Read El sí de las niñas Online
Authors: Leandro Fernández de Moratín
DOÑA FRANCISCA.— ¡Mamá!
(Levántase, abraza a su madre y se acarician mutuamente.)
DOÑA IRENE.— ¿Ves lo que te quiero?
DOÑA FRANCISCA.— Sí, señora.
DOÑA IRENE.— ¿Y cuánto procuro tu bien, que no tengo otro pío sino el de verte colocada antes que yo falte?
DOÑA FRANCISCA.— Bien lo conozco.
DOÑA IRENE.— ¡Hija de mi vida! ¿Has de ser buena?
DOÑA FRANCISCA.— Sí, señora.
DOÑA IRENE.— ¡Ay, que no sabes tú lo que te quiere tu madre!
DOÑA FRANCISCA.— Pues ¿qué? ¿No la quiero yo a usted?
DON DIEGO.— Vamos, vamos de aquí.
(Levántase DON DIEGO, y después DOÑA IRENE.)
No venga alguno y nos halle a los tres llorando como tres chiquillos.
DOÑA IRENE.— Sí, dice usted bien.
(Vanse los dos al cuarto de DOÑA IRENE. DOÑA FRANCISCA va detrás, y RITA, que sale por la puerta del foro, la hace detener.)
RITA, DOÑA FRANCISCA
RITA.— Señorita… ¡Eh!, chit… señorita.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Qué quieres?
RITA.— Ya ha venido.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Cómo?
RITA.— Ahora mismo acaba de llegar. Le he dado un abrazo con licencia de usted, y ya sube por la escalera.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Ay, Dios!… ¿Y qué debo hacer?
RITA.— ¡Donosa pregunta!… Vaya, lo que importa es no gastar el tiempo en melindres de amor… Al asunto… y juicio… Y mire usted que, en el paraje en que estamos, la conversación no puede ser muy larga… Ahí está.
DOÑA FRANCISCA - Sí… Él es.
RITA.— Voy a cuidar de aquella gente… Valor, señorita, y resolución.
(RITA se va al cuarto de DOÑA IRENE.)
DOÑA FRANCISCA.— No, no; que yo también.
DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA
Sale DON CARLOS por la puerta del foro.
DON CARLOS.— ¡Paquita!… ¡Vida mía! Ya estoy aquí… ¿Cómo va, hermosa, cómo va?
DOÑA FRANCISCA.— Bien venido.
DON CARLOS.— ¿Cómo tan triste?… ¿No merece mi llegada más alegría?
DOÑA FRANCISCA.— Es verdad, pero acaban de sucederme cosas que me tienen fuera de mí… Sabe usted… Sí, bien lo sabe usted… Después de escrita aquella carta, fueron por mí… Mañana a Madrid… Ahí está mi madre.
Pero no lo merece.
DON CARLOS.— ¿En dónde?
DOÑA FRANCISCA.— Ahí, en ese cuarto.
(Señalando al cuarto de DOÑA IRENE.)
DON CARLOS - ¿Sola?
DOÑA FRANCISCA - No, señor.
DON CARLOS.— Estará en compañía del prometido esposo.
(Se acerca al cuarto de DOÑA IRENE, se detiene y vuelve.)
Mejor… Pero ¿no hay nadie más con ella?
DOÑA FRANCISCA.— Nadie más, solos están… ¿Qué piensa usted hacer?
DON CARLOS.— Si me dejase llevar de mi pasión, y de lo que esos ojos me inspiran, una temeridad… Pero tiempo hay… Él también será hombre de honor, y no es justo insultarle porque quiere bien a una mujer tan digna de ser querida… Yo no conozco a su madre de usted ni… Vamos, ahora nada se puede hacer… Su decoro de usted merece la primera atención.
DOÑA FRANCISCA.— Es mucho el empeño que tiene en que me case con él.
DON CARLOS.— No importa.
DOÑA FRANCISCA.— Quiere que esta boda se celebre así que lleguemos a Madrid.
DON CARLOS.— ¿Cuál?… No. Eso no.
DOÑA FRANCISCA.— Los dos están de acuerdo, y dicen…
DON CARLOS.— Bien… Dirán… Pero no puede ser.
DOÑA FRANCISCA.— Mi madre no me habla continuamente de otra materia. Me amenaza, me ha llenado de temor… Él insta por su parte, me ofrece tantas cosas, me…
DON CARLOS.— Y usted, ¿qué esperanza le da?… ¿Ha prometido quererle mucho?
