Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Es un poco pronto para saber si esas teorías nos serán útiles en la investigación; pero en cualquier caso esperamos contar siempre con sus valiosos conocimientos, hermana.
La cara se le iluminó. Siguiendo el patrón jerárquico, le dije a la madre que podía darle permiso para retirarse. Cuando nos quedamos solas la superiora encendió un cigarrillo
ipso facto
.
—Esta hermana vale su peso en oro, se lo aseguro. Es sabia, pero al mismo tiempo voluntariosa y humilde. No teniendo bastante con el trabajo regular que le he asignado y con tutelar a la hermana Pilar en sus estudios, a veces se ofrece para tareas de limpieza o para ayudar a la hermana portera con la intendencia. Para mí todas las monjas son iguales, pero sé reconocer los valores que puso Nuestro Señor en algunas de nosotras, y esta hermana Domitila es un orgullo para el convento, créame.
Sin hacer mucho caso de los halagos que profería con cierta dignidad maternal, le pregunté de pronto algo que ya sabía, pero que quería oírle decir una vez más.
—Oiga madre, ¿y toda esta historia del adecentamiento del beato de quién partió en realidad? ¿Cómo se le ocurrió un buen día organizar los trabajos?
—Fue una orden que vino de la superiora general. Esa orden, que incluía el inventario de tesoros y documentos, no afecta sólo a nuestro convento, sino a todos los de la orden.
—¿Y dónde está la priora general?
—En nuestra casa madre. Sólo viene una vez cada año, y algunos años ni eso; pero todas las superioras tenemos que reportarle cada trimestre.
—¿Sabía su benefactor que se estaban realizando esos trabajos?
—¿El señor Piñol? Pues sí, se le informó porque a todos los que colaboran con nosotras les pedimos una derrama para pagar las investigaciones; lo que buenamente nos pudieran dar. Pero de verdad le aseguro que no entiendo por qué me pregunta por el señor Piñol. Y tampoco entiendo las preguntas sobre la Semana Trágica o la guerra civil. ¿Por qué no me lo cuenta todo, inspectora?
—No podría en este momento porque, sinceramente, no sé nada aún. Cuando tenga las ideas más claras le prometo que le contaré.
Me levanté y al tiempo que lo hacía, ella pulsó el timbre y dijo:
—Pero, inspectora, aún no puede irse. No se ha tomado el té. ¿Tan horrible lo encuentra?
Me excusé y tragué de un golpe un té ya frío y que, efectivamente, dejaba bastante que desear. Para entonces ya tenía a la hermana portera esperándome para custodiarme hasta la salida adonde sin perder ni un minuto más, me encaminé.
Había silencio absoluto cuando llegué a casa. Mientras vivía sola, después de una jornada de trabajo tan estresante como aquélla, solía servirme un whisky e intentar poner orden en todo cuanto había sucedido. Sin embargo, ahora sólo tenía ganas de acostarme para notar el cuerpo caliente de Marcos cerca de mí. Claro que si me metía en la cama con la cabeza llena de interrogantes en estado puro, probablemente mis ojos no se cerraran en una hora o dos. Decidí ir a la cocina, servirme un vaso de leche y acudir al ordenador para conectarme a Internet. Así lo hice y frente a la pantalla, siempre servicial, tecleé las palabras «quema de conventos en España». Me sorprendió la cantidad de «sitios» en los que se daba cuenta de esos acontecimientos. Navegué por ellos, sin un objetivo claro. Había páginas de libros de historia, trabajos universitarios, fragmentos de revistas... y extrañamente, un montón de foros de debate. ¿Foros de debate sobre un tema tan antiguo? Entré en varios de ellos y mi sorpresa no hizo sino crecer. Posturas radicales a favor y en contra de tales hechos históricos, daban lugar a réplicas y contrarréplicas cada vez más subidas de tono ideológico. Se leían cosas como:
«Las hordas de trabajadores y descamisados cometieron tropelías sin cuento entre los monjes de las comunidades religiosas durante la Semana Trágica. Excitados por los cabecillas anarquistas y comunistas, no se limitaron a prender fuego a los sagrados edificios, aniquilando las riquezas históricas, saqueando los objetos de oro y plata y profanando las reliquias. No, se cuenta que en algunos conventos los frailes fueron sometidos a todo tipo de sevicias, torturas y humillaciones antes de ser asesinados.
»Por ejemplo, en el convento de Sant Felip Neri, un fraile fue azotado con un crucifijo hasta la muerte. En el de las clarisas, una monja fue violada y después sodomizada con un enorme cirio en público. Por ejemplo, en los Jesuitas de Sarrià, a un joven e inocente novicio le cortaron los genitales, que le fueron introducidos en la boca junto a todas las hostias consagradas que se guardaban en el sagrario».
