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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #GusiX, Clásico, Policíaco

El Signo de los Cuatro (3 page)

BOOK: El Signo de los Cuatro
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—Todavía no he explicado la parte más extraordinaria. Hará seis años, el 4 de mayo de 1882, para ser más exacta, apareció en el
Times
un anuncio en el que se solicitaba la dirección de la señora Mary Morstan, asegurando que se beneficiaría dándose a conocer. El anuncio no daba nombre ni dirección. Por aquel entonces acababa yo de colocarme en la casa de la señora Cecil Forrester como institutriz. Por consejo de dicha señora publiqué mi dirección en la columna de anuncios. El mismo día me llegó por correo una cajita de cartón que resultó contener una perla muy voluminosa y brillante. Ni una sola palabra escrita acompañaba al envío. Desde entonces, y en idéntica fecha, ha aparecido todos los años una caja por el estilo con una perla parecida, pero sin la menor clave respecto a quien la envía. Un especialista dictaminó que eran de una variedad rara y de gran valor. Pueden ver ustedes mismos que las perlas son hermosísimas.

La joven abrió, mientras hablaba, una caja plana, y me mostró seis de las perlas más finas que yo había visto hasta entonces.

—Su relato resulta por demás interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha sucedido algo más?

—Sí, y precisamente hoy. Por eso he venido a verle. Esta mañana recibí esta carta, que quizá prefiera leer usted mismo.

—Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de Londres S. W., fecha, 7 de julio. ¡hum! En el ángulo veo la huella de un dedo pulgar, probablemente el del cartero. Papel de la mejor calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Es curioso este hombre en sus gustos de papelería. Sin encabezamiento. Vaya esta noche a las siete a la tercera columna, contando desde la izquierda, en la parte exterior del teatro Lyceum. Si desconfía, hágase acompañar de dos amigos. Usted ha sido perjudicada, y se le hará justicia. No se haga acompañar de la policía. Si lo hace, todo será inútil. Un amigo suyo desconocido. ¡Pues sí que resulta un pequeño misterio muy interesante! ¿Qué se propone hacer usted, señorita Morstan?

—Eso es precisamente lo que quiero preguntar a usted.

—En ese caso, iremos con toda seguridad usted, yo y…; sí…, ¿por qué no?, el doctor Watson es el hombre indicado. Quien escribe habla de dos amigos. El doctor Watson y yo hemos trabajado juntos antes de ahora.

—Pero ¿querrá venir? —preguntó la joven, con voz y expresión enternecedora.

—Será para mí un orgullo y una dicha el poder serle de utilidad —exclamé fervorosamente.

—Son ustedes muy amables —contestó ella—. Yo he llevado una vida retirada, y no cuento con amigos a quienes recurrir. Bastará con que yo esté aquí a las seis, ¿verdad?

—Pero no más tarde —dijo Holmes—. Sin embargo, aún hay otra cuestión. ¿Es esta letra igual a la que traían las cajas de las perlas?

—Las he traído —contestó ella, sacando media docena de trozos de papel.

—Es usted, sin duda alguna, una cliente modelo. Tiene una intuición muy correcta. Veamos ahora.

Holmes extendió los papeles encima de la mesa, y fue clavando en ellos, uno después de otro, miradas rápidas y penetrantes, hasta que dijo—:

Fuera de la carta, las otras letras son fingidas; pero no cabe duda alguna respecto a su autor. Fíjense de qué manera incontenible se destaca la «y» y vean el remolino final de la «s». Pertenecen, indudablemente, a la misma mano. Señorita Morstan, no me agradaría despertar falsas esperanzas; pero ¿hay en esta escritura algún parecido con la de su padre?

—Nada se le pueda parecer menos.

—Esperaba esa respuesta. La esperaremos, pues, a las seis. Permítame que me quede con estos papeles, para poder examinarlos más a mi gusto de aquí a esa hora. Son nada más que las tres y media. ¿
Au revoir
, entonces?


Au revoir
—dijo nuestra visitante, y dirigiéndonos una mirada viva y amable, primero al uno y luego al otro, volvió a guardar en su seno la caja de las perlas y se retiró apresuradamente.

De pie junto a la ventana, la observé alejarse a paso vivo por la calle, hasta que su turbante gris y las plumas blancas no fueron ya sino un punto entre la oscura multitud.

—¡Qué mujer tan extraordinariamente atractiva! —exclamé, volviéndome hacia mi compañero.

Este había encendido otra vez su pipa y estaba recostado en su sillón con los párpados entornados.

—¿De veras? —dijo con languidez—. No me fijé.

—Es usted un autómata, una máquina calculadora —exclamé—. Hay momentos en que observo en usted un algo positivamente inhumano.

