Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Ante la magnífica fachada, la Puerta Dorada, y ya en el interior de la iglesia, cuando paramos frente al retablo de Damià Forment, pude oír la por fin adecuada exclamación del subinspector:
—¡Dios mío, qué preciosidad!
Luego salimos al majestuoso claustro. Cuando nos acercábamos a la fuente le pregunté a nuestro anfitrión:
—¿Qué tipo de persona era el hermano Cristóbal?
—El más amable de los hombres, aparte de un grandísimo intelectual. Estaba siempre estudiando y muy absorbido por sus investigaciones.
—¿Era apreciado en la comunidad?
—Era... ¡venerado en la comunidad! Siempre se encontraba dispuesto a hacer un favor, a colaborar. Se interesaba por la salud de los hermanos de más edad, se mostraba alegre sin excepción. Le puedo asegurar que era muy popular, y que la noticia ha sido tan terrible que ninguno de nosotros ha dejado de rezar especialmente por su alma desde que supimos que había fallecido.
—Su familia... debo suponer que ya ha sido informada.
—Por supuesto.
—Tendrá que darme sus señas.
—Era originario del delta del Ebro. Los Mossos d'Esquadra ya tienen su dirección; pero se la daré a ustedes también.
En el coche, Garzón se mostraba sobrecogido.
—¡Qué belleza de monasterio, qué grandiosidad, qué elegancia de formas!
—Deje de hacer el turista y dígame qué le ha parecido la conversación con el fraile.
—Poco interesante, inspectora. Aquí a nadie se le
ocurre
por qué carajo han podido matar a un monje y mucho menos quién querría llevarse a casa un momio
más
feo que la madre que lo parió.
—Llame a Yolanda. Dígale que en un par de horas queremos hablar con la testigo si es que la ha encontrado, que prepare un interrogatorio en comisaría.
Miraba de reojo al subinspector. Desde que se había casado era evidente que nunca estaba de mal talante. Antes, cuando un caso se presentaba especialmente complicado, renegaba como un carretero cada vez que debía hacer una gestión. Pero ahora era diferente, daba la impresión de que ponía menos celo en el trabajo, y eso hacía que lo tomara con mayor naturalidad. Supuse que todos tenemos una cantidad limitada de posibilidad de atención abstracta, y cuando crece la demanda en un sector de nuestra vida, baja forzosamente por otro lado. Quizá debido a eso dicen que las relaciones estables mejoran el equilibrio de nuestra existencia total. Pero pensar en esa teoría se me antojaba frustrante, porque se trata del mismo principio que niega la buena estrategia a los generales demasiado enamorados, la genialidad a los artistas inflamados de amor, y la perspicacia a los policías que llevan una plena vida sentimental. Y no era así, o por lo menos no debía serlo. Creo que fue ése el momento en el que acepté el reto de aquel extraño caso con toda intensidad, y me prometí a mí misma que resolveríamos aquel asesinato aunque tuviera que desatender durante un tiempo las otras facetas de la existencia.
Embebida en mis pensamientos casi no presté oídos al hecho de que Garzón había repetido tres veces la frase «no jodas» mientras hablaba con Yolanda. Luego añadió: «Vale» y cortó la comunicación.
—No encuentra a la mendiga.
—No joda.
—Eso mismo he dicho yo. Pero le falta buscar en el albergue donde a veces duerme. Ahora va hacia allí.
—Vuelva a llamarla. Dígale que Sonia la acompañe, que peinen casa a casa la ciudad si es necesario, pero que la encuentren ya.
Me obedeció. Luego se volvió hacia mí.
—¿Tan importante le parece esa mujer?
—No tenemos más testigos del traslado del cuerpo.
—Pero es un testimonio muy poco fiable.
—¡Y qué más da, es el único! Además, seguramente fue interrogada en el contexto de una primera aproximación al caso, y no con el detalle de una sesión regular.
Vi cómo se encogía de hombros, tenaz en su escepticismo, y no hablamos más.
La entrada en comisaría fue triunfal. El policía Domínguez corrió hacia mí en cuanto traspasamos la puerta.
—Inspectora, el comisario Coronas ha dicho que pasaran a su despacho en cuanto llegaran.
—Está bien, Domínguez. Usted ya me ha transmitido la orden, ahora es cosa mía si la cumplo o no.
El pobre Domínguez, que era manso y amable por naturaleza, siempre sufría mucho cuando recibía respuestas mías de ese calibre. Durante unos instantes se debatía entre la bifurcación del deber que se le presentaba sin avisar. Se decantó por la más directa.
—Como usted diga, inspectora.
Miré a Garzón y le dije en un susurro:
—Lárguese y controle a Sonia y Yolanda; usted se puede librar de perder el tiempo en el despacho del jefe. En cuanto sepa algo de la testigo, llámeme.
Como si la prisa fuera un concepto ajeno al ser humano entré en mi despacho y me puse a leer los doctos folios que había redactado el fallecido hermano Cristóbal. Eran notas de investigación histórica. Hablaban del beato Asercio, intentando datar las etapas por las que
había
pasado el cuerpo presuntamente incorrupto.
Busqué
en las conclusiones, inacabadas:
«En el año 1423 se encuentran documentos en la catedral de Girona en los que se relatan hechos de la vida de fray Asercio de Montcada, de cómo éste vivió santamente el monacato y de cómo la fama de sus buenas obras se extendió por toda la comarca y, más tarde, por todo el reino. Posteriormente, en un pliego fechado en 1619 y que se halla en el archivo diocesano de Barcelona encontramos una memoria de altísima importancia. Se trata de un proceso contra tres eclesiásticos que en mayo de ese año consiguieron desenterrar un cuerpo momificado en una iglesia (no especificada) valiéndose de "acciones nocturnas". Según las investigaciones llevadas a cabo en la época, podría tratarse de la momia de fray Asercio. En el legajo no figura la intención que llevó a los eclesiásticos al robo del cuerpo; si bien del acta del tribunal se infiere que, sabiendo que el cuerpo era santo e incorrupto, quisiera exhibirse en alguna pequeña capilla falta de atractivos espirituales para los fieles».
Tuve que releerlo varias veces para comprender bien lo que decía. Al final deduje que el tal Asercio no era la primera vez que se había convertido en el botín de un robo. Y todo para devenir en lo que eufemísticamente se denominaba como «atractivo espiritual», lo que en nuestro lenguaje actual sería «atractivo turístico». Es posible que el mundo esté en continua evolución, pero las motivaciones de las sociedades parecen permanecer inalterables. No sabía cómo había trascurrido la vida del beato, pero una vez muerto sus aventuras parecían más notables que las del propio Indiana Jones. Sentía curiosidad por ver la cara que ponía el subinspector al enterarse de aquello.
En otros folios se tomaba nota de algunas ceremonias celebradas en honor del beato, siempre dentro de los claustros de varias órdenes religiosas. Figuraban como fuentes informativas los documentos archivados en la biblioteca de las corazonianas.
Al final, había una lista de los objetivos del trabajo: determinación de fechas trascendentales, trayectoria de los restos y mantenimiento de la momia. Me fijé en este apartado que, crípticamente, indicaba: 1.-Diagnóstico de incorruptibilidad. 2.-Tratamiento del textil. 3.-Estudio de órganos. Posibilidad de análisis ADN. 4.-Tratamiento de los restos con COMPLUCAD. Trabajos no iniciados.
Cada vez me parecía más necesaria aquella reunión de expertos que me proponía hacer con los hermanos Domitila y Magí. De otro modo nos veríamos condenados a contratar ayuda externa y ¿quién tiene mejores conocimientos de arqueología eclesiástica que los propios eruditos pertenecientes al clero?
Llamaron a la puerta. Domínguez dejó ver fugazmente su filosófica jeta.
—Inspectora...
—Dígale que voy enseguida.
—No se trata del comisario; es que han traído un informe para usted.
Lo tomé de su mano con expresión neutra. Al salir, Domínguez se permitió un recordatorio.
—Pero el comisario la espera, se acuerda, ¿verdad?
Lo miré con impaciencia y salió huyendo. El sobre contenía el informe pericial de la nota encontrada en el cadáver. Me alegró la claridad con la que estaba redactado.
«El documento analizado está en soporte papel grueso de 19 milímetros color blanco, tamaño DIN A4. Corriente en el mercado. No se aprecian huellas de ningún tipo en toda su superficie; lo cual indica que fue manipulado concienzudamente con guantes. Las letras están dibujadas con trazo firme y seguro, pudiendo afirmarse
con
escaso margen de error que el autor de las mismas
tiene
conocimiento preciso de la escritura e iconografía gótica medieval tardía.»
Algo es algo, pensé, por lo menos ahora podemos estar seguros de que el cartelito es obra de un experto; aunque ¿experto en qué: en dibujo, en historia, en falsificaciones? Todo aquello me parecía cada vez más un laberinto en el que resultaba difícil orientarse. ¿Por dónde empezar? Una vez exploradas las pruebas iniciales, nada permitía lanzarse con ímpetu en uno u otro sentido. Consulté mi reloj. Ni acopiando toda la sangre fría del mundo podía posponer por más tiempo mi visita a Coronas. En ese instante llamó el subinspector.
—Malas noticias, Petra. La testigo no aparece. Dicen en el albergue que hace tres noches que no va a dormir.
—¿Es normal que falte tanto tiempo?
—Parece que no. Alguna noche no se presentaba, pero tres seguidas es demasiado, sobre todo cuando hace frío. Por lo menos nos han ratificado que se llama Eulalia Hermosilla y figura como alcohólica crónica en la ficha del centro. ¿Qué hacemos?
—Venga aquí con las chicas. Si no estoy cuando lleguen, me esperan en el despacho.
Me dirigí a la cueva del ogro con paso firme y llamé a la puerta con tres golpes más firmes aún. Sabía que iba a verme obligada a lanzar un contraataque y preparaba las huestes mentales para ponerlas a batallar. El ogro cargó contra mí en tono irónico.
—¡Hombre, Petra, cuánto bueno por aquí! ¡Empieza la cosa de manera fina y discreta! Tengo menos informes en el ordenador que un
broker
en Siberia. ¿Sería muy impertinente preguntarle a qué se dedican Garzón y usted?
—Comisario, sabe usted perfectamente que hemos tomado el caso de manos de los Mossos y que ellos se encontraban en una fase muy primitiva de la investigación. Ha sido necesario reiniciar muchas diligencias, esperar los informes periciales y...
—¡Basta, basta, no me agobie con su retórica oficialista! El jefe superior quiere informes encima de su mesa ya. Además, ha considerado imprescindible que hable usted con el portavoz para que éste pueda dar audiencia a la nube de periodistas que la han solicitado. Antes de que las filtraciones digan que ha sido la momia quien ha matado al fraile hay que actuar. De manera que, en cuanto salga de aquí reúnase con Enrique Villamagna, el nuevo portavoz.
—A sus órdenes, señor. Pero antes...
—¡Dios mío, Petra, cuando la he oído decir: «A sus órdenes señor» ya se me han alterado los pulsos! ¿Se puede saber qué quiere?
—Necesito una dotación especial de veinte hombres.
—¡Cojonudo! ¿Usted sabe lo que son veinte hombres? Ya puestos, ¿por qué no pedimos refuerzos a la policía montada del Canadá? ¿Y para qué necesita semejante batallón?
—Ha desaparecido la testigo que vio sacar el cuerpo del convento, señor. No hay manera de dar con ella.
—Pero ¿no era una mendiga? ¡Estará en cualquier parte!
—Ése es el problema, señor, que estará en cualquier parte y yo la necesito para interrogarla inmediatamente.
—Ya lo hicieron los Mossos d'Esquadra y al parecer estaba muy tronada, no pudo añadir mucho más de lo que dijo.
—No podemos renunciar a un interrogatorio más amplio y profundo, señor, y en otras circunstancias diferentes de las de una investigación que comienza, que no son las ideales.
Se pasó las manos por los ojos en un amago teatral de gesto desesperado.
—Está bien, inspectora, está bien. Le daré veinte hombres durante tres días. Ni uno más. Si después de ese tiempo no hay nada nuevo, siga con su equipo habitual.
—Muchas gracias, señor, es lo justo.
—Haga el maldito favor de dejarme calibrar a mí lo que es justo y lo que no lo es y vaya a redactar esos informes, pero después de hablar con Villamagna. ¿Está claro?
—Muy claro, señor.
Coronas no era un mal hombre, después de todo. En cuanto redactara el dichoso informe me dejaría en paz. La cadena de mando policial no era muy diferente de la cadena alimentaria; sólo que en nuestro caso, lo importante era obtener comida del de abajo para dar de comer al de arriba. Yo elaboraría el informe que serviría para dejar conforme al comisario que, a su vez, dejaría conforme al jefe superior. ¿Y de dónde sacaría yo el alimento?; de los subordinados que me esperaban en el despacho. En esa organización sencilla, surgían sin embargo parásitos extraños que necesitaban una pitanza suplementaria y especial cuyo destino era la prensa del país, el total de los ciudadanos, la
res publica
. Comprobé semejante anomalía en el momento en que Enrique Villamagna atajó mi paso sigiloso en medio del pasillo. Era pelirrojo como judas y casi tan interesado como él. Se había estrenado en el cargo sólo hacía unos meses y apenas si alcanzaba los treinta años. Había estudiado en la academia de policía al mismo tiempo que se licenciaba en periodismo. Por eso, y por sus muchas ganas de hacerlo bien, estaba considerado como un auténtico número uno. Pero su mayor peculiaridad, que a mí me parecía divertida, consistía en mostrarse como una verdadera personificación de la dualidad Doctor Jekyll y Mister Hyde. Quiero decir que en las ruedas de prensa aparecía como un buen chico, voluntarioso y atento, contestando con educación exquisita las preguntas de los periodistas. Para ello utilizaba un lenguaje ecléctico, a medio camino entre lo informativo y lo policial, que resultaba efectivo y moderno. Solía ir vestido para esas ocasiones con impecables trajes de corte actual que lo emparentaban con toda una generación de jóvenes ejecutivos de éxito indudable. Por el contrario, cuando circulaba por las comisarías al abrigo de las miradas exteriores, su aspecto remitía al de un
hooligan
después del partido: tejanos de bordes deshilachados, camisetas con algún logo impertinente y zapatillas deportivas. Su lenguaje entonces era el de un carretero. Nunca había visto un caso de doble faz tan natural y espontáneo.