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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (53 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—Voy a verlo de cerca yo también.

—Le espero aquí —respondí bien instalada en mi banco de madera. Desde allí iba mirando cansinamente aquella línea de gente corriente que aspiraba a ser testigo de lo extraordinario. De pronto, en una puerta lateral que me cogía lejos, apareció una mujer que creí reconocer. Era alta, fornida, llevaba pelo corto y un vestido negro con minúsculos lunarcitos. La miré a la cara intentando localizarla en mi mente y entonces ella me sonrió. ¡Era la madre Guillermina! ¿Era ella? ¡Imposible! Me quedé mirándola como una tonta, y entonces ella sacó unas gafas de su anticuado bolso y se las puso. ¡La madre Guillermina, Dios, era ella sin duda ninguna! Sólo que ya desmonjada y en plan secular. Me puse en pie, pedí perdón a los que tenía a derecha e izquierda y al volver a mirar había desaparecido. La busqué con los ojos y entonces la vi ya fuera del convento, cargada con una maleta y preparada para subir en un taxi que la esperaba frente a la puerta principal. No podía dar un grito llamándola, y llegar hasta ella en medio de tanta gente constituía una proeza casi imposible. Fui avanzando con dificultad, pero ella se internaba en el vehículo. Antes de hacerlo me miró, sonrió de nuevo e hizo el gesto de la victoria con el índice y el corazón de su mano derecha. Luego cerró la portezuela y el taxi arrancó. Me quedé plantada entre los fieles y sin saber muy bien lo que hacía, retrocedí y ocupé de nuevo mi lugar. Sentada otra vez en el banco me sentí emocionada y me eché a llorar. Una señora de edad que tenía a mi lado me dijo:

—No se preocupe, guapa, el beato ha quedado muy bien. Le han pegado todo con una especie de pegamento especial y no se le nota casi nada de los tajos. Además, como ya estaba muerto...

De repente me entraron unas enormes ganas de reír, pero no había motivo, para la madre Guillermina los problemas de la vida común acababan de empezar. Me contuve, y aprovechando que Garzón regresaba de rendir su homenaje personal, le dije antes de darle tiempo a sentarse:

—Larguémonos de aquí.

Una vez en la calle aspiré el aire limpio y seco con toda la fuerza de mis pulmones. El subinspector se quedó mirándome.

—¿Se encuentra mal?

—No, me encuentro muy bien.

—Tiene los ojos como si hubiera llorado.

—Ha sido la emoción de ver a fray Asercio tan apañado, listo para tirarse otros quinientos años haciendo la horizontal.

—Usted se lo toma a cachondeo, pero la ceremonia ha estado muy bien. Todos esos curas disfrazados de gala, las monjas arreándole al cántico, los cirios apestando, la momia repeinada... Voy a decirle al comisario que la próxima fiesta del patrón la celebremos aquí.

—¿Pero usted se cree que esto es una especie de salón para bautizos y comuniones?

—¡A ver, seguro que pagando te dicen que sí!

—No sea herético, Fermín. Y salgamos de este barrio. He llegado a detestar estos claustros. ¡Le invito a comer! ¿No le apetecería una buena comida repleta de calorías y colesterol?

—Puede apostar a que sí.

—Entonces, marchando.

—¿Qué celebramos, la recuperación del beato?

—Al beato déjelo dormir. Celebraremos el despertar de los que aún están vivos.

—Eso es raro.

—Pero profundo.

—No se lo voy a discutir.

—Para discutir ya encontraremos otros temas.

Y allá que fuimos. Comimos, bebimos, discutimos, nos reímos... Me sentía bastante feliz. Al final, la vida no sólo tiene recodos, laberintos, pasadizos, túneles y esquinas donde uno se queda atrapado sin salida. Hay también caminos, avenidas, descampados, praderas y horizontes que explorar. Todo consiste en no tener miedo, en echar a andar por ellos sin volver nunca la cara hacia el pasado.

Alicia Giménez Bartlett, 2009

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