El silencio de los claustros (49 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿La superiora?

—Sí, quería hablar contigo. Le he dicho que estabas durmiendo. Ha dicho que muy bien.

—Pero... —la enormidad de lo que estaba sucediendo me impidió hablar. Le arrebaté el teléfono y llamé a la madre Guillermina. Tardaron un poco en localizarla, pero al fin llegó.

—Venga en cuanto pueda al convento, inspectora. Es urgente que hable con usted.

—Enseguida estaré ahí.

—Tómese su tiempo. No me moveré.

Marcos puso delante de mí un café con leche humeante y unas tostadas recién hechas.

—Desayuna, por favor.

—Marcos, ¿cómo has podido?...

—El teléfono sonó al menos cinco veces al lado de tu oído. No te despertaste. Entonces lo cogí. Te vi tan destrozada que me pareció prudente dejarte dormir un rato más.

—¿Prudente, te pareció prudente? Estoy en medio de un caso que es un laberinto horroroso, recibo una llamada importante y sólo se te ocurre dejarme dormir.

—Petra, no me pidas que la seguridad de los ciudadanos sea lo fundamental para mí. Para mí, lo más importante eres tú.

—Pero, debes comprender que...

—Ya comprendo todo lo que debo comprender. No soy ningún estúpido, tampoco un niño. De modo que volvería a hacer exactamente lo que he hecho. La superiora sabe esperar, y tú tendrías que aprender a hacer lo mismo. Y ahora me voy al estudio. Por cierto, yo de ti desayunaría y tomaría una ducha. Con el aspecto que ofreces en este momento dudo que te dejen entrar en ninguna parte, ni siquiera en tu propia comisaría.

Salió sin síntomas de haberse enfadado. Marcos creía entender pero no entendía nada, no tenía ni idea de lo que es la práctica policial, de la inmediatez que exige, de la dedicación. Claro que a lo mejor yo estaba exagerando y empezaba a caer en un defecto que siempre había criticado en los demás: la mitificación del trabajo. Sólo el trabajo es importante, nada puede esperar y nosotros somos imprescindibles para que todo vaya bien. No, un poco de calma, quizá mi impávido marido llevaba razón y lo más recomendable era zamparse aquel desayuno sustancioso, reponer fuerzas, darme una ducha bien caliente, cambiarme la ropa arrugada y pestilente a humo de cigarrillo. Puede que así consiguiera llegar a mi cita pareciéndome un poco a quien era.

Funcionó. Desde el coche llamé a Garzón, que ni siquiera se mostró sorprendido porque me incorporara a mis quehaceres un poco más tarde.

—Quiero que venga conmigo al convento, Fermín. A ver qué sorpresa nos tiene preparada la madre Guillermina.

—¿Y Miguel Lledó?

—Que nos espere en la sala de interrogatorios, así irá templando los nervios.

La portera nos abrió. Había vuelto a su ánimo habitual, muy parecido al de una lechuza. Nos condujo hasta el despacho de la superiora. Ésta no nos dio permiso para pasar como solía, sino que se presentó personalmente en el quicio de la puerta. Enseguida comprendí la razón, toda la habitación se encontraba invadida de humo, cosa que pretendía ocultar a ojos de la portera. Miró a Garzón con desconfianza y nuevamente tuve que interceder por él.

—El subinspector está al tanto de todo.

—Lo sé, lo sé, pero justamente hoy era necesario que habláramos de mujer a mujer. Tengo dudas de poder decir nada en su presencia. Perdóneme, señor Garzón, no es nada personal, se trata de una cuestión de costumbres, de educación. No me veo con ánimos de contar en su presencia lo que debo.

—No se preocupe, esperaré fuera.

—Para esperar fuera vaya a comisaría, tiene trabajo. Luego nos vemos allí —le indiqué.

Nos quedamos las dos mujeres frente a frente. La monja se quitó las gafas, se las puso de nuevo, encendió un cigarrillo, lo apagó. Su rostro estaba contraído y acalorado. Por fin encontró fuerzas para hablar.

