoyado en una metralleta. Alrededor de su cintura llevaba un cinturón con pistolera y un arma guardada que podía ser una Luger 08.

Foster notó que la cabeza del soldado estaba inclinada hacia adelante, y la barbilla descansaba sobre el pecho.

Respiraba profundamente y se oían unos ronquidos regulares.

Se había quedado amodorrado durante su aburrida guardia nocturna. Estaba sentado en el rellano de una escalera que parecía bajar hasta el fondo del inmenso búnker, y no había duda de que dormía.

Foster vio claramente el siguiente paso que debía dar. No lo pensó ni un segundo. Sacó el martillo del bolsillo de su pantalón, lo cogió por el mango, empujó la puerta sin hacer ruido varios centímetros más y se deslizó a través de ella.

Foster se encogió y avanzó sigilosamente, gracias a sus suelas de goma, hacia la espalda del guardián dormido. Su visión periférica no detectó a nadie más en el búnker que se extendía debajo.

Foster, situado casi un metro detrás del guardia sentado, intentó contener la respiración y poco a poco se fue levantando para coger más impulso.

Estaba justamente sobre el joven nazi, mirando fijamente su greña de pelo rojizo. Levantó el martillo por encima de su hombro y apuntó a su objetivo.

El martillo se proyectó hacia abajo y el impacto, duro e infalible, descargó un golpe seco sobre la base del cráneo del nazi.

La víctima no profirió ningún ruido. Comenzó a desplomarse inconsciente hacia un lado, y su metralleta, que se deslizó de encima de su pierna, estuvo también a punto de caer.

Foster, que quería evitar a toda costa el sonido del cuerpo al derrumbarse o el chasquido de la metralleta, alargó hacia adelante el brazo que tenía libre, lo pasó alrededor del cuerpo del joven, lo sostuvo y a la vez extendió la mano para sujetar la metralleta logrando agarrarla por los pelos.

Echó un nuevo vistazo a la zona inferior.

Nadie se había percatado. No había nadie a la vista.

Sin embargo, Foster sabía que no se arriesgaría a perder ni un precioso segundo. Se encontraba en tierra subterránea del enemigo, el heredero de los más despiadados asesinos de los tiempos modernos, y debía estar preparado. Volvió a guardar el martillo en el bolsillo de su pantalón, agarró firmemente la metralleta con la mano derecha y con la izquierda levantó el cuerpo inerte del guardia del rellano. Avanzando hacia atrás palmo a palmo, atravesó la puerta con su carga.

Foster dejó el cuerpo sobre el suelo y examinó a su víctima. Era un hombre joven, chato, de poco más de treinta años, con los ojos cerrados. El golpe había partido la piel, probablemente fracturado el cráneo, y caía un fino reguero de sangre por el cuello del joven nazi. Foster no podía decir si el guardia inerte respiraba aún o si su pulso seguía latiendo. Cualquiera que fuera su estado, estaría inconsciente mucho, mucho tiempo, quizá para siempre. Al examinar el cuerpo, Foster vio que el muchacho era algo más bajo que él, pero de medidas parecidas, y estaba convencido de que el cambio daría resultado.

Lo que venía después le era familiar. Lo había hecho una vez con un cadáver del Vietcong antes de una infiltración en Vietnam. Lo había visto muchas veces en las películas. Sí, era una maniobra familiar, y esperaba que bastara. Se arrodilló, comenzó apresuradamente a desvestir de sus prendas exteriores al inconsciente soldado, le quitó su pistolera, su uniforme abotonado hasta arriba, sus pantalones y sus zapatos.

Foster buscó en torno suyo un lugar donde esconder el cuerpo desmayado. Vio algo que parecía un armario de almacén empotrado en la pared, se levantó, se dirigió hacia él y abrió las dos puertas tirando de ellas. Era realmente un armario con tres colchones apilados desde el suelo. Foster volvió de prisa hacia atrás, arrastró el peso muerto del soldado, lo subió con dificultad y lo dejó extendido sobre el colchón de encima. Un nuevo examen. No daba señales de vida. No había peligro, pues, por parte de este guardia.

Foster se desvistió rápidamente. Arrojó sus prendas dentro del armario, y cerró las puertas. Luego volvió al uniforme del nazi y comenzó a ponérselo. Cuando hubo terminado, notó que el uniforme le quedaba un poco holgado, y los pantalones algunos centímetros cortos, pero en conjunto no le caía demasiado mal. Se ajustó el cinturón, sacó la Luger de la cartuchera, la examinó y descubrió que había un cargador en la empuñadura.

Estaba preparado. Le resultaba repugnante llevar el uniforme nazi pero merecía la pena disfrazarse, pues eso le ofrecía la única esperanza de recuperar a Emily. Rezaba porque aún estuviera viva e ilesa.

