El silencio de los claustros (35 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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Lo miré con simpatía. Quizá producía en los demás la sensación de tomar poco en serio la vida, pero Federico distaba mucho de ser un joven frívolo e inconsciente. Después de pegarle un buen trago a su whisky, continuó.

—Me alegro de que estés casada con mi padre. Me parece que, de todas sus mujeres, tú eres la mejor para él.

Solté una breve risotada que intentaba ocultar mi embarazo.

—¿Puedo preguntar por qué? Me interesa mucho tu opinión. A tu padre no le gusta hablar del pasado.

—Es un tipo muy reservado, ya lo sé. Y yo tampoco sabría hacer una lista de las razones exactas que explican lo que acabo de decirte; pero tengo la impresión de que tanto mi madre como su segunda mujer esperaban demasiado del matrimonio. Y claro, mi padre se sentía agobiado. Eso de que el amor es básico está muy bien, pero hay otras cosas, ¿no? Entonces tú, con ese rollo de que eres policía y de que te has divorciado también varias veces...

—Sólo dos.

—Las que sean; pero el caso es que tienes tu vida, tus problemas, tus historias, y no te pasas el día dándole la vara con que lo amas y todas esas cuestiones tan cursis. Él es muy independiente, y tú también.

Me eché a reír.

—No sé cómo tomarme eso, la verdad.

—Tómalo bien. Tampoco es que yo sea un psicólogo magnífico ni un consejero sentimental, pero me gusta fijarme en lo que pasa y sacar conclusiones.

—¿Tú sales con alguna chica?

—A veces sí, pero aún no me apetece meterme en líos. De todas maneras, no pienso casarme. Vuestra generación siempre está casándose y descasándose, yo no tengo ganas de tanto embrollo sentimental.

—Me parece una sabia postura.

—Igual algún día cambio por completo y me enamoro; pero no me casaré, te lo aseguro. Y nunca tendré hijos.

—Bien hecho, es una responsabilidad excesiva.

—Y un coñazo.

—Eso, también.

—Cuando estoy unos días con mis hermanos acabo hasta las narices.

—A mí me hacen gracia.

—Ya lo sé. Tú a ellos les caes bien. Flipan con eso de que seas policía y lleves casos de asesinos locos y todo lo demás.

—Me alegro. Ha habido algunos momentos en los que pensé que nunca me aceptarían como soy.

—Tonterías, ganas de jorobar y hacerse los importantes.

Ambos oímos claramente la puerta de la calle abrirse y cerrarse después. Marcos se acercaba. Precipitadamente le pregunté:

—¿Cuándo vuelves a Londres?

—Mañana.

—Por si no volvemos a estar solos quiero que sepas que estoy muy contenta de tener un hijastro como tú.

No le dio tiempo a contestar; tanto mejor, me horroriza la exhibición de los sentimientos. Marcos se sorprendió al vernos sentados allí, en actitud de descanso total.

—¡Eh!, ¿qué hacéis aquí casi sin luz? —Encendió una lámpara—. ¡Y bebiendo como cosacos! ¿Celebráis algo?

—Quería ligarme a Petra, pero me ha dicho que no.

Marcos tomó un cojín del sofá y lo lanzó encima de su hijo.


¡Calla, monstruo!

Se dejó caer pesadamente en un sillón.

—¿Te preparamos una copa?

Negó con la cabeza, se restregó los ojos y suspiró.

—¿Sabéis qué ocurrirá si ahora me tomo una copa? Pues que me quedaré dormido como una marmota. Os propongo algo mejor: vamos a cenar al italiano de la esquina. No será una gran celebración, pero podremos comer y charlar tranquilos.

—¿Y qué celebramos? —preguntó Federico.

—¡Que te vas de una vez! No hay motivo mejor.

Cuando nos arreglábamos para salir me dio la impresión de que Marcos estaba tan mortalmente cansado como yo. Al tiempo se le veía feliz, porque había comprendido que su hijo mayor y su mujer habían congeniado sin ningún género de dudas. Por supuesto, no me hizo ningún comentario al respecto, ni tampoco yo a él. Hay cosas que resulta casi obsceno subrayar.

12

El doctor Beltrán hizo para nosotros, y probablemente por primera vez, un espléndido trabajo psiquiátrico policial. Era obvio que tampoco podía culpársele de que sus dictámenes hubieran resultado baldíos hasta entonces, ya que lo habíamos puesto a trabajar en algo en lo que no confiábamos ni un pelo. Podía ser un maldito pedante y creerse más valioso que Sigmund Freud, pero leyendo su escrito y hablando con él, comprendí que sabía muy bien lo que llevaba entre manos.

—Vayamos a su Caldaña. He llegado a la conclusión de que puede tratarse perfectamente de un joven inadaptado. Habiendo oído muchas veces la historia familiar de aquella condena excesiva a su bisabuelo el profanador, su reacción hubiera sido posible en dos direcciones. Una, volviéndose en contra de la familia y sintiéndose humillado por esa especie de «secreto heredado», llegando a negarlo o intentando olvidarlo. O dos, y ésa es la que nos interesa: traumatizado por la vergüenza, vive como un fracasado a pesar de que estoy seguro de que es muy joven; y decide un buen día tomar el destino en sus manos e intentar una venganza llamativa que le rehabilite como hombre. Sin ninguna duda el sujeto sufre una patología mental y ha llegado a obsesionarse con el tema. Pertenece a la clase trabajadora y no tiene suerte. Pero mientras para un individuo normal lo que le sucede viene inserto en las diversas circunstancias de la vida, para él su falta de fortuna está anclada en la injusticia que sufrió su antepasado, que de pronto se le antoja el origen de todos sus males y gravita sobre él impidiéndole salir de la adversidad.

»Supongo que nos encontramos ante un individuo de no más de treinta años, con dificultades en estudios y trabajo, que incluso recurre a las drogas, y con un carácter solitario y violento. Podría apostar a que se encuentra en paro, no frecuenta la compañía de chicas, aunque sí la de algún amigo, inadaptado como él, que ha reclutado para que le ayude en sus locos propósitos. La teoría policial que ustedes han manejado hasta ahora contempla siempre que la muerte del hermano Cristóbal se debió a los excesos de una paliza; ya que los intrusos del convento no habían planeado asesinarlo, sino sólo hacerse con la momia. Pues bien, quiero introducir una duda razonable, ya que según el retrato psicológico que nos ocupa, no sería nada extraño que también hubieran planeado matar. El robo de la momia y el juego que proponen a la policía con carteles, mutilación del cuerpo, etc., demuestra un deseo exhibicionista y un modo de que la venganza y el gozo de haberla llevado a término se prolongue.

—¿Cree que con esas características ese chico podría entregarse sin necesidad de ser detenido? Quiero decir, si le lanzáramos algún tipo de mensaje por los medios de comunicación, o si se sintiera especialmente acosado.

—Lo dudo mucho. Cuanto más tiempo pasa, más disfruta de su fechoría puesto que más se ve a sí mismo como un enemigo público de la sociedad, que él considera origen de sus desgracias.

—¿Por qué concluye que se trata de un hombre joven?

—Ese modo de obrar tan airado, pero sobre todo tan exhibicionista, es típico de gente joven. Además, a una edad temprana es más fácil reclutar algún amigo que te ayude.

Las deducciones eran buenas, pero ¿qué tipo de chico inexperto es capaz de llevar a cabo un asesinato y el robo de un cuerpo momificado sin dejar huella? ¿Y la nota con letra gótica? ¿Y el amigo cómplice? Es imaginable encontrar a alguien capaz de arriesgarse contigo hasta el punto de matar a un hombre, pero ¿no se habría asustado antes de tener que liquidar también a la mendiga? No lo veía claro, por eso insistí.

—Admitamos que el desvarío de ese muchacho hacía que sus motivaciones obsesivas fueran muy fuertes, pero ¿qué llevó al amigo a implicarse hasta ese punto, es un perturbado también?

—Para contestar a su pregunta debo remitirla a los informes que he elaborado en estas fechas sobre la mentalidad psicopática. No sé qué tipo de perturbación mental debe tener el muchacho del que hablamos, pero a menudo encontramos que las patologías graves vienen acompañadas de una inteligencia nada desdeñable y, sobre todo, de una extraordinaria capacidad de persuasión. A veces estos individuos tienen personalidad de líderes y con ellos arrastran a otros que carecen de una voluntad fuerte.

Asentí varias veces como una alumna disciplinada y le di las gracias con toda humildad.

—Si sus deducciones son ciertas y conseguimos dar con ese joven, es probable que solicitemos de nuevo su asesoría para interrogarlo y analizar su personalidad.

—Usted sabe que vengo brindando mi cooperación con mucho interés a la policía; incluso en ocasiones he pensado que con más interés del que la propia policía demostraba frente a mis dictámenes —dijo con picardía.

—Le aseguro que somos conscientes de sus méritos y de la importancia de su trabajo, doctor Beltrán —respondí saliendo del paso lo mejor que pude—. A partir de este momento le ruego plena confidencialidad. No hable más con nuestro portavoz ni conceda declaraciones por su cuenta.

Puede que fuera un maldito pavo presuntuoso, pero por supuesto no era tonto. Sabía perfectamente que su erudición había chocado frontalmente con nuestro escepticismo y estaba encantado de que al final nos viéramos obligados a comer de su mano. A decir verdad, el retrato psicológico que había elaborado para nosotros me parecía interesante. Si en realidad un descendiente de los Caldaña había perpetrado aquella absurda y teatral venganza histórica, tenía que ser un individuo como lo había pintado él: joven, amante de montar el número, lleno de rabia y loco de remate. Garzón estaba aún más entusiasmado que yo con las características del candidato a culpable; e incluso despejaba mis dudas sin titubeos cuando yo las planteaba.

—Y si se trata de un joven pobre, automarginado y fracasado en los estudios, ¿quién le enseñó a escribir perfectamente con letra gótica?

—¡Inspectora, subestima usted las posibilidades de Internet!

—Está bien; admitido, pero...

—Deje de poner reparos a todo. Por una vez durante todo este jodido caso demuestre un poco de fe en las pistas que estamos siguiendo. Desde que esto empezó no la he visto ni un solo día pisar con pie firme por ningún camino.

—Lleva razón, y es que todos los caminos por los que hemos transitado me parecían endebles como puentes de cuerda.

—Esta vez puede caminar por ellos dando taconazos. Me juego el cuello a que sí.

—Espero que sea sólo el cuello de la camisa. Aunque, de acuerdo, ya que estamos en un asunto religioso le echaré fe.

Vimos que Villamagna se dirigía hacia nosotros luciendo una de sus camisetas andrajosas correspondientes a su personalidad B.

—No le dé cancha, Fermín; ahora menos que nunca —le susurré a mi compañero; pero fue imposible zafarnos de él y se acercó abriendo los brazos con plena extensión como si se propusiera hacernos un placaje.

—¡Quietos todos. Quedaos donde estáis!

—Lo siento, Villamagna, pero la cosa está al rojo y llevamos el tiempo muy justo.

—Sólo contestadme a una pregunta: ¿qué
coño
es eso que me dice el loquero de que no puede abrir la boca más?

—¿Pero aún se interesan los periodistas por el tema?

—No me puedo creer que no leas los periódicos con lo culta que eres.

—Tengo otras cosas más importantes que hacer, como por ejemplo pedirle al juez que decrete el secreto del sumario de una maldita vez.

—¿A qué viene todo esto, habéis dado con algo bueno? ¿Por qué no me lo dices, aunque sea al margen completamente de mi cargo de portavoz?

—Antes de hacer eso colgaría en Internet las fotos de mi abuela desnuda.

—Venga, Petra, no jodas, es que tengo curiosidad.

—Ni hablar; ya lo sabrás en su momento.

—¡Eres implacable! Después de que te tengo a los plumillas entretenidos con las chorradas del loquero, ahora me tratas así.

Agité los dedos a modo de despedida delante de sus narices y él me hizo un corte de mangas monumental que escandalizó a Garzón. Me dijo cuando entrábamos en mi despacho:

—Nunca me acostumbraré a las maneras zafias del inspector Villamagna.

—No es zafio, es moderno, o por lo menos tiene una zafiedad muy contemporánea. Pero no nos desviemos del tema. ¿Ha oído lo que he dicho? Vaya inmediatamente a pedir audiencia a ese juez novato que nos ha tocado en suerte y dígale que...

—No es necesario, ya lo ha hecho el comisario Coronas. Me lo comunicó hace un rato para que la informara a usted.

—No entiendo nada.

—Pues se lo puede imaginar solita: el cachorro de los
Piñol
ha llamado hecho una furia, Coronas ha tomado cartas directas en el asunto saltándonos a nosotros alegremente y... ¡el sumario ya es secreto!

—¡Toma con el novato! ¿No era tan oficialista el tal Manacor?

—No ha resistido los bufidos de nuestro amado jefe.

—Sí, esto está tomando el cariz que más le jode a Coronas: implicación policial de una familia importante. ¿Será cabrón, por qué se ha saltado nuestra autoridad?

—Él es el patrón y nosotros los marineros. Claro que me lo ha contado todo a mí porque a usted le tiene miedo.

—¡A mí, por culpa de esa puta momia ya no me tiene nadie ni respeto!

—Se está poniendo usted a la altura de Villamagna.

—Y espere a ver la camiseta que voy a comprarme. Tendrá una leyenda que diga: «Yo también quemo conventos».

—¿Ve? ¡Eso me ha gustado! Compre otra para mí.

—No creo que lo apruebe el estilismo de su mujer. Llame a las chicas, reunión en mi despacho dentro de una hora.

Sobre mi mesa tenía una lista de llamadas y mensajes. Me sorprendió ver en uno de ellos el nombre de la hermana Domitila. ¿No sabía mi número de móvil? Marqué el del convento a toda velocidad, pero cualquier aceleración se estrellaba siempre contra las paredes conventuales. Diez minutos después y, probablemente rescatada de algún rezo comunitario, la voz de la hermana Domitila sonó imperiosa en mi oído a través del auricular.

—Dígame, inspectora.

—Perdone que sea inoportuna, pero he visto su mensaje en comisaría y no comprendía por qué no me había llamado a mi móvil.

—Nunca he tenido su número.

—¡Cómo puede ser! Usted que es como una detective más en plantilla.

La oí reír complacida y luego su voz animada y enérgica me informó llena de entusiasmo.

—Inspectora, no es que el hermano Magí y yo hayamos encontrado nada especial en el caso; pero por lo menos en el archivo diocesano nos han orientado hacia el lugar al que debemos ir.

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