Holmes se sonrió amablemente, y dijo:

—Es de primordial importancia no dejar que nuestro razonamiento resulte influido por las cualidades personales. Para mí el cliente es una simple unidad, un factor del problema. Los factores personales son antagónicos del razonar sereno. Le aseguro que la mujer más encantadora que yo conocí fue ahorcada por haber envenenado a tres niños pequeños para cobrar el dinero del seguro; en cambio, el hombre físicamente más repugnante de todos mis conocidos es un filántropo que lleva gastado casi un cuarto de millón de libras en los pobres de Londres.

—Sin embargo, en este caso…

—Nunca excepciones. La excepción rompe la regla. ¿Tuvo usted alguna vez oportunidad de estudiar los caracteres de la escritura? ¿Qué saca usted de la letra de este individuo?

—Es una letra clara y regular —contesté—. Se trata de un hombre con hábitos de negociante y que posee cierta fuerza de carácter.

Holmes movió negativamente la cabeza, y dijo:

—Observe estas letras largas. Apenas si superan a las demás. Esta «d» pudiera pasar por una «a», y esta «l» por una «e». Las personas de carácter diferencian siempre sus letras largas, por muy ilegiblemente que escriban. Se observa aquí vacilación en la «k» y no hay en las letras mayúsculas sentimiento de propia estimación. Voy a salir ahora. Es preciso que haga algunas consultas. Permítame que le recomiende este libro, uno de los más notables que se han escrito: El martirio del hombre, por Winwood Reade. Estaré de vuelta antes de una hora.

Me senté junto a la ventana con el libro en las manos, pero mis pensamientos se hallaban muy lejos de las audaces especulaciones del escritor. Mi mente iba hacia nuestra reciente visitante, hacia sus sonrisas, hacia el tono profundo y vibrante de su voz, hacia el extraño misterio que se cernía sobre su vida. Si en el momento de la desaparición de su padre tenía ella diecisiete años, ahora debía tener veintisiete…, edad muy agradable, porque en ella la juventud ha perdido ya su presunción y se encuentra algo calmada por la experiencia. Permanecí, pues, sentado y haciendo cábalas, hasta que irrumpieron en mi cabeza pensamientos tan peligrosos que me apresuré a sentarme ante mi escritorio y a hundirme con furia en el tratado más reciente sobre patología. ¿Quién era yo, médico del ejército, con una pierna herida y una cuenta bancaria más débil todavía, para atreverme a pensar en tales cosas? Aquella joven era una unidad, un factor y nada más si mi porvenir era sombrío, lo mejor que podía hacer era afrontarlo como un hombre, sin intentar alegrarlo con simples caprichos de la imaginación.

Capítulo III
EN BUSCA DE UNA SOLUCIÓN

Holmes regresó al dar las cinco y media. Estaba alegre, interesado y ansioso, un estado de espíritu que se alternaba en él con accesos de la más negra depresión.

—Este asunto no encierra un gran misterio —dijo, tomando la taza de té que yo le había servido—. Los hechos sólo parecen presentar una única explicación.

—¡Cómo! ¿Tiene usted ya resuelto el misterio?

—Eso sería decir demasiado. De todas formas, he descubierto un hecho sugerente. Un hecho solo, pero muy sintomático. Hay que agregarle todavía los detalles. Al examinar los archivos del Times, he descubierto que el mayor Sholto, de Upper Norwood, que perteneció al 34 de Infantería de Bombay, falleció el 28 de abril de 1882.

—Holmes, quizá sea yo muy obtuso; pero no veo qué es lo que ese hecho le sugiere.

—¿Que no? Me sorprende usted. Considérelo, pues, de esta manera. El capitán Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que podía haber visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber que aquél se encontrase en Londres. Cuatro años más tarde Sholto muere. Antes que transcurriese una semana de su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un valioso regalo, que se repite año tras año, y que culmina ahora en una carta que la describe como perjudicada. ¿A qué otro perjuicio puede referirse sino al hecho de haberse visto? ¿Y por qué razón empiezan los obsequios inmediatamente después del fallecimiento de Sholto, sino porque ese heredero del mayor sabe algo del misterio y desea ofrecer una compensación? ¿Tiene usted, acaso, otra hipótesis alternativa que encaje con los hechos?

—¡Qué extraña compensación! ¡Y qué manera más extraña de hacerla! ¿Y por qué, además, escribe una carta ahora y no hace seis años? Agregue a esto que la carta habla de hacer justicia a la joven. ¿Qué justicia es posible hacerle? Sería demasiado el suponer que su padre vive todavía. No hay, en el caso de la joven, otra injusticia que nosotros sepamos.

—Hay ciertas dificultades; indiscutiblemente que las hay —dijo Sherlock Holmes, pensativo—; pero nuestra expedición de esta noche las resolverá todas. Vaya; ahí llega un coche de cuatro ruedas, y la señorita Morstan dentro del coche. ¿Está usted listo? Pues entonces lo mejor que podemos hacer es bajar, porque ya pasa un poco de la hora indicada.

Eché mano a mi sombrero y al más sólido de mis bastones, pero me fijé en que Holmes cogía su revólver del cajón y lo deslizaba en un bolsillo. Con toda evidencia, pensaba que el trabajo de aquella noche podía ser serio.

La señorita Morstan venía embozada en un manto oscuro, y su expresiva cara estaba serena pero pálida.

Habría sido más que mujer si no hubiese experimentado cierto desasosiego ante la empresa sorprendente en que íbamos a embarcarnos; pero su dominio de sí misma era perfecto, y contestó con facilidad a las pocas preguntas adicionales que Sherlock Holmes le hizo.

—El mayor Sholto era un gran amigo de papá —dijo—. Las cartas de éste venían llenas de alusiones al mayor. Ambos estaban al mando de las fuerzas que había en las islas Andamán; de modo, pues, que estaban siempre juntos. A propósito: en la mesa de papá encontramos un documento curioso que nadie pudo entender. No creo que tenga importancia alguna, pero pensé que quizás usted querría verlo, y lo traje. Aquí lo tiene usted.

Holmes desdobló con cuidado el documento y lo alisó encima de sus rodillas. Luego procedió a examinarlo metódicamente, de cabo a rabo, con su lupa.

—El papel es de fabricación manual de la India —comentó—. Además, estuvo en alguna ocasión clavado en un tablero. El diagrama que se ve en él parece el plano de parte de una gran construcción con numerosas salas, corredores y pasillos. En un punto del diagrama hay una crucecita hecha con tinta roja, y encima de ella, escrito en lápiz, casi borrado,
«3,37 desde la izquierda»
. En el ángulo de la izquierda se ve un extraño jeroglífico de cuatro cruces alineadas y los brazos de la misma tocándose. Junto al mismo hay escrito, en caracteres muy burdos y ordinarios, ‘El signo de los cuatro: Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah Khan, Dost Akbar’. Reconozco que no veo qué relación pueda tener esto con el asunto.

Sin embargo, no cabe duda de que se trata de un documento importante. Ha sido guardado cuidadosamente en una agenda de notas; veo que está tan limpio de un lado como de otro.

—Lo encontramos en la agenda de notas de mi padre.

—Pues entonces, señorita Morstan, guárdelo con cuidado, porque quizá nos resulte útil. Empiezo a sospechar que es posible que este asunto nos resulte mucho más profundo y sutil que lo que al principio imaginé. Es preciso que vuelva a reconsiderar mis ideas.

Se recostó en el coche, y pude ver, juzgando por su frente arrugada y la expresión de ausencia de sus ojos, que Holmes meditaba intensamente. La señorita Morstan y yo conversamos en voz baja acerca de nuestra expedición y su posible desenlace, pero nuestro acompañante mantuvo su impenetrable reserva hasta el final de viaje.

Era un anochecer del mes de setiembre; no habían dado todavía las siete, pero el día había estado encapotado y una bruma densa y húmeda se extendía a poca altura sobre la gran ciudad. Nubes de color barroso flotaban tristemente sobre las enfangadas calles. A lo largo del Strand las lámparas del alumbrado no eran sino manchones nebulosos de luz difusa, que proyectaban un débil brillo circular sobre las pegajosas aceras. El brillo amarillento de los escaparates se alargaba por la atmósfera envuelta en un vaho vaporoso y difundía por la concurrida calle una luminosidad triste y de variada intensidad. Tuve la sensación de que había algo terrible y fantasmal en el cortejo sin fin de caras que pasaban flotando al través de aquellas estrechas franjas de luz; rostros tristes y alegres, desgraciados y felices. Al igual de lo que le ocurre a todo el género humano, pasaban de las tinieblas a la luz y volvían otra vez a las tinieblas.

Yo no me dejo impresionar fácilmente; pero aquel anochecer, melancólico y pesado, se combinaba con el extraordinario asunto en que nos habíamos lanzado, alterando mis nervios y haciéndome sentir deprimido.

Por las maneras de la señorita Morstan me di cuenta de que ella era víctima de idéntico sentimiento.

Holmes era el único capaz de sobreponerse a estas insignificantes influencias. Tenía abierta sobre las rodillas su agenda de notas, y de cuando en cuando trazaba cifras y notas en el mismo a la luz de su linterna de bolsillo.

Junto al teatro Lyceum, la multitud se apretujaba ya ante las puertas laterales. Frente a las de la fachada resonaba el estrépito de una corriente continua de coches de dos y de cuatro ruedas, de los que se apeaban caballeros de blanca pechera y señoras ataviadas de chales y adornos de brillantes. Sin darnos casi tiempo a llegar a la tercera columna, que era el sitio de nuestra cita, se nos acercó un hombre pequeño, moreno y enérgico, con traje de cochero.

—¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan? —preguntó.

—Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son amigos míos —dijo la joven.

El hombre nos miró de soslayo con ojos extraordinariamente penetrantes e interrogadores.

—Usted me perdonará, señorita —dijo con tono algo terco—, pero tengo órdenes de pedirle que me dé su palabra de honor de que ninguno de sus acompañantes es agente de la policía.

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