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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (21 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—Inspectora, lamento mucho tener que molestarla, pero ha dicho Coronas que si no interrogamos al psicópata en el plazo de dos horas nos podemos considerar relevados del caso.

—¡El puto psicópata! Está bien, dígale que lo haré yo. ¿Dónde está?

—En la sala de interrogatorios, custodiado por Domínguez. Lo reconocerá por el gorro de Napoleón.

—Muy gracioso.

Domínguez se ofreció a quedarse conmigo durante el interrogatorio para garantizar mi seguridad. Lo hice salir con gesto firme. Como aquel hombre era nuestro psicópata oficial todo el mundo parecía olvidar que el día anterior se paseaba por la calle tranquilamente.

Miré a la cara del presunto loco, que tenía un aspecto corriente, si bien parecía asustado.

—Hola, Isaac. ¿Sabe usted por qué está aquí? —le pregunté sin disimular mi mal humor.

—Sí, porque creen que he matado a un fraile.

—Eso es. ¿Y lo hizo?

—No, yo nunca mataría a nadie, y menos a un fraile porque creo mucho en Dios.

—¿Dónde estaba la noche del crimen?

—En el casal del Ayuntamiento de Rius y Taulet. Los del taller ocupacional preparábamos el escenario de una función de teatro que se hacía al día siguiente. Estuvimos hasta la madrugada.

—¿Hay alguien que pueda testificarlo?

—Sí, todos mis compañeros del taller, también la profesora.

—Bien, de acuerdo. ¿Sabe cuál fue el arma del crimen?

—Lo he leído en el periódico. ¿Una navaja?

—No, no fue una navaja. ¿Cómo se gana la vida, Isaac?

—Como estoy mal de la cabeza cobro una pensión. También trabajo en un taller educacional y me pagan un poco. Oiga, inspectora, si digo que al monje lo he matado yo, ¿saldré por televisión?

—¿Para qué quiere salir por televisión?

—Para decir a la gente que vayan a misa y recen.

—Oiga, Isaac: tiene una casa, un trabajo, quizá hasta amigos. Voy a darle un consejo: olvídese de la religión, de los ángeles y los santos. Bébase una cervecita de vez en cuando y tome el sol los domingos. Eso es mucho, créame. Y olvide si los demás van a misa o se condenan.

—¿Ya se va?

—Sí, voy a hablar con su médico de cabecera. No creo que pase mucho rato antes de que pueda marcharse a casa.

Salí de la comisaría sin decir nada a nadie. Fui al hospital de día donde estaba adscrito el psicópata. Hablé con su psiquiatra, con las enfermeras, con los cuidadores de las sesiones de grupo. Naturalmente todos coincidieron: Isaac en ningún caso hubiera podido matar a nadie, ni a un fraile ni a un descargador de muelle. Estaban dispuestos a declararlo y firmar. Me dirigí después al taller ocupacional donde Reverter acudía. Todos corroboraron su versión de la noche del crimen. No necesitaba más. Llamé a Garzón.

—Pueden soltar al psicópata, Garzón; ya hemos perdido bastante tiempo.

—¿Está segura, inspectora?

—Bajo mi responsabilidad.

—De acuerdo, inmediatamente.

Al ir a tomar el coche, me quedé un momento pensativa. ¡Qué desastre era todo aquello! Isaac, pobre diablo. Lo habíamos sacado de su rutina habitual que quizá era lo único que lograba estabilizarlo. Y todo a sabiendas de que las posibilidades de que hubiera cometido el crimen y robado la momia eran prácticamente nulas. ¡Vaya mierda! Me sentí invadida por una enorme tristeza, un desánimo total. Miré a mi alrededor. Estaba en el barrio del antiguo hospital militar. Busqué un bar con la mirada. Enseguida lo encontré. Por fortuna España es lugar de bares cutres en cada esquina. Aquél era prototípico: televisión a todo volumen, máquina de juegos a pleno rendimiento, un camarero que apilaba platos limpios con estruendosos impactos auditivos... ¡perfecto! Sólo con una cerveza ya me resultaría imposible pensar. Me tomé dos. Estuve a punto de no contestar la llamada de mi móvil, pero cuando ya había sonado cinco veces me arrepentí. Se trataba de Sonia.

—Inspectora, resulta que he encontrado otro enfermo psiquiátrico que me parece bastante sospechoso. Pero no sé si decírselo al doctor Beltrán, como ya están interrogando a uno, quizá...

—Sonia.

—Sí, inspectora.

—Incorpórate inmediatamente al operativo de búsqueda de la testigo.

—¿Y abandono la misión que me encomendó?

—Sí. ¡Ah, y otra cosa! Procura no ponerte delante de mí en tres días. ¿Me has entendido?

—Yo...

—Y si ves que vamos a cruzarnos por un pasillo, da media vuelta. ¿De acuerdo?

—Sí, inspectora —la oí decir con un hilo de voz.

Luego pagué al espantado camarero, que me había estado escuchando, y salí del bar. No estaba más reconfortada, pero al menos había recuperado la voluntad: me iba a casa.