¡Qué barbaridad!, pensé, ni al marqués de Sade le funcionaba la imaginación perversa de un modo tan tempestuoso. El otro extremo resultaba igualmente pintoresco. Leí:
«La Semana Trágica fue una auténtica y comprensible revolución y las represalias contra la Iglesia actos de pura justicia popular. Aparte de estar de acuerdo y tener connivencia con todos los capitalistas y fuerzas políticas de involución, en los conventos sucedían habitualmente cosas terribles. En ellos había talleres manuales donde los trabajadores eran obligados a completar jornadas extenuantes sin cobrar nada. Lo único que solían percibir era un menguado sustento consistente en pan y un trozo de tocino. En los conventos de monjas se recogía a niñas huérfanas y también se las explotaba sin piedad, incluso sexualmente. No es extraño pues que la gente reaccionara en contra de tanta ignominia. Además, las cifras de conventos incendiados tanto durante la Semana Trágica como durante la guerra civil se ha exagerado para culpabilizar al pueblo».
¡Dios!, aquello era como Radio Tirana en sus buenos tiempos. Todos aquellos
chats
contenían insultos y descalificaciones del contrario: «¡Facha!», «¡Malditos comunistas!», etc., etc., eran términos normales en aquellas conversaciones virtuales. Tuve que restregarme la cara varias veces. ¿Era aquello Internet, la vía más moderna de comunicación? ¿Estábamos en el siglo XXI, en plena era digital? ¿De dónde salían pues aquellas pandas de dinosaurios, enzarzados en discutir la historia como si se tratara de una cuestión palpitante y actual? ¿Aún estábamos así, enfrentados como siempre? ¿Qué pasaba con la Transición, con la democracia, con España el país moderno y multicultural? Sentí una corriente de desánimo física, orgánica. Quizá no era ninguna tontería seguir la pista histórica en nuestro caso de doble asesinato. En España la historia seguía sangrantemente viva. Todavía éramos capaces de darnos de palos discutiendo si el Cid Campeador era un héroe o un villano, si existió de verdad el glorioso apóstol Santiago.
Oí la voz de Marcos detrás de mí.
—¿Aún estás trabajando? ¡No te lo voy a permitir! Vamos a la cama, alguna vez tendrás que descansar.
Estaba en pijama, con cara de sueño, pero yo me encontraba en plena conmoción y le conté lo que me conturbaba. Me escuchó en silencio, frotándose los ojos cada dos por tres.
—¡Ostras, Petra, lamentos por la patria a estas horas de la noche! No sé si estoy en el mejor momento para meterme en el tema.
—Es que estoy preocupada, de verdad. Me da terror que las cosas hayan cambiado mucho menos de lo que creemos.
—Las guerras civiles dejan secuelas durante años, muchos años. Sin embargo, yo de ti no me preocuparía demasiado. Los que continúan con ese tipo de dialéctica son cuatro marginales a quienes nadie da crédito.
—¡Pues hay un montón de entradas en Internet!
—En Internet está lo bueno y lo malo, pero sobre todo hay pirados que se suman a los
chats
para decir sandeces.
—¿Tú crees que nuestro asesino puede ser uno de esos marginales obsesionados con la historia?
—Puede ser.
Nos quedamos mirándonos en silencio. Sonreí con cansancio. Entonces Marcos me tomó de la mano y me arrastró.
—Basta. ¡A la cama!
—No conseguiré dormir.
—¡Por supuesto que dormirás! Te hace falta descanso y dejar de pensar en el caso durante al menos unas horas. Afortunadamente mañana es fiesta.
—Es verdad, no me acordaba.
—Y cenamos en casa de Garzón, con los niños.
—¿Cómo?
—De eso tampoco te acordabas, por lo que veo. Me ha llamado Beatriz, nos esperan a las nueve.
—¡Ahora sí que no dormiré!
—Mejor, pasaremos toda la noche haciendo el amor.
Pero me dormí enseguida, abrazada a su pecho. Es difícil pensar en guerras fratricidas cuando el calor de otro cuerpo te envuelve.
Marina me dio un buen susto cuando la encontré deambulando por el pasillo.
—¡Eh, no sabía que estabas aquí!
—Me trajo anoche papá. Pero como tú llegaste tan tarde no pudiste verme.
—Claro.
Me desplacé cansinamente hacia la cocina con la intención de prepararme un café y ella me siguió como un perro faldero.
—¿Tienes sueño?
—Estoy cansada. Ayer fue un día muy duro.
—¿Ya vais a coger al asesino?
—Sí, está al caer.
—Ha matado a una señora, ¿verdad?
—¿No crees que ves demasiada televisión?
—Yo no lo vi, lo vio Hugo y me llamó por teléfono para contármelo.
—¡Ah, vaya, qué detalle! ¿Tú has desayunado ya?
—No.
—Te prepararé un vaso de leche.
Se sentó a la mesa de la cocina y puso dibujos animados en la televisión. Coloqué nuestros desayunos sobre el mantel y me senté a su lado.
—He sacado muy buenas notas en el colegio —exclamó por las buenas.
—¡Ah, qué bien!
—Como ayer no nos vimos no había podido decírtelo aún.