—Inspectora, lo que tengo que confesarle es muy grave. Probablemente recibiré una amonestación de la superiora provincial por no haberle pedido permiso antes de citarla a usted; pero no puedo vivir con eso en la mente ni un momento más.

—Hable, la superiora no tiene por qué enterarse.

—Ayer, cuando usted se marchó... bueno, decidí hacer algo extremo y llamé a las hermanas una por una para presionarlas y que me dijeran si sabían algo sobre el caso que yo ignorara. Me entrevisté con cinco de ellas sin resultados, pero a la que hacía seis... la hermana Bárbara, que cuida de la enfermería... la hermana Bárbara se echó a llorar y entre llantos y lamentos me contó algo terrible —se quedó callada, bebió agua. Parecía incapaz de seguir.

—¡Dígame lo que sea, hermana, por Dios!

—La hermana Bárbara ayudó a la hermana Pilar a abortar. Dicho de otra manera, le provocó un aborto voluntario. Un pecado innombrable contra la ley de Dios.

El estupor me impedía preguntar. Me rehíce, pero la cabeza me daba vueltas.

—¿Quiere repetirlo, por favor?

—No, no me haga decirlo otra vez. Me ha entendido a la perfección. La hermana estaba aplastada por el peso de la culpa y, cuando la presioné, explotó. Acusó a la hermana Domitila de estar involucrada en el mismo abominable asunto.

—Siga, se lo ruego.

—Llamé a la hermana Domitila, la interrogué, pero no admitió nada de cuanto era acusada. Entonces las puse juntas a las dos y... bien, fui incapaz de continuar. La hermana Bárbara la señalaba como instigadora principal, Domitila la llamaba loca. Creí que lo indicado era mandarles a ambas que se recluyeran en sus celdas y llamarla a usted.

—¿Sabe si...? —mi teléfono nos interrumpió. Era el subinspector, recién llegado a comisaría.

—Inspectora, tiene que personarse inmediatamente en el número 24 de la calle Sant Eloi, en la Zona Franca, es un almacén. Yo voy para allá con un operativo de cinco hombres. Miguel Lledó ha confesado. Al parecer su hermano está allí con la monja.

—¡Bien! —exclamé entrecortadamente—. ¿Cómo lo ha conseguido, Fermín?

—No he sido yo, inspectora, fue Sonia. Cuando llegué estaba hablando con el sospechoso y enseguida me comunicó que había cantado. Es como lo oye.

El papa asomándose a su balconcillo disfrazado de travestí, el presidente de Estados Unidos disolviendo la CIA, un orangután descubriendo una vacuna anticáncer. Nada, nada hubiera podido sorprenderme más que las dos noticias que acababa de recibir: la hermana Pilar abortando y Sonia convertida en una policía sagaz. Me volví hacia la madre Guillermina y aún tuve cordura para ordenarle:

—Madre, cierre usted este convento a cal y canto, ¿me oye? Que nadie entre ni salga de aquí. Han localizado al sospechoso y a la hermana Pilar.

—¿Ella está bien?

—Aún no lo sabemos. No se preocupe, la llamaré. De momento voy a poner dos policías en la puerta del convento; de paisano, para que no haya escándalo.

—El escándalo ya me da igual.

—En cuanto pueda regresaré.

Volé hacia la dirección de la Zona Franca sin la seguridad de que allí fuera a encontrar nada. Era como si no acabara de creer que todo aquello fuera cierto, como si me sorprendiera llegar a una solución después de haberla esperado tanto. Desde el principio me había parecido obvio que Miguel Lledó conocía el paradero de su hermano, y era casi seguro que, sometido a presión, tarde o temprano acabaría por revelarlo. Sin embargo, ¿Sonia había conseguido socavar su resistencia? ¿No le habría dicho el sospechoso cualquier cosa con tal de quitársela de encima? Al mismo tiempo que mi mente iba elaborando una muralla de escepticismo, se ocupaba de clasificar el nuevo dato recibido, que era crucial. Pero ¿dónde encajarlo para que todo el conjunto cobrara lógica y continuidad? La hermana Pilar había abortado ayudada por una especie de monja enfermera, y ahora se encontraba junto a Juanito Lledó. Tuve que apartar todos los pensamientos que asaltaban mi cabeza, porque temí pasar algún semáforo en rojo causando un atropello.

