Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—A lo mejor te consuela saber que yo tengo exactamente la misma impresión que vosotras.
—Sí, pero tiene más información. Por ejemplo, algo ha pasado para que de repente empiece a aparecer la momia descuartizada por todos lados, ¿no?
Me quedé un tanto pensativa. Sí, el ritmo de descuartizamiento de la momia de fray Asercio se había acelerado notablemente; pero la sencilla pregunta que se estaba haciendo aquella policía, inexperta aún, ni siquiera nos la habíamos planteado nosotros. Cierto: ¿qué era lo que había motivado aquella proliferación de miembros cercenados? Algo que había sucedido; sin embargo, la dispersión de nuestros esfuerzos había llegado a tal nivel que me resultaba imposible encontrar un armazón consistente en el que cada acontecimiento ocupara su lugar.
—Mi información no es mucho mayor de la que vosotras manejáis. Pero comprendo que resulta frustrante enfrascarse en un compartimento de la investigación sin tener a la vista todo el proceso. Mañana os hago una copia de los informes diarios y les echáis una ojeada, ¿qué os parece?
—Gracias, inspectora Delicado, se enrolla usted un montón —dijo Yolanda utilizando su joven estilo desenfadado. Por su parte, Sonia no hacía sino asentir con una gran vivacidad, lo cual me corroboró mi intuición de que su compañera le había pedido que guardara silencio absoluto ante mí. Bueno, era una medida que no estaba mal. Un plus de prudencia que ni yo misma hubiera sido capaz de romper con otro gesto simpático como preguntar: «¿A ti también te parece bien, Sonia?». No, una sonrisa era suficiente, cualquier otra incursión en el diálogo bordeaba un sinfín de peligros.
Y allá fuimos mi silente compañera y yo, lista de direcciones en mano, en busca de los hijos rebeldes y justicieros de las dinastías de todos los Caldaña de Barcelona. Sonia había tomado tan en serio las recomendaciones de sigilo para conmigo, que no me dirigió la palabra ni una sola vez. Y cuando yo le preguntaba las indicaciones para llegar a alguna de aquellas casas, se limitaba a darlas en una voz alta y sin matices, como si fuera un contestador automático. ¡Dios!, pensé, inútilmente huimos de nuestro destino, aquella chica era capaz de alterar mi sistema nervioso hablando o callada, viva o muerta. Sin embargo, las circunstancias me aconsejaban respirar hondo y comportarme como una persona madura y dueña de su propio control. En aquel silencio tenso como el moño de una bailaora, llegamos a la primera vivienda. Intenté ser lo más telegráfica posible en mis interrogaciones:
—¿Es aquí?
Sonia afirmó con la cabeza. No estábamos lejos del convento corazoniano.
—¿Cuántos hijos jóvenes tienen estos Caldaña?
Elevó el dedo índice como ejemplo de unicidad.
—¿Sabes si tiene trabajo o estudia actualmente?
Se encogió de hombros. Ante su sistema de señales, más que respirar con profundidad tuve que almacenar aire como para hacer una inmersión pelágica. Funcionó.
Con un conato de sonrisa por el que me creí merecedora de un premio Nobel de la Paz, le dije:
—Vamos a subir.
Juraría que haber llegado hasta allí sin que mi furia la cubriera de oprobio reconfortó a Sonia y aumentó su autoestima. Paramos en el semáforo, cerrado para los peatones. Una furgoneta nos impedía la visión de la entrada del edificio al que nos dirigíamos, sencillo y bastante viejo. La furgoneta de una frutería. Un hombre alto y fuerte abrió la puerta trasera, lanzó al interior unas cajas de plástico vacías. Había salido de un restaurante. Me quedé un momento pensativa, tanto me abstraje que la fuerza de la costumbre me hizo pensar que tenía al lado a Garzón.
—Oiga, Fermín, ¿le suena de algo esa furgoneta?