Estaba segura de que su tono aparentemente neutro contenía cierto reproche y sentí un súbito cabreo. Ninguna mocosa iba a pedirme cuentas en mi propia casa sobre mis horarios de llegada. Me disponía a contestarle algo impertinente, pero decidí callar. Ella era lista como una gata salvaje y notó perfectamente mi cambio de humor. Añadió cautamente:
—Claro que, como tienes tanto trabajo, no me extraña que llegaras tarde.
Cambié de conversación.
—¿Dónde está tu padre?
—Ha subido a su estudio. A pesar de estar cansada, ¿te encuentras bien, Petra?
No sabía adónde quería ir a parar, pero decidí bloquearle todos los caminos.
—Me encuentro a la perfección. Es más, se trata de una de las mañanas de mi vida en las que me he encontrado mejor, ¿de acuerdo?
Sonrió imperceptiblemente y siguió desayunando, mientras yo me concentraba en mi café intentando no oír las voces atipladas y estridentes de los personajes televisivos. ¡Cielos!, si alguien me hubiera dicho sólo un año atrás que pasaría una mañana de sábado sentada junto a una niñita rubia viendo un programa infantil le hubiera dicho que estaba en fase de
delirium tremens
. La vida es extraña y acaba llevándonos por sendas que habíamos jurado no transitar.
—¿Y el subinspector, se encuentra bien el subinspector?
—¡Marina! ¿Se puede saber a qué viene todo este interrogatorio sobre los estados de salud?
—Es que pensé que si los dos habíais tenido mucho trabajo esta semana y estabais flojos, a lo mejor no iríamos a cenar a casa de él y Beatriz esta noche.
—¡Ah!, ¿es eso? Sí, sí que iremos.
—¡Bien! ¿Les vais a llevar algún regalo?
—Flores, supongo, y quizá una botella de champagne o cava.
—Yo he hecho un dibujo para él. ¿Quieres que te lo enseñe?
Salió a toda prisa hacia su habitación y yo aproveché para tomarme una aspirina porque había empezado a dolerme la cabeza. Al cabo de un instante regresó con una hoja de papel en la mano que me mostró, muy orgullosa. Había dibujado para el subinspector un hermoso cuadro alusivo, pintado con profusión de colores. En él se representaba a un hombre regordete y de poblado bigote, pertrechado con un pistolón como aquellos con los que se batían en duelo los antiguos. El hombre en cuestión lanzaba desde su arma una ráfaga de llameante fuego contra el que parecía ser un ladrón con gorra, antifaz y que iba cargado con un saco. El pobre caco recibía el impacto en plena cabeza y, para que no quedaran dudas sobre el resultado que provocaban las balas, un surtidor de materia inconcreta coloreada de gris subía hacia las nubes esparciéndose en diversas direcciones. Debían de ser los sesos. Todo el conjunto había sido orlado con gotas de sangre muy roja, de la que también podía verse un charquito en el suelo. Observé el dibujo, impasible.
—Es el subinspector —aclaró Marina ante mi falta de reacciones.
—Ya. ¿En acto de servicio?
—Sí —contestó muy ufana.
Hubiera debido disuadirla de que se presentara en casa de nuestros anfitriones con semejante obsequio. Seguramente era mi deber recalcarle por enésima vez que la labor de un policía no es matar, y mucho menos a un ladrón desarmado e incapaz de defenderse debido al tremendo lastre de un saco lleno de mercancía. Sin embargo, no lo hice. Decidí que Garzón probara los cruentos frutos de su peculiar «instrucción pedagógica». Le resultaría muy útil comprender lo peligroso que es jugar con niños en temas de trabajo. Además, yo lo pasaría en grande asistiendo a la entrega del obsequio. Así que, maquiavélica, me limité a preguntar:
—¿No le has puesto ningún título?
—¿Tiene que tener título?
—Los cuadros suelen llevarlo.
—No se me ocurre ninguno.
—¿Qué te parece
El subinspector Garzón y el imperio de la ley
?
Se quedó un buen rato pensativa. Luego dijo:
—Me gusta más lo que habías dicho antes:
El subinspector Garzón en acto de servicio
.
—También servirá —sentencié satisfecha.
—Para hacerse policía hace falta ser muy valiente, ¿verdad, Petra?
—Ser policía es muy duro, un oficio de locos, créeme.
—Pues a mí me gustaría.
Recordé los ruegos de su madre.
—¡Ah, no, Marina, eso sí que no! Puedes llegar a ser cualquier cosa: ingeniera aeronáutica, gondolera, fotógrafa especializada en avestruces... lo que quieras, pero policía, no. Es mi consejo, hazme caso.
Se quedó un rato callada y luego replicó con toda tranquilidad:
—Entonces a lo mejor puedo estudiar para bombera de las que apagan fuegos peligrosos, o para agente secreta, o también para médica de las que hacen autopsias, o para detective privada, ¿no, Petra?
Di un sorbo resignado a mi café. ¡Dios mío, ya no tenía ánimos para impartir más doctrina didáctica!, así que, mirando sus ojos inquisitivos y a la vez serenos, respondí: