El silencio de los claustros (42 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿En qué le ayuda?

—Bueno, trabajamos con adolescentes de familias sin muchos recursos. Organizamos liguillas de fútbol, cinefórum, bailes... actividades para que esos chicos tengan algo sano que hacer en vez de dejarse atrapar por malos ambientes o drogas. Juanito me secunda en toda esa organización, y lo hace muy bien.

—¿Entonces no tiene amigos?

—Me ayudan otros jóvenes, con los que él se lleva bien, pero dudo de que tenga amigos personales al margen de la parroquia.

—Tampoco novia.

—Aunque se trata de algo muy privado, sería capaz de afirmar que no. Si se hubiera enamorado de una chica, creo que me lo hubiera contado, tiene mucha confianza en mí. Aunque nunca pierdo la esperanza de que aquí encuentre a una buena muchacha de la parroquia a la que seguro que hará muy feliz.

—Dado que confía en usted, ¿no le ha contado nada que le hubiera sucedido y por lo que se sintiera preocupado?

—No; hay periodos en los que está más callado, más ensimismado, pero no ha tenido últimamente un comportamiento que me llamara la atención.

—¿Qué relación tiene Juanito con el convento de las corazonianas?

—Perdone, pero no entiendo la pregunta.

—Durante mucho tiempo ha suministrado las frutas y verduras al convento. ¿Nunca le dijo nada en relación a ese hecho?

—No, le aseguro que no.

—Cuando los periódicos informaban sobre la muerte del hermano Cristóbal y el robo del cuerpo de fray Asercio, ¿alguna vez intercambiaron comentarios sobre las noticias?

—No, inspectora, jamás. Como puede imaginar, nuestras conversaciones tienden siempre hacia lo positivo. Además, no tenía ni idea de que Juanito sirviera la fruta al convento de las corazonianas.

—Pues es raro que estando este caso en boca de todos, él no se lo mencionara, siquiera como una curiosa coincidencia.

—Que nos tratáramos con confianza no significa que fuera muy hablador. Nos comunicábamos, por supuesto, pero los temas giraban siempre alrededor de las actividades de la parroquia.

—¿Qué hay de su hermano Miguel?

—No lo conozco mucho, pero no tienen nada que ver. Miguel se ha adaptado muy bien a la vida y a la sociedad. Aunque, desde luego, tampoco es tan buen chico y colaborador como su hermano mayor.

—¿Anda en malas compañías?

—No creo, pero Juanito siempre se ríe porque dice que es muy mujeriego.

—¿Se llevan bien?

—Juanito lo adora; y el otro también le demuestra cariño. A veces viene a buscarlo en su moto y se van juntos.

—Padre, escúcheme atentamente: si por alguna razón uno de los dos hermanos se pone en contacto con usted...

Bajó la vista y dijo en un susurro:

—Lo sé, les avisaré, sé que es mi obligación.

Un
friki
, el tal Juanito era un auténtico
friki
, lo cual me parecía una auténtica dificultad. Un sujeto que vive en los bajos fondos, tiene un montón de características comunes con cualquier otro individuo perteneciente al mismo ambiente. Cuando se trata de un ciudadano normal, gravitan en su existencia los mismos intereses y pasiones que encontramos en el resto de seres sociales. Pero ¿qué hay en la mente de un hombre callado, taciturno, que sólo frecuenta la compañía de un cura y su entorno de labores caritativas? Cualquier cosa, y nada que pudiéramos entender de un modo sencillo. Tenía la sensación de que el doctor Beltrán debía tomar cartas de nuevo en la investigación. Le pedí a Garzón que se entrevistara con él y le contara todo lo que sabíamos, lo cual no lo llenó de entusiasmo.

—Pero, inspectora; eso ralentizará las pesquisas, y no tenemos tiempo, hay que actuar.

—¡Actuar, actuar! ¿Y cómo, dónde, con quién?

—Usted dijo que Juanito señalaba hacia el convento, que debíamos volver allí.

—Sí, correcto, pero dígame, ¿qué hacemos en el convento, con quién hablamos, qué le preguntamos? Primero habrá que pensar.

—De acuerdo, inspectora, voy en busca del loquero, como dice Villamagna. ¿Y usted qué va a hacer?

—Pensar, Fermín, pensar; esa cosa tan práctica e inusual.

—La veo en una hora. ¿En comisaría?

—Allí estaré.

Una vez sola entré en un bar, me senté a una mesa y pedí un café. Tal y como planeaba, me puse a pensar: ¿Lledó se había obsesionado con la momia del beato hasta el punto de proyectar el robo de su cuerpo? ¿Por qué razón lógica? ¿De dónde surgió esa obsesión? No se pueden encontrar razones de índole habitual en un individuo que presenta problemas de personalidad; de acuerdo, una obsesión insana nace en un tipo de carácter patológico sin que el origen sea comprensible. Quizá el cura siempre estuviera hablándole de la santidad o quizá pensó que tener en su poder aquella reliquia podía traerle un poco de suerte, como si fuera un talismán. Pero entonces, ¿cómo se había atrevido a pedir ayuda a su hermano para cargar con el cuerpo del beato y para que le sirviera de cómplice en el asesinato de Eulalia Hermosilla? Probablemente se horrorizó al tener que atacar al hermano Cristóbal y comprobar después que lo había matado. La desesperación le hizo pedir ayuda. Pero su hermano era un chico normal, que se hubiera espantado al contarle lo sucedido, que nunca hubiera accedido a cooperar en una locura semejante, que incluso le hubiera disuadido de hacerla... Y las monjas corazonianas, ¿había alguna que estuviera al tanto de aquella obsesión de Juanito? ¿Y la nota gótica proponiendo juegos intelectuales? Aquel chico, que se dedicaba a un trabajo manual y que apenas si había tenido instrucción, ¿era capaz de idear algo tan alambicado, de caligrafiar letras góticas con la pericia de un maestro? Y si contaba con un cómplice, ¿quién era éste, su hermano, un muchacho aún más joven que él y de similares características culturales? Pero sobre todo, ¿para qué y por qué iban a meterse en una complicación de tal magnitud? Poniéndonos en una hipótesis absurda: si un loco coleccionista de momias medievales les hubiera encargado cometer ese robo, ¿por qué iban ahora a trocear la momia como si se tratara de una res en el mercado? ¡Dios, aquél era sin duda el caso más enrevesado con el que me había enfrentado en toda mi carrera de policía! Pero no era su complicación lo que me alteraba los nervios, sino su aparente estupidez, su absurdo, su gratuidad. Cualquier móvil que se me ocurría era de una índole tan fantasmal, tan alejada de lo que normalmente galvaniza a la gente en la vida cotidiana, que no podía por menos de descartarlo un minuto después. Y toda aquella investigación histórica, tan primorosamente dibujada, tan encajada en la realidad de las escasas pruebas, ¿había sido una alucinación, un modo de
forzar las cosas
? Porque nadie podía negar que los pedazos del pobre
beato
se habían hallado en los lugares donde habían existido conventos quemados en la Semana Trágica, alguien los había puesto allí. ¿Quién, Juanito Lledó? ¿Juanito Lledó era el vengador que habíamos buscado en la figura del tal Caldaña? La intensidad de mis pensamientos, junto a la frustración que me ocasionaban tantas preguntas sin respuesta lógica, me levantaron un inicio de jaqueca. Por fortuna vino a librarme de él una llamada de Garzón.

—Inspectora, ¿sigue pensando aún?

—He cubierto mi cupo para más de un mes.

—¿Con algún resultado?

—Un dolor de cabeza incipiente. Cuanto más pienso menos razones encuentro para todo lo que ha sucedido.

—Se lo dije, pensar es fatal. ¿Por qué no se viene por comisaría? Ha llegado un primer informe de la Científica sobre el interior de la furgoneta. Han encontrado pelos, quizá de Lledó.

—Enseguida estaré ahí.

Quizá el subinspector estaba en lo cierto, quizá frente a las complicaciones hay que actuar primero y sacar consecuencias después.

Cuando llegué había una reunión en el despacho de Coronas a la que también asistía el inspector jefe. Ya que yo me había detenido a pensar, habían sido ellos quienes se habían dedicado a la acción.

—Petra, han hallado restos de fibra muscular antigua en la furgoneta. Y las huellas dactilares de Lledó coinciden con las de los guantes de látex que conservábamos —dijo el comisario para recibirme—. De modo que queda demostrado: Juan Lledó es, como mínimo, el ladrón de la momia; ya veremos si también se confirma que es el doble asesino.

—Desde que golpeó a Sonia nunca lo había dudado, señor. Lo que me intriga es saber por qué.

—Las intrigas, para los guionistas de cine. Nosotros tenemos que seguir el hilo, el ovillo aparecerá al final.

—Pero hay que intentar comprender por qué los hilos han llegado hasta donde están...

—Deje, deje, pasemos a la acción.

El inspector jefe me sonrió.

—He estado revisando los informes que han elaborado hasta día de hoy y la verdad es que todo está bien encajado; sólo se me ocurre un reproche: la investigación ha pecado de ser excesivamente teórica e intelectual: historia, psiquiatría... claro que se han movido en un terreno muy inusual que justifica todos los métodos.

—Señor, hemos seguido los hilos, como dice el comisario, pero al final, el ovillo parece estar tan enredado como si un gatito hubiera estado jugando con él. Y encima, ahora sale de la madriguera este tipo al que no sabemos dónde colocar.

Coronas me interrumpió.

—Petra, centrémonos. ¿Qué órdenes prácticas daría usted en este momento?

—Una orden general de busca y captura para que se pasara a todos los cuerpos policiales.

—Correcto, hace un rato que la he dado. ¿Qué más?

—Una orden de registro en el domicilio de los Lledó, también en el almacén de verduras.

—Perfecto; pues hágalo. Primero ordene y luego comprenda. No se ha inventado nada mejor en cuestiones de investigación policial.

Salimos del despacho con un montón de deberes por hacer. Garzón estaba contento, porque los jefes abonaban y bendecían su estrategia de actuar ante todo. Yo me encontraba de mal humor.

—Eso, pongámonos todos en movimiento, que no se quede nadie quieto, ¡a trabajar! ¿Y quién trabaja poniendo su caletre a funcionar? ¡Los guionistas de cine, es bien sabido!, a los guripas no nos hace maldita falta la lógica ni el pensamiento. ¿Y éste es el mismo comisario que nos obligó a meter al psiquiatra en la investigación, el mismo que alentaba las pesquisas históricas?

—No sea insubordinada, Petra. Si cazamos a uno de esos chicos Lledó, enseguida se hará la luz.

—Eso puede llevarnos meses, ¿se da cuenta, Fermín?, igual están metidos en un agujero. Lo que deberíamos hacer es hostigarlos, conseguir que salgan.

—Sí, pero ¿cómo?

—No lo sé. Llame a Villamagna, que convoque a los periodistas y les diga que estamos tras la pista segura del asesino. Sin más aclaración.

—De acuerdo, ésa es una presión que puede contribuir a que se entreguen.

—Llame también a Yolanda y ordénele que se comunique con la hermana Domitila y el hermano Magí: de momento pueden abandonar la investigación en la Biblioteca Balmesiana.

—Muy bien. ¿Y nosotros?

—Usted se encarga de ejecutar estas órdenes más las que he mencionado delante de los jefes.

—¿Y usted?

—Yo me voy al convento.

—¿A qué?

—A profesar; en medio de todo este pandemónium, me he dado cuenta de que tengo una vocación religiosa del carajo.

—Oiga, inspectora, ¿por qué no me espera y vamos los dos?

—Frailes y monjas hacen los votos por separado. Luego nos vemos aquí.

No tomé el coche para ir a las corazonianas. Tenía la esperanza de que, al caminar, las ideas irían aflorando a mi mente. La escuela peripatética quizá podía echarme una mano, convocaríamos a la filosofía ya que la historia y la psiquiatría habían fallado. Aunque lo más probable era que necesitara las tres disciplinas, quizá más, para poner cierto orden en mi cabeza para aquella visita al convento. Sabía que debía ir sin más tardar, pero no sabía cómo ni por dónde comenzar los interrogatorios.

Cuando ya avistaba la hermosa y discreta portada, pensé en llamar antes al doctor Beltrán. Me contestó desde su móvil.

—¿El retrato de su sospechoso? Sí, más o menos lo tengo bastante definido, pero estoy redactando un informe.

—Hágame un resumen de urgencia, se lo ruego.

—Bueno, el individuo que ustedes me describen no sufriría una patología mental determinada. Para que un profano me pueda entender diré que no sería un loco. Sin embargo, sí tiene una personalidad conflictiva. Hay muchos sujetos así, en ausencia de la madre durante el crecimiento y la educación experimentan carencias que se agravan cuando la persona no es capaz de elaborar una estrategia social adecuada. Los hay agresivos y los hay regresivos. Su sospechoso sería del segundo grupo.

—Disculpe, doctor. Sé que no podrá responderme taxativamente, pero ese sujeto no agresivo, ¿sería incapaz de matar?

—Como muy bien deduce, no existe una respuesta definitiva para eso. Sin embargo, sí podríamos aventurar, con las convenientes salvedades, que llegaría a matar si le impulsara a ello un motivo emocional muy fuerte.

—¿Cómo por ejemplo?

—No sé qué decir: mucho amor, mucho odio, el deseo de proteger a alguien a quien amara, la deificación de alguien con quien hubiera simpatizado de modo especial... o todo lo contrario, la venganza contra alguien que lo hubiera ofendido. Y piense, inspectora, que una personalidad de ese tipo puede derivar en cualquier momento hacia lo patológico. En ese caso, los motivos que a usted o a mí nos parecerían triviales, impensables como para cometer un crimen, serían suficientes para ese hombre; depende de lo que se obsesionara con ellos.

—Comprendo.

—Pero le ruego que no haga un uso frívolo de lo que le he dicho, quiero presentar un informe con una documentación más exhaustiva y razonada, que pueda ir firmado con mi nombre.

—Yo nunca he hecho nada frívolo en toda mi vida, doctor. No está en mi naturaleza.

Sin duda lo desconcerté con mi tono tranquilo y educado pues, tras una pausa, se rió tontamente por toda respuesta a mi
boutade
. En condiciones normales después de haber colgado, me hubiera puesto a despotricar en un alarde de mala uva ocasionada por la vanidad del interfecto; pero en aquellos momentos tenía la mente tan embebida en el caso y sus meandros que enseguida olvidé a nuestro doctor Narciso. Aunque del mismo modo, también había olvidado la visita que me disponía a hacer y, por tanto, la puerta del convento se me antojó algo amenazante y abstracto. ¿Qué les diría a las monjas? Ni siquiera había decidido por dónde empezar. No tenía una estrategia, ni un orden de prioridades, ni lista de posibles sospechosos, ni sabía qué ligaba a Lledó con las corazonianas. Respiré hondo y caminé. Si era verdad lo que mis avezados colegas policías repetían, el movimiento daría lugar a la explicación. Además, había un pequeño inicio lógico que acometer: la hermana portera era quien trataba con Juanito, y ella sería la primera con quien cruzaría la palabra.

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