Al llegar tomé una nueva decisión: aparcaría a un par de calles de distancia para poder caminar aunque fuera sólo un poco. No me parecía adecuado presentarme ante Marcos en aquel estado de enojo y turbación mental. Mis pasos resonaban en la calle oscura. Poco a poco fui recuperando cierta paz. Al torcer la última esquina vi que se me acercaba de modo muy directo una mujer. Retrocedí un paso y esperé. Como ya llegaba hasta mí eché mano del bolso para sacar la pistola. Ella se dio cuenta del movimiento y dijo en voz alta:

—Petra Delicado.

—¿Quién es usted?

Se acercó hasta que pude verla.

—Soy Silvia, la madre de Marina. Sólo quiero hablar un momento con usted.

—Oiga, Silvia, no quisiera ser grosera, pero...

—Será un minuto. ¿Quiere que tomemos algo en aquel bar?

No tenía más remedio que aceptar. Quizá sería una buena idea pedirle que no volviera a importunarme nunca más. Cruzamos a la acera de enfrente y nos acodamos en la barra del bar. Yo pedí una cerveza y ella un agua mineral que ni siquiera hizo ademán de tocar.

—En primer lugar, decirle que lamento haber sido grosera el otro día por teléfono.

—Sí, yo también fui grosera. En cualquier caso, si lo que tiene intención de decirme es que no quiere que su hija vuelva nunca más a una comisaría, le aseguro que no es necesario. Ya me encargaré yo de que sea así.

—Es algo más que eso. Lo cierto es que Marina la aprecia mucho. Me da la impresión de que usted tiene mucho ascendente sobre ella.

—Si es así, no se trata de algo que yo haya buscado.

—Da igual, el caso es que Marina le dice a todo el mundo que es policía y que su trabajo le parece genial. Supongo que usted le cuenta cosas.

—Se equivoca, nunca hablo del servicio con los niños.

—Me gustaría que hiciera algo más que eso.

—¿Qué sugiere, que abandone mi profesión?

—No. Quiero que procure quitarle de la cabeza lo de que ingresará en la policía cuando sea mayor.

—¿La niña le ha contado eso?

—Sí; y le ruego que haga lo posible por señalarle los puntos negativos de ese trabajo. Si llega a tomarle aversión, tanto mejor.

—Sólo tiene seis años, ¿cómo quiere que...?

—Prefiero que desde ahora mismo deje de pensar en esa posibilidad vocacional.

—¿Tan terrible le parece ser policía?

—Que mi hija llegara a serlo algún día representaría una tragedia para mí.

—Muy bien, de acuerdo. No puedo comprometerme a pasarme todo el día inculcándole aversión a lo que hago, pero puedo ir desilusionándola.

—Se lo agradeceré de corazón. No la molesto más. Permítame que la invite.

Sacó dinero del bolso y, cuando iba a darse la vuelta y salir, la llamé.

—¡Silvia! No sé qué piensa usted que es un policía, pero le deseo que en ningún momento tenga que necesitarnos. Estamos a favor de los ciudadanos, ¿me entiende?

Su cara atractiva y bien maquillada esbozó una sonrisita de superioridad. Luego se fue. Era sin duda una mujer elegante, una triunfadora también: fría, resuelta, segura de sí misma, una auténtica mujer del mundo actual. Y yo, como una imbécil, soltándole ridiculeces sobre los ciudadanos. Por fortuna, no se me había ocurrido hablarle de la ley y el orden, porque hubiera sido el colmo de la estupidez. Me bebí la cerveza de un solo trago, la necesitaba.

Aunque no hacía tanto que vivíamos juntos, Marcos se percató enseguida de que algo desagradable acababa de sucederme. Era un hombre sensible, o quizá es que mi cara parecía la de Nosferatu tras sufrir un corte de digestión.

—¿Te pasa algo, Petra?

—Me pasa todo.

—¿Dificultades en el caso?

—Sí.

—¿Y en la vida privada?

—También.

—¡Eh, te lo he preguntado como una broma!

—Acabo de tener una conversación con Silvia.

Su cara se ensombreció. Lamenté enseguida habérselo contado, pero ya era demasiado tarde; ahora debía continuar.

—Me esperaba en la calle, aquí cerca. Hemos tomado una cerveza. Bueno, ella ni siquiera tocó su agua para que no pareciera que había ninguna complicidad entre las dos. Me ha pedido que no influencie a Marina para que sea policía, que intente hacer justo lo contrario, que la desilusione.

—¡Eso es intolerable, demasiado!

—¿Qué vas a hacer?

—Llamarla por teléfono.

—Ni hablar; déjalo como está. Se ha comportado educadamente.

—Petra, lo siento, lo siento de verdad.

—Olvídalo, y sobre todo no emplees conmigo fórmulas de cortesía.

—¿Mejor ser grosero?

—Sin ninguna duda.

—Entonces vamos a cenar de una puta vez. Tengo hambre.

Sonreí ante su certera ironía.

—Pero Marcos, ¿tú sabías que Marina anda diciendo que quiere ser policía?

—Bueno, algo me ha comentado alguna que otra vez.

—¿Y por qué no me lo ha dicho a mí?

