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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #GusiX, Clásico, Policíaco

El Signo de los Cuatro (6 page)

BOOK: El Signo de los Cuatro
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—Sí que conoce usted a alguno, McMurdo —exclamó con sorna Sherlock Holmes—. No creo que se haya usted olvidado de mí. ¿No recuerda al aficionado con que peleó tres asaltos en Allison’s la noche de su homenaje, hace cuatro años?

—¿Es posible que usted sea el señor Sherlock Holmes? —bramó el boxeador—. ¡Por vida mía! ¿Cómo he podido no reconocerlo? Si en lugar de permanecer ahí muy callado hubiese usted avanzado y me hubiese aplicado en la mandíbula aquel gancho característico suyo, lo habría identificado sin género alguno de duda. ¡Le digo a usted que ha desperdiciado sus cualidades! Hubiera llegado alto si le hubiese dado por ahí.

—Watson, ya ve usted que, cuando todo lo demás me falle, siempre tengo abierta una de las profesiones científicas —dijo Holmes, echándose a reír—. Estoy seguro de que nuestro amigo no nos obligará ya a permanecer aquí a la intemperie.

—Entre usted, señor; entre usted… y que entren también sus amigos —contestó—. Lo siento mucho, señor Thaddeus; pero las órdenes que tengo son muy rigurosas. Era preciso que yo me asegurase de quiénes eran sus amigos antes de permitirles el acceso.

Ya dentro, una senda de gravilla se curvaba entre desolados parterres hasta el enorme bloque de una casa, cuadrada y prosaica, oculta por completo en sombras, salvo allí donde un rayo de luna daba en una esquina y reverberaban en el cristal de una ventana de la buhardilla. El enorme tamaño del edificio, con su lobreguez y su silencio mortal, infundía frío en el corazón. Incluso Thaddeus Sholto parecía desasosegado, y la linterna temblaba y traqueteaba en su mano. Por fin, dijo:

—No alcanzo a comprender lo que ocurre. Debe de haber algún error. Le dije de una manera terminante a Bartholomew que vendríamos, y, sin embargo, no veo luz en la ventana de su cuarto. No sé qué pensar.

—¿Tiene siempre su casa tan vigilada? —preguntó Holmes.

—Sí; ha seguido en ello las costumbres de mi padre. Era el hijo preferido, y a veces pienso que acaso le dijo a él algo que a mí jamás me dijo. La ventana de Bartholomew es aquélla donde brilla la luna. Reluce mucho, pero me parece que no hay luz en su interior.

—Absolutamente ninguna —dijo Holmes—. Pero veo una rendija de luz en aquella ventana que hay junto a la puerta.

—La de la habitación del ama de llaves. Es ahí donde suele velar la señora Bernstone. Ella nos informará. Quizá no tengan ustedes inconveniente en esperar aquí un par de minutos, porque, si entramos todos juntos sin que ella esté advertida, quizá se alarme… Pero ¡chis!… ¿Qué es eso?

Levantó la linterna, y su mano empezó a temblar de tal manera, que los círculos de luz acabaron parpadeando y oscilando alrededor de nosotros. La señorita Morstan me cogió de la muñeca y todos permanecimos rígidos, con los corazones palpitando violentamente y los oídos tensos. Del negro interior de la casa y rasgando el silencio de la noche llegaba hasta nosotros el más triste y plañidero de los sonidos…, el gemir agudo y entrecortado de una mujer aterrorizada.

—Es la señora Bernstone —dijo Sholto—. No hay otra mujer en la casa. Espéreme aquí. Vuelvo en seguida.

Corrió hacia la puerta y llamó a ésta con su estilo característico. Vimos que le abría una anciana de elevada estatura, que se tambaleó de alegría con sólo verle.

—¡Oh señor Thaddeus, cuánto me alegro de que haya venido! ¡Cuánto me alegro de que haya venido, señor Thaddeus!

Escuchamos sus reiteradas exclamaciones de alegría hasta que se cerró la puerta y la voz de la mujer se fue convirtiendo en un prolongado y monótono murmullo.

Nuestro guía nos había dejado la linterna. Holmes la hizo girar lentamente a nuestro alrededor y miró con vivo interés la fachada de la casa y los grandes montones de la tierra removida que obstruían el terreno.

La señorita Morstan y yo permanecimos el uno junto al otro, y su mano en la mía. El amor es algo maravillosamente sutil; allí estábamos nosotros dos, que nunca nos habíamos visto hasta aquel mismo día, que no habíamos intercambiado una sola palabra ni mirada de cariño, y que ahora, en un momento de dificultades, nos buscábamos instintivamente con nuestras manos. Desde entonces he pensado en aquello con asombro, pero en aquel momento me pareció la cosa más natural el que yo la buscase a ella, y también ella me ha contado muchas veces que fue un instinto el que la empujó hacia mí en busca de protección y ayuda.

Estábamos, pues, cogidos de las manos, lo mismo que dos chiquillos, y reinaba la paz en nuestros corazones, a pesar de todas las lobregueces que nos rodeaban.

—¡Qué lugar más extraño! —dijo ella, mirando a su alrededor.

—Se diría que han soltado aquí todos los topos de Inglaterra. Algo por el estilo tuve ocasión de ver en las laderas de una colina, después de que trabajaron allí unos buscadores de oro.

—En ambos casos, por un móvil idéntico —dijo Holmes—. Los buscadores de tesoros dejan estas huellas. Tenga presente que lo han buscado por espacio de seis años. Con razón, el terreno tiene todo el aspecto de una cantera.

En ese mismo instante se abrió la puerta de la casa, y Thaddeus Sholto salió de ella corriendo, con las manos extendidas a todo lo que daban sus brazos y una expresión de terror en los ojos.

—Algo terrible le ha ocurrido a Bartholomew —gritó—. ¡Estoy asustado! Mis nervios no aguantan más.

En efecto, balbuceaba de terror, y su rostro gesticulante y débil, asomando por encima del gran cuello de astracán, tenía la expresión desamparada y suplicante de un niño espantado.

—Entremos en la casa —dijo Holmes con su voz seca y firme.

—¡Sí; entren! —suplicó Thaddeus Sholto—. La verdad es que yo no me siento con fuerzas para nada.

Le seguimos todos a la habitación del ama de llaves, que estaba a la mano izquierda, en el pasillo. La anciana se paseaba de un lado a otro con mirada asustada y dedos inquietos y nerviosos; pero la presencia de la señorita Morstan pareció ejercer un efecto sedante en ella.

—¡Que Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo histérico—. Me consuela tanto verla a usted. ¡Qué día más doloroso he pasado!

Nuestra acompañante le dio unas palmaditas cariñosas en la mano, enjuta y estropeada por el trabajo, y le murmuró algunas frases de consuelo, afectuosas y femeninas, que tuvieron la virtud de devolver el color a las mejillas macilentas de la anciana.

—El señor se ha encerrado y no me responde a mis llamadas —explicó—. A pesar de que gusta con frecuencia de permanecer a solas, he estado durante todo el día esperando oír su voz; pero hará una hora que empecé a temer que hubiese ocurrido algo malo, y subí y miré por el ojo de la cerradura. Es preciso que suba usted, señor Thaddeus… Es preciso que suba y mire usted mismo. Yo llevo tratando al señor Bartholomew durante diez largos años, en momentos de alegría y en momentos de dolor; pero jamás le he visto una cara como la que ahora tiene.

Sherlock Holmes alzó la lámpara y echó a andar delante de todos, porque a Thaddeus Sholto le castañeteaban los dientes. Tan tembloroso estaba, que tuve que cogerle del brazo cuando subía las escaleras, porque se le doblaban las rodillas. Dos veces, mientras subíamos, Holmes sacó bruscamente su lupa del bolsillo y examinó con cuidado unas huellas que a mí me parecieron informes manchas de polvo en la esterilla que recubría la escalera. Caminaba despacio, de escalón en escalón, sosteniendo a poca altura la lámpara y lanzando penetrantes miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado abajo con la asustada ama de llaves.

El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo estrecho bastante largo, que tenía a la derecha un gran tapiz indio con una extensa composición pictórica, y a la izquierda, tres puertas. Holmes avanzó por él con igual meticulosidad, mientras nosotros le seguíamos pegados a sus talones; nuestras negras sombras se alargaban hacia atrás en el pasillo. La puerta que buscábamos era la tercera. Holmes llamó con los nudillos sin recibir respuesta alguna, en vista de lo cual intentó hacer girar el picaporte y abrirlo a la fuerza. Sin embargo, estaba cerrado del lado de dentro con un cerrojo ancho y fuerte, según pudimos comprobar al acercar la luz por fuera. Pero, como habían hecho girar la llave, el agujero de la cerradura no estaba obstruido por completo. Sherlock Holmes se inclinó hacia él y volvió a erguirse instantáneamente con una brusca inspiración.

—Watson, en todo esto hay algo de endiablado —exclamó con una emoción que yo no le había visto nunca—. ¿Qué opina usted?

Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de la luna penetraba en la habitación, y ésta se hallaba iluminada por un resplandor difuso y desigual. Mirando de frente hacia mí, y suspendida, como si dijéramos, en el aire, porque todo lo demás eran sombras, había una cara…, la mismísima cara de nuestro acompañante Thaddeus. Idéntica cabeza, frente alta y lustrosa; idéntica franja circular de hirsuto cabello rojo; idéntico rostro exangüe. Sin embargo, las facciones de esta cara tenían una mueca rígida, una mueca dilatada, fija y antinatural, que en aquella habitación silenciosa e iluminada por la luna crispaba los nervios más que un ceño amenazante. Tan parecida era aquella cara y la de nuestro pequeño amigo, que me volví para mirar a éste y cerciorarme de que, en efecto, estaba con nosotros. De pronto, me acordé de que nos había dicho que él y su hermano eran gemelos.

—¡Es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué debemos hacer?

—Hay que echar abajo la puerta —me contestó, y abalanzándose contra ella, cargó todo el peso de su cuerpo sobre la cerradura.

Ésta crujió y rechinó, pero no cedió. Otra vez nos abalanzamos al mismo tiempo sobre ella, y esta vez saltó con un súbito estallido y nos encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto.

Parecía haber estado acondicionada como laboratorio químico. La pared que daba frente por frente de la puerta tenía arrimadas a ella una doble hilera de botellas con tapón de cristal, y la mesa se veía abarrotada de quemadores Bunsen, tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido dentro de canastas de mimbres. Una de estas canastas parecía rezumar o haber sido rota, porque desde ella corría un reguero de líquido oscuro, y la atmósfera estaba impregnada de un olor característicamente acre, como de alquitrán. A un lado de la habitación había una escalera portátil, en medio de un montón de tablas y escombros, y encima de ella se veía en el techo una abertura de anchura suficiente para que pudiera pasar una persona. Al pie de la escalera, y tirado de cualquier manera, había un largo rollo de cuerda.

Junto a la mesa, en una silla de madera, se hallaba el dueño de la casa, sentado y encogido, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo y la sonrisa espantosa e inescrutable en su cara. Estaba rígido y frío, y era evidente que llevaba ya cadáver muchas horas. Me produjo la impresión de que no eran sólo sus facciones, sino todos los miembros de su cuerpo los que estaban retorcidos y contorsionados de forma totalmente extraña. Encima de la mesa y aliado de la mano del muerto se veía un curioso instrumento: un bastón de color oscuro, con una piedra toscamente atada para darle forma de martillo. Junto al bastón, una rasgada hoja de papel, en la que había garrapateadas algunas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la entregó diciéndome con un arqueo elocuente de sus cejas:

—Vea usted.

A la luz de la linterna leí, con un estremecimiento de horror: «El signo de los cuatro».

—¡Vive Dios! ¿Qué significa esto? —pregunté.

—Significa que se ha cometido un asesinato —contestó inclinándose sobre el cadáver—. Tal y como yo me lo suponía. ¡Mire aquí!

Me señaló con el dedo una cosa que parecía una larga y negra espina clavada en la piel, justamente bajo la oreja.

—Parece una espina —dije.

—Es una espina, en efecto. Puede usted extraerla; pero con cuidado, porque está envenenada.

La agarré entre el dedo pulgar y el índice. Salió de la piel con tal facilidad, que casi no dejó señal alguna.

Una gotita minúscula de sangre indicaba el sitio en que se había dado el pinchazo.

—Todo esto es para mí un misterio insoluble —dije—. En vez de aclararse, lo veo cada vez más oscuro.

—Por el contrario, cada vez se aclara más —me contestó—. Ya faltan únicamente algunos eslabones para componer un caso en el que todo ajusta perfectamente.

Desde que entramos en la habitación nos habíamos olvidado casi por completo de nuestro acompañante.

Thaddeus Sholto permanecía aún en el umbral de la puerta, retorciéndose las manos y gimiendo por lo bajo, convertido en la estatua viva del terror. Súbitamente, sin embargo, lanzó un chillido penetrante y quejumbroso.

—¡Ha desaparecido el tesoro! ¡Nos robaron el tesoro! Por este agujero que se ve ahí lo bajó mi hermano.

¡Yo mismo le ayudé! ¡Yo fui la última persona que vio a mi hermano! Le vi aquí la noche pasada, y cuando bajaba le oí cerrar con llave puerta.

—¿A qué hora fue eso?

—Eran las diez. Y ahora está él muerto, se llamará a la policía y sospecharán que yo he intervenido en ello. Sí; estoy seguro de que sospecharán. Pero ¿verdad, caballeros, que ustedes no creerán semejante cosa? ¿Verdad que no creen que he sido yo? Si hubiese sido yo, ¿cómo iba a traerlos a ustedes aquí? ¡Válgame Dios, válgame Dios! Creo que voy a volverme loco.

Y, poseído de un frenesí convulsivo, agitó los brazos y pataleo el suelo.

—Sus temores son infundados, señor Sholto —le dijo cariñosamente Holmes, poniéndole la mano en el hombro—. Siga mi consejo y hágase llevar en coche a la comisaría para denunciar el caso a la policía.

Ofrézcase a ayudarles en todo Nosotros aguardaremos aquí a que usted regrese.

El hombrecito obedeció como atontado, y oímos cómo bajaba por la escalera en la oscuridad, dando traspiés.

Capítulo VI
SHERLOCK HOLMES HACE UNA DEMOSTRACIÓN

—Y ahora, Watson, disponemos de media hora por nuestra cuenta —dijo Holmes, frotándose las manos—. Aprovechémosla bien. Ya le he dicho que tengo casi completo mi caso; pero no debemos equivocarnos por exceso de confianza. El asunto se presenta hasta ahora sencillo pero bien pudiera, sin embargo, ocultar todavía algo más profundo.

—¡Sencillo! —fue la exclamación que se me escapó.

—¡Claro que lo es! —dijo Holmes con cierto aire de profesor clínico que da una explicación ante sus alumnos—. Y ahora, siéntese en aquel rincón para que sus pisadas no compliquen más las cosas. ¡Y a trabajar! En primer lugar, ¿cómo entraron esos individuos y cómo salieron? Desde la noche pasada no se ha abierto la puerta. Veamos la ventana —paseó su lámpara por ella murmurando en voz alta las observaciones que hacía, aunque hablaba más bien para sí mismo que para mí—. La ventana se levanta por la parte de dentro. La armazón es sólida. No tiene goznes al costado. Abrámosla. No hay ninguna tubería cerca. El tejado está fuera del alcance de la mano. Sin embargo, un hombre ha subido por esta ventana. La noche pasada llovió. Aquí está la huella del pie, impresa en barro sobre el antepecho. Y aquí hay una huella circular de fango, que se repite aquí, en el suelo, y aquí otra vez, encima de la mesa. ¡Mire esto, Watson! Aquí tiene una demostración realmente interesante.

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