El lateral del vehículo estaba profusamente decorado con imágenes de plátanos, fresas y melones. En medio de todas ellas podía leerse: «Frutas y Verduras El Paraíso». El hombre puso el motor en marcha mientras yo seguía embobada. Y en ese momento un relámpago de luz me cegó. Tomé con brusquedad el brazo de Sonia y le dije:
—¡Corre, corre, Sonia, ve tras él, que no se nos escape!
Como en sueños oí la voz espantada de la chica que decía:
—¿Pero detrás de quién, inspectora, de quién?
—La furgoneta, la furgoneta —acerté a pronunciar mientras yo misma empezaba una carrera. El hombre, que me pareció joven, se dio cuenta de nuestra presencia y metió la primera acelerando con un chirrido. Puse toda mi fuerza en la zancada, pero era inútil, no podía llegar ni a tocar el vehículo. Paré, resollante y con una furia tremenda dentro de mí. Sin embargo, comprobé cómo Sonia, más joven y más en forma que yo, perseguía a la furgoneta situándose casi a la altura de la ventanilla del conductor.
—¡Policía, pare, policía!
En un alarde de resistencia y velocidad, echó mano del tirador de la puerta y se aupó a la estribera. El conductor no sólo no disminuyó la marcha, sino que pisó el acelerador a tope. La gente se había parado y miraba extasiada la llamativa maniobra. Yo corría como una loca tras la furgoneta y apenas podía distinguir cómo Sonia peleaba por mantenerse erguida. Entonces aquel bárbaro que iba a al volante empezó a dar violentos frenazos para lograr que la chica se desprendiera y cayera al suelo. Algunos viandantes lanzaron gritos aterrorizados. Cuando casi les había dado alcance, vi con toda claridad cómo por la ventanilla salía un robusto puño que sostenía algún objeto con el que descargó un golpe brutal en la cara de Sonia. Ésta, tras un instante, se desplomó y quedó tendida en la calzada. Saqué mi pistola y gritando «¡Policía, deténgase!» empecé a disparar al aire, ya que hacerlo a las ruedas era peligroso estando en un lugar transitado. Fue inútil, aquel maldito, con un ruido ensordecedor, salió a toda máquina y huyó entre las calles. Desesperada, miré en todas direcciones y vi cómo un mosso d'esquadra se aproximaba a la carrera.
—¿Quién es usted, qué pasa aquí?
—Inspectora Petra Delicado, de la Policía Nacional. ¿Tiene alguna dotación cerca? —respondí atropelladamente.
—No, inspectora, estoy yo solo, estoy solo.
—Entonces llame a una ambulancia, por el amor de Dios.
Me incliné sobre Sonia. Su rostro estaba tan cubierto de sangre que ni se le adivinaban los rasgos.
—Sonia, ¿estás bien?, contéstame, ¿estás bien?
—Se me ha escapado —dijo con voz débil.
—No te preocupes por eso. Ahora llega la ambulancia, tranquilízate.
—¿Ha tomado la matrícula? —preguntó.
—No creo que sea necesario; con las frutas del paraíso tenemos bastante.
Al levantar la vista me sorprendí rodeada de curiosos que se arracimaban a nuestro alrededor. Me puse en pie de un salto y troné:
—¿Se puede saber qué carajo miran? ¡Lárguense, lárguense de aquí!
El mosso d'esquadra se percató de mi nerviosismo y enseguida tomó las riendas de la situación. De modo cortés empezó a movilizar a la gente. Al minuto habían llegado tres dotaciones: policía autonómica, Policía Nacional y Guardia Urbana. Un segundo más tarde estaba allí la ambulancia.
—¿Adónde la llevan? —pregunté a los enfermeros.
—Al Clínico.
Llamé por teléfono a Yolanda y le ordené que acompañara a Sonia mientras le practicaban las primeras curas. Sólo después debía avisar a su familia. No hizo ni una sola pregunta ni se extendió en comentarios estúpidos. Llamé a Garzón, que se arrancó a hablar inmediatamente sin dejar que lo hiciera yo.