—Se imagina que intentarás disuadirla.

Sonó mi móvil. Era Garzón.

—Inspectora. Han encontrado a la testigo.

Me dio un vuelco el corazón. Pero Garzón siguió hablando en tono muy grave.

—Lleva varios días muerta.

Se me instaló en el pecho una agobiante pesadez. Tomé nota de la dirección que el subinspector me dictaba. Miré a Marcos.

—Han encontrado muerta a la mendiga. Tengo que irme.

Me abrazó. Le sonreí con tristeza.

—Es evidente que hoy aún no había llegado a mi colmo, me faltaba un detalle más.

—En cuanto acabes con este caso nos iremos de vacaciones al Caribe, ¿te parece?

—Sólo si lo resolvemos; si queda sin culpable tengo otros planes para mi futuro.

—¿Puedo saberlos?

—Me suicidaré al estilo bonzo delante de tus dos ex mujeres; seguro que lo valorarán.

Eulalia Hermosilla fue hallada en un taller mecánico abandonado de la calle Escornalbou, en avanzado estado de descomposición. Antes de que hubiera sonado la campana del ultimátum final del comisario, los agentes que quedaban en el operativo dieron con su cadáver. El taller tenía cerrada la entrada principal, pero contaba con un acceso por la portería de una casa de vecinos. Aquella puerta había sido forzada y le dieron la apariencia de estar cerrada después por el procedimiento rupestre de un simple alambre oxidado. Sin embargo, ningún vecino había protestado aún por el fuerte olor que el cuerpo desprendía. Había sido necesario peinar bloque a bloque todos los edificios de la calle para llegar hasta el terrible descubrimiento.

Hipnotizada, observaba cómo mis compañeros ejecutaban los ritos del levantamiento en el lugar del crimen. El juez Manacor fue muy rápido en su inspección, dadas las condiciones de insalubridad que presentaba la muerta, aunque ni siquiera así pudo evitar poner cara de asco. Después, el pequeño taller en ruinas fue escudriñado centímetro a centímetro en busca de alguna prueba. Los alrededores se llenaron de curiosos que querían cotillear. Habíamos localizado al dueño del inmueble y quedado con él para interrogarlo. Cuando la primera frenética actividad se tranquilizó, Garzón se dio cuenta de que me había pasado las últimas dos horas sin abrir la boca.

—¿Se encuentra mal, inspectora?

—No, estoy bien. No es el mejor día de mi vida, pero... puedo aguantar.

—Le sugiero que nos tomemos una copa en aquel bar de la esquina.

—Después, cuando haya llegado el propietario.

Llegó el propietario, hablamos con él. Tenía el local vacío desde que se jubiló y no quería alquilarlo. No iba por allí jamás. Por supuesto no tenía ni la más leve relación con nuestro caso ni con la mujer asesinada. Estuvo observando las manchas de sangre que había en el suelo, oliendo el hedor que aún flotaba en el aire y se mareó. Le pedí a Yolanda que lo acompañara en un taxi a su casa. Me volví hacia el subinspector.

—Ahora sí le acepto la copa, Fermín, que nos avisen cuando haya acabado todo este circo. Dígales dónde estaremos.

El ambiente soñoliento de otro bar cutre nos envolvió, protector. Escogimos una mesa cerca de la ventana. Me dejé caer como un viejo fardo, porque así era como me sentía. Los parroquianos de la barra hablaban sobre el asesinato, la presencia policial en el barrio. Todos parecían conocer los detalles. Llegó el camarero.

—Coñac —pedí. El coñac es aromático y fuerte, quizá pudiera disipar el tufo a muerte que contenía mi nariz.

—Se encuentra deprimida, ¿verdad?

—No es para menos. Asesinan a la única testigo que tenemos, una pobre mujer. Le han callado la boca para siempre. ¿Y con qué contamos nosotros a estas alturas de la película? Con nada, dos teorías históricas que parecen salidas de una revista de entretenimiento y un psicópata de pega que hemos dejado marchar a casa. No se trata de un panorama muy alentador, ¿no le parece?

—Yo estoy hasta los cojones de este caso.

—Y yo también.

—¿Quiere que intentemos dimitir?

—No.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Elaborar otra teoría histórica de nuestra invención. Pensemos.

Me tragué todo el coñac de un solo trago. Garzón me miró con cara de sorpresa. Luego asintió y se bebió el suyo del mismo modo.

—¿Nos atizamos otra?

—Bien.

Cayeron dos copas más, en silencio, siempre de golpe, siempre de coñac. A la tercera el camarero nos había mirado de modo poco amistoso. Daba igual.

—¿Sabe qué le digo, inspectora? Que ya tengo mi propia teoría histórica para exponérsela.

—Adelante, le escucho.

—Yo creo que el fray Acisclo, o como coño se llame, era en vida un soberbio follador. Seguramente contrajo alguna sífilis o una venérea por el estilo, y las monjas no quieren que le hagan ningún análisis de ADN para que no se descubra el pastel. Por lo tanto, al hermano Cristóbal se lo ha cargado la priora ¿Qué le parece?

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