DOÑA FRANCISCA.— ¡Ingrato!… ¿Pues no sabe usted que…? ¡Ingrato!
DON CARLOS.— Sí; no lo ignoro, Paquita… Yo he sido el primer amor.
DOÑA FRANCISCA.— Y el último.
DON CARLOS.— Y antes perderé la vida que renunciar al lugar que tengo en ese corazón… Todo él es mío… ¿Digo bien?
(Asiéndola de las manos.)
DOÑA FRANCISCA.— ¿Pues de quién ha de ser?
DON CARLOS.— ¡Hermosa! ¡Qué dulce esperanza me anima!… Una sola palabra de esa boca me asegura… Para todo me da valor… En fin, ya estoy aquí… ¿Usted me llama para que la defienda, la libre, la cumpla una obligación mil y mil veces prometida? Pues a eso mismo vengo yo… Si ustedes se van a Madrid mañana, yo voy también. Su madre de usted sabrá quién soy… Allí puedo contar con el favor de un anciano respetable y virtuoso, a quien más que tío debo llamar amigo y padre. No tiene otro deudo más inmediato ni más querido que yo; es hombre muy rico, y si los dones de la fortuna tuviesen para usted algún atractivo, esta circunstancia añadiría felicidades a nuestra unión.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Y qué vale para mí toda la riqueza del mundo?
DON CARLOS.— Ya lo sé. La ambición no puede agitar a un alma tan inocente.
DOÑA FRANCISCA.— Querer y ser querida… No apetezco más ni conozco mayor fortuna.
DON CARLOS.— Ni hay otra… Pero debe usted serenarse, y esperar que la suerte mude nuestra aflicción presente en durables dichas.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Y qué se ha de hacer para que a mi pobre madre no le cueste una pesadumbre?… ¡Me quiere tanto!… Si acabo de decirla que no la disgustaré, ni me apartaré de su lado jamás; que siempre seré obediente y buena… ¡Y me abrazaba con tanta ternura! Quedó tan consolada con lo poco que acerté a decirla… Yo no sé, no sé qué camino ha de hallar usted para salir de estos ahogos.
DON CARLOS.— Yo le buscaré… ¿No tiene usted confianza en mí?
DOÑA FRANCISCA.— ¿Pues no he de tenerla? ¿Piensa usted que estuviera yo viva si esta esperanza no me animase? Sola y desconocida de todo el mundo, ¿qué había yo de hacer? Si usted no hubiese venido, mis melancolías me hubieran muerto, sin tener a quién volver los ojos, ni poder comunicar a nadie la causa de ellas… Pero usted ha sabido proceder como caballero y amante, y acaba de darme con su venida la prueba de lo mucho que me quiere.
(Se enternece y llora.)
DON CARLOS.— ¡Qué llanto!… ¡Cómo persuade!… Sí, Paquita, yo solo basto para defenderla a usted de cuantos quieran oprimirla. A un amante favorecido, ¿quién puede oponérsele? Nada hay que temer.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Es posible?
DON CARLOS.— Nada… Amor ha unido nuestras almas en estrechos nudos, y sólo la muerte bastará a dividirlas.
RITA, DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA
RITA.— Señorita, adentro. La mamá pregunta por usted. Voy a traer la cena, y se van a recoger al instante… Y usted, señor galán, ya puede también disponer de su persona.
DON CARLOS.— Sí, que no conviene anticipar sospechas… Nada tengo que añadir.
DOÑA FRANCISCA - Ni yo.
DON CARLOS.— Hasta mañana. Con la luz del día veremos a este dichoso competidor.
RITA.— Un caballero muy honrado, muy rico, muy prudente; con su chupa larga, su camisola limpia y sus sesenta años debajo del peluquín.
(Se va por la puerta del foro.)
DOÑA FRANCISCA.— Hasta mañana.
DON CARLOS.— Adiós. Paquita.
DOÑA FRANCISCA.— Acuéstese usted y descanse.
DON CARLOS.— ¿Descansar con celos?
DOÑA FRANCISCA.— ¿De quién?
DON CARLOS.— Buenas noches… Duerma usted bien, Paquita.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Dormir con amor?
DON CARLOS.— Adiós, vida mía.
DOÑA FRANCISCA.— Adiós.
(Éntrase al cuarto de DOÑA IRENE.)