—Inspectora, aquí los eclesiásticos están muy contentos porque parece que han encontrado el expediente del proceso de un tal Caldaña y pone que vivía en L'Hospitalet, así que quizá...
—¿Quiere escucharme, Garzón? Vaya inmediatamente a comisaría y espéreme allí. ¡Ah, y avise a las unidades móviles que anden cerca del distrito central de que intercepten una furgoneta blanca donde está escrito «Frutas y Verduras El Paraíso». Quiero que retengan al conductor. Y que manden una dotación policial a dondequiera que esa frutería esté.
—¿Qué ha pasado?
Colgué. Todos mis colegas policías estaban mirándome. El mosso que me había ayudado me interpeló.
—Inspectora, los de la Guardia Urbana dicen que tienen que redactar un atestado porque estamos en su zona, y yo también tendré que informar.
—Ahora no tengo tiempo, señores. Hago un par de interrogatorios y enseguida vuelvo. Espérenme aquí.
Salí con paso atlético hacia el restaurante de donde había visto salir al conductor de la furgoneta. En la puerta estaban dos camareros con mandil observando la escena. Al verme llegar entraron en el local. Los seguí y rápidamente se les unió otro hombre, algo mayor que ellos. Les enseñé mi placa.
—¿Están aquí todos los que trabajan en este restaurante?
—Falta el cocinero.
Lo hice llamar. Era chino. Todos formaban una fila como si fueran colegiales y me miraban sin atreverse a hablar.
—¿Quién de ustedes es el propietario? —pregunté. El hombre mayor levantó la mano. Su expresión era de asombro.
—¿Conoce usted a ese chico de la furgoneta?
Asintió con los ojos muy abiertos.
—Dígame su nombre.
—Es Juanito, el repartidor de la frutería.
—De modo que lo conoce.
—Sí, claro. Viene tres veces por semana a traer el pedido.
—¿Qué sabe de él?
Su perplejidad aumentaba a cada instante. No era capaz de comprender qué podía haber ocurrido.
—Pues... nada. Creo que es hijo del dueño. Viene, deja el pedido, yo le firmo el albarán, le pago y ya está.
Me volví a la atónita asamblea.
—¿Alguno de ustedes sabe algo más?
—Es buen chaval —dijo uno de los jóvenes camareros, y añadió enseguida algo espantado por mi interés—: Bueno, yo tampoco lo conozco, pero a veces nos gastamos bromas, ya sabe, lo normal, que si el Barça ha perdido, que si de tanto repartir verdura se te ha puesto cara de tomate, lo normal.
—¿Le ha contado algo de su vida?
—¿A mí? —dijo el joven como si fuera demasiado insignificante como para que nadie le confiara algo sustancial—. No, nada, ya le digo, las chorradas, el cachondeo, como con todo el mundo.
—¿Cuánto tiempo hace que les sirve las verduras?
—Por lo menos cuatro años —respondió el dueño—. Son formales y tienen calidad, buen precio también.
—¿Y siempre ha venido la misma persona?
—No, a veces viene el hermano, que es de menos edad; pero normalmente viene él.
Observé que el cocinero chino nos miraba sonriendo. Probablemente, metido en la cocina, no se había enterado de la escaramuza exterior, siendo también posible que no hablara ni una palabra de español. Le di una tarjeta al propietario.
—Si hay alguna cosa que hayan olvidado, llámeme.
—¿Qué ha hecho ese muchacho, nos lo puede decir?
—No lo sé aún —respondí sinceramente, y dando media vuelta, salí.
Justo al lado estaba la casa de los Caldaña que nos disponíamos a visitar. Subí los tres pisos a pie, no había ascensor. Abrió la puerta una mujer de unos sesenta años.
—Soy Petra Delicado, inspectora de policía —la informé.
