Read El sí de las niñas Online
Authors: Leandro Fernández de Moratín
DON CARLOS.— Considere usted, tío, que estamos en tiempo de paz; que en Zaragoza no es necesario un servicio tan exacto como en otras plazas, en que no se permite descanso a la guarnición… Y, en fin, puede usted creer que este viaje supone la aprobación y la licencia de mis superiores, que yo también miro por mi estimación, y que cuando me he venido, estoy seguro de que no hago falta.
DON DIEGO.— Un oficial siempre hace falta a sus soldados. El rey le tiene allí para que los instruya, los proteja y les dé ejemplo de subordinación, de valor, de virtud.
DON CARLOS.— Bien está; pero ya he dicho los motivos…
DON DIEGO.— Todos esos motivos no valen nada… ¡Porque le dio la gana de ver al tío!… Lo que quiere su tío de usted no es verle cada ocho días, sino saber que es hombre de juicio, y que cumple con sus obligaciones. Eso es lo que quiere… Pero
(Alza la voz y se pasea con inquietud.)
yo tomaré mis medidas para que estas locuras no se repitan otra vez… Lo que usted ha de hacer ahora es marcharse inmediatamente.
DON CARLOS.— Señor, si…
DON DIEGO.— No hay remedio… Y ha de ser al instante. Usted no ha de dormir aquí.
CALAMOCHA.— Es que los caballos no están ahora para correr…, ni pueden moverse.
DON DIEGO.— Pues con ellos
(A CALAMOCHA.)
y con las maletas al mesón de afuera. Usted
(A DON CARLOS.)
no ha de dormir aquí… Vamos
(A CALAMOCHA.)
tú, buena pieza, menéate. Abajo con todo. Pagar el gasto que se haya hecho, sacar los caballos y marchar… Ayúdale tú…
(A SIMÓN.)
¿Qué dinero tienes ahí?
SIMÓN.— Tendré unas cuatro o seis onzas.
(Saca de un bolsillo algunas monedas y se las da a DON DIEGO.)
DON DIEGO.— Dámelas acá… Vamos, ¿qué haces?
(A CALAMOCHA.)
¿No he dicho que ha de ser al instante?… Volando. Y tú
(A SIMÓN.)
ve con él, ayúdale, y no te me apartes de allí hasta que se hayan ido.
(Los dos criados entran en el cuarto de DON CARLOS.)
DON DIEGO, DON CARLOS
DON DIEGO.— Tome usted
(Le da el dinero.)
Con eso hay bastante para el camino… Vamos, que cuando yo lo dispongo así, bien sé lo que me hago… ¿No conoces que es todo por tu bien, y que ha sido un desatino lo que acabas de hacer?… Y no hay que afligirse por eso, ni creas que es falta de cariño… Ya sabes lo que te he querido siempre; y en obrando tú según corresponde, seré tu amigo como lo he sido hasta aquí.
DON CARLOS- Ya lo sé.
DON DIEGO.— Pues bien; ahora obedece lo que te mando.
DON CARLOS.— Lo haré sin falta.
DON DIEGO.— Al mesón de afuera.
(A los dos criados, que salen con los trastos del cuarto de DON CARLOS, y se van por la puerta del foro.)
Allí puedes dormir, mientras los caballos comen y descansan… Y no me vuelvas aquí por ningún pretexto ni entres en la ciudad… ¡Cuidado! Y a eso de las tres o las cuatro, marchar. Mira que yo he de saber que sales. ¿Lo entiendes?
DON CARLOS.— Sí, señor.
DON DIEGO.— Mira que lo has de hacer.
DON CARLOS.— Sí, señor; haré lo que usted manda.
DON DIEGO.— Muy bien… Adiós… Todo te lo perdono… Vete con Dios… Y yo sabré también cuándo llegas a Zaragoza; no te parezca que estoy ignorante de lo que hiciste la vez pasada.
DON CARLOS.— ¿Pues qué hice yo?
DON DIEGO.— Si te digo que lo sé, y que te lo perdono, ¿qué más quieres? No es tiempo ahora de tratar de eso. Vete.
DON CARLOS.— Quede usted con Dios.
(Hace que se va, y vuelve.)
DON DIEGO.— ¿Sin besar la mano a su tío, eh?
DON CARLOS.— No me atreví.
(Besa la mano a DON DIEGO y se abrazan.)
DON DIEGO.— Y dame un abrazo, por si no nos volvemos a ver.
DON CARLOS.— ¿Qué dice usted? ¡No lo permita Dios!
DON DIEGO.— ¡Quién sabe, hijo mío! ¿Tienes algunas deudas? ¿Te falta algo?
DON CARLOS.— No, señor; ahora, no.
DON DIEGO.— Mucho es, porque tú siempre tiras por largo… Como cuentas con la bolsa del tío… Pues bien; yo escribiré al señor Aznar para que te dé cien doblones de orden mía. Y mira cómo los gastas… ¿Juegas?
DON CARLOS.— No, señor; en mi vida.
DON DIEGO.— Cuidado con eso… Conque, buen viaje. Y no te acalores: jornadas regulares y nada más… ¿Vas contento?
DON CARLOS.— No, señor. Porque usted me quiere mucho, me llena de beneficios, y yo le pago mal.
DON DIEGO.— No se hable ya de lo pasado… Adiós.
DON CARLOS.— ¿Queda usted enojado conmigo?
DON DIEGO.— No, por cierto… Me disgusté bastante, pero ya se acabó… No me des que sentir.
(Poniéndole ambas manos sobre los hombros.)
Portarse como hombre de bien.
DON CARLOS.— No lo dude usted.
DON DIEGO.— Como oficial de honor.
DON CARLOS.— Así lo prometo.
DON DIEGO.— Adiós, Carlos.
(Abrázanse.)
DON CARLOS
(Aparte, al irse por la puerta del foro.)
—¡Y la dejo!… ¡Y la pierdo para siempre!
DON DIEGO.— Demasiado bien se ha compuesto dispuesto… Luego lo sabrá enhorabuena… Pero no es lo mismo escribírselo que… Después de hecho, no importa nada… ¡Pero siempre aquel respeto al tío!… Como una malva es.
(Se enjuga las lágrimas, toma una luz y se va a su cuarto. Queda oscura la escena por un breve espacio.)
DOÑA FRANCISCA, RITA
Salen del cuarto de DOÑA IRENE. RITA sacará una luz y la pone sobre la mesa.
RITA.— Mucho silencio hay por aquí.
DOÑA FRANCISCA.— Se habrán recogido ya… Estarán rendidos.
RITA.— Precisamente.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Un camino tan largo!
RITA.— ¡A lo que obliga el amor, señorita!
DOÑA FRANCISCA.— Sí; bien puedes decirlo: amor… Y yo ¿qué no hiciera por él?
RITA.— Y deje usted, que no ha de ser éste el último milagro. Cuando lleguemos a Madrid, entonces será ella… El pobre Don Diego ¡qué chasco se va a llevar! Y por otra parte, vea usted qué señor tan bueno, que cierto da lástima…
DOÑA FRANCISCA.— Pues en eso consiste todo. Si él fuese un hombre despreciable, ni mi madre hubiera admitido su pretensión, ni yo tendría que disimular mi repugnancia… Pero ya es otro tiempo, Rita. Don Félix ha venido, y ya no temo a nadie. Estando mi fortuna en su mano, me considero la más dichosa de las mujeres.
RITA.— ¡Ay! Ahora que me acuerdo… Pues poquito me lo encargó… Ya se ve, si con estos amores tengo yo también la cabeza… Voy por él.
(Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE.)
DOÑA FRANCISCA.— ¿A qué vas?
RITA.— El tordo, que ya se me olvidaba sacarle de allí.
DOÑA FRANCISCA.— Sí, tráele, no empiece a rezar como anoche… Allí quedó junto a la ventana… Y ve con cuidado, no despierte mamá.
RITA.— Sí, mire usted el estrépito de caballerías que anda por allá abajo… Hasta que lleguemos a nuestra calle del Lobo, número siete, cuarto segundo, no hay que pensar en dormir… Y ese maldito portón, que rechina que…
DOÑA FRANCISCA.— Te puedes llevar la luz.
RITA.— No es menester, que ya sé dónde está.
(Vase al cuarto de DOÑA IRENE.)