DON CARLOS, CALAMOCHA, RITA
DON CARLOS.— ¡Quitármela!
(Paseándose inquieto.)
No… Sea quien fuere, no me la quitará. Ni su madre ha de ser tan imprudente que se obstine en verificar este matrimonio repugnándolo su hija…, mediando yo… ¡Sesenta años!… Precisamente será muy rico… ¡El dinero!… Maldito él sea, que tantos desórdenes origina.
CALAMOCHA.— Pues, señor
(Sale por la puerta del foro.)
, tenemos un medio cabrito asado, y… a lo menos parece cabrito. Tenemos una magnífica ensalada de berros, sin anapelos ni otra materia extraña, bien lavada, escurrida y condimentada por estas manos pecadoras, que no hay más que pedir. Pan de Meco, vino de la Tercia… Conque, si hemos de cenar y dormir, me parece que sería bueno…
DON CARLOS.— Vamos… ¿Y adónde ha de ser?
CALAMOCHA.— Abajo.. Allí he mandado disponer una angosta y fementida mesa, que parece un banco de herrador.
RITA.— ¿Quién quiere sopas?
(Sale por la puerta del foro con unos platos, taza, cucharas y servilleta.)
DON CARLOS.— Buen provecho.
CALAMOCHA.— Si hay alguna real moza que guste de cenar cabrito, levante el dedo.
RITA.— La real moza se ha comido ya media cazuela de albondiguillas… Pero lo agradece, señor militar.
(Éntrase al cuarto de DOÑA IRENE.)
CALAMOCHA.— Agradecida te quiero yo, niña de mis ojos.
DON CARLOS.— Conque ¿vamos?
CALAMOCHA.— ¡Ay, ay, ay!…
(CALAMOCHA se encamina a la puerta del foro, y vuelve; hablan él y DON CARLOS, con reservas, hasta que CALAMOCHA se adelanta a saludar a SIMÓN.)
¡Eh! Chit, digo…
DON CARLOS.— ¿Qué?
CALAMOCHA.— ¿No ve usted lo que viene por allí?
DON CARLOS.— ¿Es Simón?
CALAMOCHA.— El mismo… Pero ¿quién diablos le…?
DON CARLOS.— ¿Y qué haremos?
CALAMOCHA.— ¿Qué sé yo?… Sonsacarle, mentir y… ¿Me da usted licencia para que… ?
DON CARLOS.— Sí; miente lo que quieras… ¿A qué habrá venido este hombre?
SIMÓN, DON CARLOS, CALAMOCHA
SIMÓN sale por la puerta del foro.
CALAMOCHA.— Simón, ¿tú por aquí?
SIMÓN.— Adiós, Calamocha. ¿Cómo va?
CALAMOCHA.— Lindamente.
SIMÓN.— ¡Cuánto me alegro de…!
DON CARLOS.— ¡Hombre! ¿Tú en Alcalá? ¿Pues qué novedad es ésta?
SIMÓN.— ¡Oh, que estaba usted ahí, señorito!… ¡Voto a sanes!
DON CARLOS.— ¿Y mi tío?
SIMÓN.— Tan bueno.
CALAMOCHA.— ¿Pero se ha quedado en Madrid, o…?
SIMÓN.— ¿Quién me había de decir a mí…? ¡Cosa como ella! Tan ajeno estaba yo ahora de… Y usted, de cada vez más guapo… ¿Conque usted irá a ver al tío, eh?
CALAMOCHA.— Tú habrás venido con algún encargo del amo.
SIMÓN.— ¡Y qué calor traje, y qué polvo por ese camino! ¡Ya, ya!
CALAMOCHA.— Alguna cobranza tal vez, ¿eh?
DON CARLOS.— Puede ser. Como tiene mi tío ese poco de hacienda en Ajalvir… ¿No has venido a eso?
SIMÓN.— ¡Y qué buena mula le ha salido el tal administrador! Labriego más marrullero y más bellaco no le hay en toda la campiña… ¿Conque usted viene ahora de Zaragoza?
DON CARLOS.— Pues… Figúrate tú.
SIMÓN.— ¿O va usted allá?
DON CARLOS.— ¿Adónde?
SIMÓN.— A Zaragoza. ¿No está allí el regimiento?
CALAMOCHA.— Pero, hombre, si salimos el verano pasado de Madrid, ¿no habíamos de haber andado más de cuatro leguas?
