Read El silencio de los claustros Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
En comisaría aguardaban Garzón y el comisario Coronas, que ya habían sido informados de la escaramuza por los Mossos d'Esquadra.
—Al parecer se ha largado usted sin despedirse de sus compañeros. ¡Menudo plantón les ha dado!
—¡No me lo puedo creer, comisario! La intercomunicación entre todos los cuerpos de seguridad suele funcionar fatal, pero a mí me da por omitir una simple formalidad y las noticias vuelan como pájaros.
—No le diré lo que pienso sobre ese comentario porque no tenemos tiempo. Supongo que quiere visitar inmediatamente la frutería El Paraíso.
—¿La tienen localizada?
—Está en Sant Pere més Baix.
—He venido aquí para conocer antes sus órdenes.
—Como le digo, no hay tiempo para ninguna reunión. Empiecen interrogando a los dueños del negocio y mientras tanto veremos si los hombres que he mandado en su busca dan con el sospechoso. Sólo dígame por qué creyó que ese hombre está implicado.
—El paraíso que lleva escrito esa furgoneta en los laterales, es el paraíso del que hablaba Eulalia Hermosilla cuando la perseguían. Estoy segura, señor. Era raro que una mujer nada religiosa se refiriera tantas veces al paraíso. De esa furgoneta bajaron los dos hombres que la mataron. Fue quizá esa furgoneta, convenientemente tapado el letrero publicitario, la que cargó el cuerpo del beato la noche del asesinato del hermano Cristóbal. La fuga de su conductor y la agresión a Sonia indican que estamos en la pista correcta.
El comisario bajó los ojos en señal de levísimo pero firme asentimiento. Nosotros nos movilizamos como una pareja de baile bien entrenada. Cuando teníamos un pie en el quicio de la puerta, añadió:
—Señores, mi confianza sigue depositada en ustedes. Vayan, no pierdan tiempo.
Sonreí de modo desvaído, y lo mismo hizo Garzón. Ocupamos nuestros lugares en el coche sin dirigirnos la palabra. Conducía yo, y no apartaba la vista del tráfico. El subinspector parecía sonámbulo. De pronto oí su voz como emanando de un cuerpo celeste.
—¿Sólo leyendo el letrero ya ató usted los cabos?
—No podía ser de otro modo, Fermín, el miedo que la mendiga tenía del paraíso no puede venir sino de ahí. Además, ¿cómo se explica si no la reacción del tipo?
—¿Qué aspecto físico tenía?
—No pude fijarme bien, pero era lo suficientemente corpulento como para ser el asesino.
—El asesino... —musitó como en trance.
—A no ser que con la mala pata que tenemos el tipo huyera porque es drogadicto, tiene cuentas pendientes con la justicia o algo así. Aunque no, seguro que nos conocía, sabía que Sonia y yo éramos policías; es posible que incluso nos haya estado espiando todo este tiempo.
—¿Es significativo que lo encontraran cerca del domicilio del Caldaña que andaban investigando?
—He descartado eso.
—¿Por qué?
—El hijo de los Caldaña en cuestión tiene síndrome de Down. Trabaja en uno de esos talleres de terapias educacionales.
—¿Y entonces?
—No es la primera vez que yo veía esa furgoneta, Fermín. Usted también la ha visto.
Atisbé de soslayo que Garzón me observaba como una lechuza.
—No caigo —acertó a pronunciar.
—Era la que llevaba vegetales a la cocina del convento. Estaba en una ocasión aparcada junto a la puerta, y llegamos a cruzarnos con su conductor, ¿recuerda?
Aquel día lucía una elegante corbata gris que se desanudó como si fuera un obstáculo que le impidiera comprender.
—No sé si recuerdo o no; lo malo es que no entiendo nada, inspectora.
—Tampoco lo entiendo yo; pero de repente alguien ha puesto una flecha que señala al convento.
—¿Al convento?
—El hombre que llevaba las frutas allí, que ha golpeado a Sonia y huido después, es quien asesinó a Eulalia Hermosilla.
—¿Y eso...?
—No pregunte más, Fermín, porque le diré una y mil veces lo mismo: no lo sé.
Él siguió en sus meditaciones y yo evité meditar más. Anticipar cualquier hipótesis no es que fuera arriesgado, era imposible; pero por primera vez tenía el estómago revuelto y sentía algo parecido a lo que deben sentir los perros de caza cuando han olfateado de cerca la presa.