En el lugar indicado me encontré con el subinspector y dos policías que había llevado con él. Iban todos armados.

—Inspectora, la estábamos esperando. El almacén está cerrado y externamente no se aprecia vida en el interior. ¿Nos preparamos para entrar?

—Adelante —dije como en sueños, e inmediatamente saqué mi Glock.

Uno de nuestros hombres descerrajó la puerta metálica con facilidad. Metí la cabeza. Un poco de sol se filtraba por los sucios ventanales y descubría una gran nave aparentemente vacía. El polvo bailaba en el aire. Entramos todos con las armas en la mano y nos pegamos a la pared.

—Vamos avanzando —ordené—. Pero tengan cuidado con lo que hacen. No hay evidencia de que el hombre vaya armado.

Nos desplegamos por toda la superficie con cautela y celeridad. Al fondo había dos puertas cerradas, que eran nuestro objetivo. Me acerqué a la primera y dejé oír mi voz.

—¿Hay alguien ahí? ¡Abran, les habla la policía!

Las palabras flotaron unos segundos provocando un eco fantasmal. Ninguna respuesta. Lo intenté de nuevo.

—¡Abran, policía, sabemos que están ahí!

Silencio total. Garzón se situó a un lado de la puerta, yo al otro y los dos policías adoptaron la misma posición en la puerta contigua. Les hice señas para que todos alzaran la voz. Se produjo un coro desmadejado de gritos: ¡abran, policía! En medio del guirigay di orden con la cabeza para que el más fornido de nuestros hombres se pusiera en acción. Con un ímpetu que no necesitó preparaciones, se colocó frente a la primera puerta y descargó un patadón monumental sobre el picaporte. La puerta cedió. Sin esperar ni un segundo hizo idéntica operación brutal en la otra puerta, que se abrió también. Atenazando la pistola con ambas manos me planté frente a la primera habitación. Allí, en un rincón, ligados en un abrazo apretado que confundía sus cuerpos, estaban Juanito Lledó y la hermana Pilar.

—¡Vengan, todos aquí! —dije con un alarido.

Los dos hombres y Garzón, todos con la pistola desenfundada, se plantaron a mi lado, luego rodearon a los recién hallados. En ese momento, la hermana Pilar gritó también:

—¡No le hagan daño, por favor!

Los policías se acercaron y estiraron del cuerpo de la novicia, pero inútilmente, Lledó no la soltaba. Garzón le puso la pistola en la cabeza al sospechoso y graznó:

—¡Suéltala, apártate de ella!

La monja suplicaba, llorando:

—¡Déjenlo, no va armado!

Lledó tenía la cara encarnada, los ojos cerrados y toda su reacción se centraba en mantener a Pilar pegada a él, más protegiéndola que reteniéndola. Entonces me di cuenta de que ella lo abrazaba también, llorando, y que empezó a darle pequeños besos, intentando calmarlo.

—Mi amor, mi amor —susurraba con desespero. Me adelanté e hice que los hombres se quedaran en segunda línea. Intenté que mis palabras sonaran tranquilas.

—Acompáñennos a comisaría. No les haremos daño.

La hermana hizo el primer movimiento para desembarazarse de él, pero no parecía fácil. Juanito negaba con la cabeza y me percaté de que parecía hipnotizado. Poco a poco la monja se fue apartando, se puso en pie. Entonces el chico abrió los ojos y se levantó de improviso, intentó saltar sobre ella, pero nuestros policías lo inmovilizaron. Se puso a gritar salvajemente como una fiera caída en una trampa. Todos, incluido el subinspector, eran pocos para sujetarlo. Yo también tuve que tomar a la monja por los brazos, llevárselos a la espalda y mantenerla quieta, evitando que llegara hasta él. Fue entonces cuando Pilar bramó entre lágrimas:

—¡Déjenlo! Mataron a nuestro hijo, lo mataron. ¿Qué más pueden hacernos? ¡Díganme!

Uno de los policías me llamó desde la segunda habitación que habíamos abierto.

—¡Mire, inspectora!

Garzón y yo corrimos hasta allí. Al llegar descubrimos una especie de palo de madera rodeado de sábanas viejas. Una inspección más atenta nos reveló que se trataba del beato fray Asercio de Montcada.

Indiqué a los hombres que llevaran a Juanito y Pilar a comisaría en dos coches distintos, con la máxima seguridad. Lledó fue esposado. El subinspector y yo regresamos al interior.

Nos quedamos un buen rato en silencio, frente a la momia. Lo que al principio nos habían parecido sábanas viejas eran sacos de plástico blanco, en los que se leía: «Patatas de Galicia».

—¡Joder! —exclamó mi compañero por todo comentario. Luego siguió callado. Fray Asercio había sufrido un deterioro sustancial. Aparte de los miembros cercenados, tenía arañazos en el acartonado rostro y el hábito rasgado en varios lugares. De repente le dije a Garzón:

—¿Ha visto, subinspector? Este guiñapo asqueroso parece un símbolo de la España de otros tiempos: rota, pobre, ridícula...

—No se me ponga retórica, Petra. ¿Usted entiende un carajo de todo esto?

—Creo que sí.

—Pues haga un esfuerzo y cuéntemelo.

—Primero tengo que cumplir con el deber.

Saqué mi teléfono móvil y llamé a Coronas.

—Comisario: ya tenemos a Lledó y a la hermana Pilar, que se encuentra bien.

—Perfecto, Petra, algo he oído por aquí. ¿Y la momia?

—Está en nuestro poder. Cuando venga tráigase a alguien que la pueda manipular y una camilla para cargarla.

—De acuerdo, enseguida llegaré. Por cierto, Petra, ¿está en condiciones de explicarlo todo?

—Aún no, señor. De hecho, cuando usted venga Garzón y yo ya no estaremos aquí. Hay interrogatorios que ultimar.

—Muy bien. Entonces aún es pronto para convocar a Villamagna.

Colgué. Me volví hacia mi subalterno y le dije:

—¿Sabe lo que parece interesarle más al jefe? Cuándo se organiza la próxima rueda de prensa con el portavoz.

—Por lo que llevo visto, los periodistas se van a hinchar, ¿no?

—Tendrán para una novela por entregas.

—¿Tanto?

—Espere un poco y verá.

17

La hermana Pilar hizo muchas preguntas antes de contestar las nuestras. Quería saber qué le ocurriría a Lledó, de qué sería acusado, cuántos años podían caerle, qué abogado le adjudicarían y hasta qué punto el testimonio que ella proporcionara podía obrar a su favor o en su contra. Por lo que le concernía más directamente no parecía sentir interés. Para que fuera consciente de la situación le advertí:

—También hay acusaciones en contra de usted, hermana Pilar; me gustaría que tuviera eso presente.

—Deje de llamarme hermana Pilar. Mi nombre es Pilar Tolosa.

Cuando la habíamos encontrado en el almacén de la Zona Franca aún llevaba el hábito, pero se había quitado la toca. Me llamó la atención su pelo corto, que le daba un aspecto a lo Juana de Arco. Ahora, Yolanda se había brindado a traerle un vestido de su talla y parecía una chica corriente. También su carácter me daba la impresión de haber cambiado. Se comportaba de modo enérgico y decidido, como si no quedara en ella ni un rasgo de la monjita tímida y callada que habíamos conocido. Estaba deseosa de hablar, y lo hacía a borbotones, como si todas las palabras retenidas durante tanto tiempo quisieran fluir a la vez. El primer nombre propio que pronunció fue el que yo esperaba.

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