SIMÓN.— ¿Qué sé yo? Algunos van por la posta, y tardan más de cuatro meses en llegar… Debe de ser un camino muy malo.
CALAMOCHA
(Aparte, separándose de SIMÓN.)
—¡Maldito seas tú y tu camino, y la bribona que te dio papilla!
DON CARLOS.— Pero aún no me has dicho si mi tío está en Madrid o en Alcalá, ni a qué has venido, ni…
SIMÓN.— Bien, a eso voy… Sí señor, voy a decir a usted… Conque… Pues el amo me dijo…
DON DIEGO, DON CARLOS, SIMÓN, CALAMOCHA
DON DIEGO.— No
(Desde adentro.)
, no es menester; si hay luz aquí. Buenas noches, Rita.
(DON CARLOS se turba y se aparta a un extremo del teatro.)
DON CARLOS.— ¡Mi tío!…
DON DIEGO.— ¡Simón!
(Sale del cuarto de DOÑA IRENE, encaminándose al suyo; repara en DON CARLOS y se acerca a él. SIMÓN le alumbra y vuelve a dejar la luz sobre la mesa.)
SIMÓN.— Aquí estoy, señor.
DON CARLOS
(Aparte.)
.— ¡Todo se ha perdido!
DON DIEGO.— Vamos… Pero.. ¿quién es?
SIMÓN.— Un amigo de usted, señor.
DON CARLOS
(Aparte.)
.— ¡Yo estoy muerto!
DON DIEGO.— ¿Cómo un amigo?… ¿Qué?… Acerca esa luz.
DON CARLOS.— Tío.
(En ademán de besar la mano a DON DIEGO, que le aparta de sí con enojo.)
DON DIEGO.— Quítate de ahí.
DON CARLOS - Señor.
DON DIEGO.— Quítate… No sé cómo no le… ¿Qué haces aquí?
DON CARLOS.— Si usted se altera y…
DON DIEGO.— ¿Qué haces aquí?
DON CARLOS.— Mi desgracia me ha traído.
DON DIEGO.— ¡Siempre dándome que sentir, siempre! Pero…
(Acercándose a DON CARLOS.)
¿Qué dices? ¿De veras ha ocurrido alguna desgracia? Vamos… ¿Qué te sucede?… ¿Por qué estás aquí?
CALAMOCHA.— Porque le tiene a usted ley, y le quiere bien, y…
DON DIEGO.— A ti no te pregunto nada… ¿Por qué has venido de Zaragoza sin que yo lo sepa?… ¿Por qué te asusta el verme?… Algo has hecho: sí, alguna locura has hecho que le habrá de costar la vida a tu pobre tío.
DON CARLOS.— No, señor, que nunca olvidaré las máximas de honor y prudencia que usted me ha inspirado tantas veces.
DON DIEGO.— Pues ¿a qué viniste? ¿Es desafío? ¿Son deudas? ¿Es algún disgusto con tus jefes?… Sácame de esta inquietud, Carlos… Hijo mío, sácame de este afán.
CALAMOCHA.— Si todo ello no es más que…
DON DIEGO.— Ya he dicho que calles… Ven acá.
(Tomándole de la mano se aparta con él a un extremo del teatro, y le habla en voz baja.)
Dime qué ha sido.
DON CARLOS.— Una ligereza, una falta de sumisión a usted… Venir a Madrid sin pedirle licencia primero… Bien arrepentido estoy, considerando la pesadumbre que le he dado al verme.
DON DIEGO.— ¿Y qué otra cosa hay?
DON CARLOS.— Nada más, señor.
DON DIEGO.— Pues ¿qué desgracia era aquella de que me hablaste?
DON CARLOS.— Ninguna. La de hallarle a usted en este paraje… y haberle disgustado tanto, cuando yo esperaba sorprenderle en Madrid, estar en su compañía algunas semanas y volverme contento de haberle visto.
DON DIEGO.— ¿No hay más?
DON CARLOS - No, señor.
DON DIEGO.— Míralo bien.
DON CARLOS.— No, señor… A eso venía. No hay nada más.
DON DIEGO.— Pero no me digas tú a mí… Si es imposible que estas escapadas se… No, señor… ¿Ni quién ha de permitir que un oficial se vaya cuando se le antoje, y abandone de ese modo sus banderas?… Pues si tales ejemplos se repitieran mucho, adiós disciplina militar… Vamos… Eso no puede ser.