SIMÓN, DOÑA FRANCISCA
Sale por la puerta del foro, SIMÓN.
DOÑA FRANCISCA.— Yo pensé que estaban ustedes acostados.
SIMÓN.— El amo ya habrá hecho esa diligencia; pero yo todavía no sé en dónde he de tener el rancho… Y buen sueño que tengo.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Qué gente nueva ha llegado ahora?
SIMÓN.— Nadie. Son unos que estaban ahí, y se han ido.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Los arrieros?
SIMÓN.— No, señora. Un oficial y un criado suyo, que parece que se van a Zaragoza.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Quiénes dice usted que son?
SIMÓN.— Un teniente coronel un oficial de caballería y su asistente.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Y estaban aquí?
SIMÓN.— Sí, señora; ahí en ese cuarto.
DOÑA FRANCISCA.— No los he visto.
SIMÓN.— Parece que llegaron esta tarde y… A la cuenta habrán despachado ya la comisión que traían… Con que se han ido… Buenas noches, señorita.
(Vase al cuarto de DON DIEGO.)
RITA, DOÑA FRANCISCA
DOÑA FRANCISCA.— ¡Dios mío de mi alma! ¿Qué es esto?… No puedo sostenerme… ¡Desdichada!
(Siéntase en una silla junto a la mesa.)
RITA.— Señorita, yo vengo muerta.
(Saca la jaula del tordo y la deja encima de la mesa; abre la puerta del cuarto, de DON CARLOS, y vuelve.)
DOÑA FRANCISCA.— ¡Ay, que es cierto!… ¿Tú lo sabes también?
RITA.— Deje usted, que todavía no creo lo que he visto… Aquí no hay nadie… ni maletas, ni ropa, ni… Pero ¿cómo podía engañarme? Si yo misma los he visto salir.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Y eran ellos?
RITA.— Sí, señora. Los dos.
DOÑA FRANCISCA.— Pero, ¿se han ido fuera de la ciudad?
RITA.— Si no los he perdido de vista hasta que salieron por la Puerta de Mártires… Como está un paso de aquí.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Y es ése el camino de Aragón?
RITA.— Ese es.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Indigno!… ¡Hombre indigno!
RITA.— Señorita…
DOÑA FRANCISCA.— ¿En qué te ha ofendido esta infeliz?
RITA.— Yo estoy temblando toda… Pero… Si es incomprensible… Si no alcanzo a descubrir qué motivos ha podido haber para esta novedad.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Pues no le quise más que a mi vida?… ¿No me ha visto loca de amor?
RITA.— No sé qué decir al considerar una acción tan infame.
DOÑA FRANCISCA.— ¿Qué has de decir? Que no me ha querido nunca, ni es hombre de bien… ¿Y vino para esto? ¡Para engañarme, para abandonarme así!
(Levántase y RITA la sostiene.)
RITA.— Pensar que su venida fue con otro designio, no me parece natural… Celos… ¿Por qué ha de tener celos?… Y aun eso mismo debiera enamorarle más… Él no es cobarde, y no hay que decir que habrá tenido miedo de su competidor.
DOÑA FRANCISCA.— Te cansas en vano… Di que es un pérfido, di que es un monstruo de crueldad, y todo lo has dicho.
RITA.— Vamos de aquí, que puede venir alguien y…
DOÑA FRANCISCA.— Sí, vámonos… Vamos a llorar… ¡Y en qué situación me deja!… Pero ¿ves qué malvado?
RITA.— Sí, señora; ya lo conozco.
DOÑA FRANCISCA.— ¡Qué bien supo fingir!… ¿Y con quién? Conmigo… ¿Pues yo merecí ser engañada tan alevosamente?… ¿Mereció mi cariño este galardón?… ¡Dios de mi vida! ¿Cuál es mi delito, cuál es?
(RITA coge la luz y se van entrambas al cuarto de DOÑA FRANCISCA.)
Teatro oscuro. Sobre la mesa habrá un candelero con vela apagada y la jaula del tordo. SIMÓN duerme tendido en el banco.
DON DIEGO, SIMÓN
DON DIEGO
(Sale de su cuarto poniéndose la bata.)
.—Aquí, a lo menos, ya que no duerma no me derretiré… Vaya, si alcoba como ella no se… ¡Cómo ronca éste!… Guardémosle el sueño hasta que venga el día, que ya poco puede tardar…
(SIMÓN despierta y se levanta.)
¿Qué es eso? Mira no te caigas, hombre.
SIMÓN.— Qué, ¿estaba usted ahí, señor?
DIEGO.— Sí, aquí me he salido, porque allí no se puede parar.
SIMÓN.— Pues yo, a Dios gracias, aunque la cama es algo dura, he dormido como un emperador.
DIEGO.— ¡Mala comparación!… Di que has dormido como un pobre hombre, que no tiene ni dinero, ni ambición, ni pesadumbres, ni remordimientos.
SIMÓN.— En efecto, dice usted bien… ¿Y qué hora será ya?
DON DIEGO.— Poco ha que sonó el reloj de San Justo y, si no conté mal, dio las tres.
SIMÓN.— ¡Oh!, pues ya nuestros caballeros irán por ese camino adelante echando chispas.
DON DIEGO.— Sí, ya es regular que hayan salido… Me lo prometió, y espero que lo hará.
SIMÓN.— ¡Pero si usted viera qué apesadumbrado le dejé! ¡Qué triste!
DON DIEGO.— Ha sido preciso.
SIMÓN.— Ya lo conozco.
DON DIEGO.— ¿No ves qué venida tan intempestiva?
SIMÓN.— Es verdad. Sin permiso de usted, sin avisarle, sin haber un motivo urgente… Vamos, hizo muy mal… Bien que por otra parte él tiene prendas suficientes para que se le perdone esta ligereza… Digo… Me parece que el castigo no pasará adelante, ¿eh?
DON DIEGO.— ¡No, qué!… No señor. Una cosa es que le haya hecho volver. Ya ves en qué circunstancia nos cogía… Te aseguro que cuando se fue me quedó un ansia en el corazón.
(Suenan a lo lejos tres palmadas, y poco después se oye que puntean un instrumento.)
¿Qué ha sonado?
SIMÓN.— No sé… Gente que pasa por la calle. Serán labradores.
DON DIEGO- Calla.
SIMÓN.— Vaya, música tenemos, según parece.
DON DIEGO.— Sí, como lo hagan bien.
SIMÓN.— ¿Y quién será el amante infeliz que viene a puntear a estas horas en ese callejón tan puerco?… Apostaré que son amores con la moza de la posada, que parece un mico.
DON DIEGO.— Puede ser.
SIMÓN.— Ya empiezan. Oigamos…
(Tocan una sonata desde adentro.)
Pues dígole a usted que toca muy lindamente el pícaro del barberillo.
DON DIEGO.— No: no hay barbero que sepa hacer eso, por muy bien que afeite.
SIMÓN.— ¿Quiere usted que nos asomemos un poco, a ver?…
DON DIEGO.— No, dejarlos… ¡Pobre gente! ¡Quién sabe la importancia que darán ellos a la tal música!… No gusto yo de incomodar a nadie.
(Salen de su cuarto DOÑA FRANCISCA y RITA, encaminándose a la venta. DON DIEGO y SIMÓN se retiran a un lado, y observan.)
SIMÓN.— ¡Señor!… ¡Eh!… Presto, aquí a un ladito.
DON DIEGO.— ¿Qué quieres?
SIMÓN.— Que han abierto la puerta de esa alcoba, y huele a faldas que trasciende.
DON DIEGO.— ¿Sí?… Retirémonos.
DOÑA FRANCISCA, RITA, DON DIEGO, SIMÓN
RITA.— Con tiento, señorita.
DOÑA FRANCISCA.— Siguiendo la pared, ¿no voy bien?
(Vuelven a puntear el instrumento.)
RITA.— Sí, señora… Pero vuelven a tocar… Silencio…
DOÑA FRANCISCA.— No te muevas… Deja… Sepamos primero si es él.
RITA.— ¿Pues no ha de ser?… La seña no puede mentir.
DOÑA FRANCISCA.— Calla… Sí, él es… ¡Dios mío!
(Acércase RITA a la ventana, abre la vidriera y da tres palmadas. Cesa la música.)
Ve, responde… Albricias, corazón. Él es.
SIMÓN.— ¿Ha oído usted?