—¿Otra vez? —exclamó con genuina preocupación. —Ya vinieron unas policías y le juro que aún no sé por qué. Pero de todas maneras mi marido no está.
—¿Puedo hablar con usted? ¿Me permite pasar?
Se hizo a un lado. Llevaba un viejo vestido de flores, iba despeinada.
—Déjeme que apague el fuego, estaba guisando. —pidió.
Desde el oscuro pasillo atisbé lo que hacía en la cocina. Se limitó a accionar los mandos de una cocina de gas. Regresó enseguida, me hizo pasar al salón. Era una habitación pequeña, con todas las características de un lugar de clase baja: una estantería sin libros, un televisor en lugar central, una mesa de comedor con tapete. Todo estaba limpio y ordenado.
—Siéntese. ¿Quiere tomar algo? —ofreció con un punto de resignación. Tenía la piel muy estropeada, llena de surcos profundos que le aportaban un aire dramático. Negué con la cabeza.
—Señora Caldaña, ¿usted tiene hijos?
—Eso ya me lo preguntaron las otras policías.
—Contésteme aunque le pregunte las mismas cosas, por favor.
—Tengo dos hijas, que ya están casadas las dos. De la mayor tengo un nieto. La otra sólo hace un año que se casó.
—¿Algún varón?
Su cara se contrajo en una pequeña mueca de dolor, casi imperceptible.
—Sí, mi Julio.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho años. Lo tuve ya bastante mayor, cosas de la vida, inspectora.
Asentí con frialdad.
—¿Dónde está ahora?
—En el taller.
—Tendrá que acompañarme hasta allí, señora Caldaña, tengo que hablar ahora mismo con él.
Inopinadamente se echó a llorar. La observé en silencio, era una reacción de lo más significativa, me puse tensa.
—Es un chaval muy bueno, no sé qué puede querer de él. A veces ha hecho alguna tontería: robar una naranja, gritarle a alguien con quien se cruzaba por la calle; pero eso no es nada grave, señora. Le aseguro que es el hijo que, después de todo, nos da más satisfacciones.
—Lo comprendo —dije buscando al azar unas palabras que no fueran descarnadas—. Dígame la dirección del taller donde su hijo trabaja. Quedaremos allí con mi compañero subinspector.
—Está en la calle Numancia —dijo secándose las lágrimas—. El número no lo sé; es uno de esos talleres ocupacionales de la Generalitat.
Me quedé confusa.
—¿Por qué está su hijo en uno de esos talleres, pesa sobre él alguna condena del tribunal de menores?
Se quedó mirándome con ojos saltones y enrojecidos.
—Pero, señora, mi hijo tiene síndrome de Down. ¿Es que no lo sabía?
Estuve al menos diez segundos procesando aquella información, y de repente miré a mi alrededor como si hubiera caído en un paisaje lunar. ¿Qué hacía allí?, ¿en busca de qué había llegado? Basta, Petra, basta, me dije, basta de errores, basta de estupidez.
—Señora Caldaña, perdóneme; creo que ha debido de haber una equivocación. No es preciso que vayamos a ninguna parte. Le pido disculpas de nuevo.
Lejos de enfadarse conmigo, aquella mujer sonrió y dijo con alivio infinito:
—Lo sabía, estaba segura, ya se lo advertí, ¿qué puede hacer ese chico si pasa directamente del taller a mi casa cada puñetero día del año. Además, ¡es tan bueno!
Escapé como pude, pero nada me permitió librarme de la sensación de ridículo y culpabilidad que me embargaba por completo. ¿A qué demonio estábamos jugando? Al salir a la calle observé en la distancia al grupo de colegas policías de los diversos cuerpos hablando entre ellos. Estaban esperándome. Con la espalda pegada a la pared y, confundida entre la gente, logré escapar sin que me advirtieran. No hubiera podido soportar dedicarles una sesión de kilométricas y absurdas explicaciones.