Con más confianza, atravesó la puerta hasta el rellano, donde había visto por primera vez a su víctima dormitando durante su guardia. Se agachó un momento para inspeccionar la escena de la zona inferior. En su mente de arquitecto intentó sobreponer a lo que veía el proyecto del séptimo búnker, que había examinado tantas veces hasta aprendérselo de memoria.

El búnker de abajo encajaba con su plano a la perfección. Había sido diseñado, sabía Foster, según el modelo general del búnker del Führer más pequeño, pero a una escala mucho mayor. Pudo ver todas las habitaciones menores a cada lado del amplio pasillo central. Por lo que había visto en el plano, la gran estancia debía de estar al otro extremo del pasillo. Era el tipo de estancia para acomodar a alguien con mando, alguien como Adolf Hitler.

No había duda de que Hitler había preparado la estancia, y ese búnker, para él y Eva Braun.

La posibilidad de que el propio Hitler pudiera estar allí le impresionó con gran fuerza. Hitler. Y si no Hitler, sin duda Evelyn Hoffmann, porque ahora estaba convencido de que Evelyn Hoffmann no era otra que Eva Braun.

Y si Evelyn Hoffmann controlaba la estancia, era probable que Emily estuviera allí también. Aquella gran estancia sería su destino, e iría directamente hacia allí. Suponía que podía haber más centinelas nocturnos a lo largo del pasillo, al menos uno o dos, y estaba preparado para cualquier desafío.

Comenzó a bajar la escalera pisando con pie firme en sus botas cortas de cuero Wehrmacht, que le quedaban demasiado apretadas. Descendió hasta el extremo más próximo del pasillo enmoquetado de verde oscuro.

Con confianza, prosiguió su tensa marcha a través de dos filas de puertas cerradas, en dirección al puesto de mando. Nadie a la vista.

Y luego alguien. Recostado tranquilamente en un lateral de lo que parecía una puerta de despacho, otro centinela nocturno, otro muchacho rubio y larguirucho, estaba ocupado limpiándose las uñas, con su Heckler-Koch apoyada contra la pared junto a él.

Foster avanzó hacia él sin interrumpir su paso. Cuando se hallaba casi frente al centinela, pensó por quién debía preguntar.

Por Frau Evelyn Hoffmann o por Frau Eva Braun. El instinto le hizo modificar lo que había planeado decir.

Foster, con voz gutural, dijo al centinela en un perfectísimo alemán:

—Traigo un mensaje urgente para Número Uno.

Ningún género. Ningún nombre. El neutro Número Uno. Era seguro. O eso esperaba.

El centinela apenas se molestó en alzar la vista.

—Probablemente está dormida ya... pero si es algo especial, mejor que vayas.

Foster saludó y con su mejor porte militar, como un soldado que llevara un mensaje vital a su superior, continuó marchando hacia delante. Esperaba que el centinela reflexionara y le llamara por la espalda, pero no hubo llamada.

Al llegar ante la estancia situada en el extremo del pasillo, sin aberturas, toda de madera, absolutamente aislada, recordó el plano del séptimo búnker. Giró a la izquierda y bajó de prisa al vestíbulo, y allí estaba la puerta.

Ignorante de lo que podía esperarle dentro, Foster puso la mano sobre el tirador y lo hizo girar lo más silenciosamente posible.

La puerta de entrada cedió, y se encontró dentro de una pequeña sala de recepción amueblada con un modesto escritorio, una silla giratoria y dos sillas altas. No había nadie en la habitación. Luego otra puerta.

Se quitó las pesadas botas militares, y avanzó sigilosamente hasta la siguiente puerta. No tenía el cerrojo puesto. La abrió. Se asomó. Dos lámparas de pie eran la única iluminación de la sala sin ventanas. Lo que tenía delante era una combinación de sala de estar y despacho, a la derecha había un escritorio de roble de gran tamaño y delante un sofá y dos cómodos y mullidos sillones frente a un estante de madera que parecía una repisa de chimenea, pero que debajo tenía estantes llenos de libros, en lugar de una chimenea.

Por lo que pudo ver, la gran sala estaba vacía.

Pero se equivocaba.

—Rex... —llamó una sofocada voz de mujer.

Sabía que procedía de Emily, quien se afanaba por levantarse del sofá para que la viera.

Foster corrió en calcetines hasta el sofá. Emily, atada de pies y manos, se había hundido sobre el sofá de nuevo, y estaba tumbada boca arriba esperándole. Se arrodilló, deshizo de prisa la fina cuerda con que la habían atado, y logró sonreír ante la incredulidad que se dibujaba en el pálido rostro de ella. Su castaño cabello estaba despeinado, y su falda de cuadros se había levantado por encima de las rodillas, sin duda debido a sus esfuerzos por liberarse, pero no parecía herida.

BOOK: El Séptimo Secreto
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