El Paraíso era un almacén de mayorista grande y nuevo. Todo presentaba un aspecto tan aséptico, tan organizado que tenías la impresión de encontrarte en las salas de una clínica. Había un par de hombres acarreando cajas llenas de hermosas verduras de un lado al otro. Paseando por la nave central, mientras hablaba enloquecidamente por el móvil, vimos a un hombre mayor con una bata blanca que parecía ser el dueño. Se dirigió hacia nosotros con extrañeza.
—Lo siento, señores, pero no vendemos a particulares.
—¿Es usted el propietario de este negocio? —preguntó Garzón en el tono inequívoco de un policía.
—Sí —respondió el hombre, dubitativo.
—Mi nombre es Fermín Garzón, subinspector de policía, y aquí la inspectora...
Abrió los ojos desmesuradamente y se llevó una mano al pecho como si sintiera dificultades al respirar.
—Mis hijos, ¿qué ha pasado?, ¿son ustedes de tráfico?
Noté que le flaqueaban las piernas. Uno de los trabajadores vino en su ayuda. Le echamos una mano para sostenerlo y yo le dije enseguida, recalcando las palabras:
—No se preocupe, señor, no se preocupe. No somos de tráfico; sus hijos están bien.
Pasamos a un pequeño despacho que había al fondo y allí el hombre se sentó, fue recuperando el control de sí mismo, se serenó. Debía de tener más de setenta años y parecía débil; debíamos interrogarle haciendo gala de exquisita diplomacia.
—Perdonen, pero me han dado un susto de muerte. Llevo más de una hora intentando contactar con mis hijos por teléfono y no ha habido manera. Y al llegar ustedes y decirme que son policías lo primero que he pensado es que...
—Un hijo suyo se ha dado a la fuga al darle el alto la policía y ha atacado a una de nuestras jóvenes agentes, que está ahora en el hospital —soltó el subinspector echando por tierra todos mis planes de sutileza.
—¿Cómo ha dicho? Eso no puede ser. ¿Qué hijo era?
—Juanito —contesté.
Se quedó quieto, pensando, como si alguien le hubiera golpeado en la cara e intentara recomponerse.
—Pero... ¿de qué me está hablando?
Haciendo gala de un dominio del eufemismo que a mí misma me sorprendió, intenté contarle todo cuanto había sucedido. Claro que al llegar al golpe que el tal Juanito le había propinado a Sonia en la cara, las dulcificaciones se hacían difíciles. Me di cuenta de que si su hijo tenía una vertiente canallesca, aquel hombre la desconocía por completo. Pensar que estaba fingiendo era improcedente, ni el propio Sir John Gielgud teatralizaba con tanta perfección. De cualquier modo, ahora que habíamos evitado que sufriera un infarto en nuestra presencia, teníamos que componérnoslas para que nos procurara una mínima información, como por ejemplo su nombre.
—Agustín Lledó.
—Verá, señor Lledó, el caso es que su hijo podría estar involucrado en un asunto sucio.
La pregunta no se hizo esperar.
—¿Qué asunto?
—No lo sabemos con certeza, pero...
Recuperado de su reacción emocional, su cerebro parecía funcionar a las mil maravillas.
—¿No saben con certeza si está metido en un asunto y quieren detenerlo? ¡Ah, no!, primero seré yo quien les haga preguntas, luego pregunten ustedes.
—Le recuerdo que su hijo será acusado de haber agredido a una agente policial.
—Quiero llamar a mi abogado.
—De acuerdo, llámelo.
Sacó su móvil, buscó un número y lo marcó. Luego nos dio la espalda y habló en catalán durante un breve espacio de tiempo.
—Viene hacia aquí.
—De acuerdo; pero mientras tanto, por qué no nos dice dónde vive su hijo. Es un dato que podemos averiguar por nosotros mismos con un poco más de tiempo; pero no querrá que lo acusen a usted de obstaculizar la labor de la policía, ¿verdad?
—Sólo hablaré en presencia de mi abogado —exclamó, y noté en él incluso una cierta satisfacción por haber podido pronunciar una vez en la vida una frase de película. Hubo que esperar más de media hora a que llegara el maldito abogado, el cual resultó ser un cuarentón con pinta de hortera a quien tuvimos que relatar todo desde el principio, esta vez sin pararnos a mirar si heríamos o no la sensibilidad del auditorio. Por fortuna, el hortera aconsejó a su cliente que contestara a todas nuestras preguntas y por fin pudimos saber en primer lugar la dirección de Juanito.
—Vive conmigo, muy cerca de aquí.
—¿Tiene inconveniente en que enviemos alguien a su casa a buscarlo?
—En absoluto, pero no está, no contesta al teléfono.
—Lo investigaremos.
—Pero no pueden entrar si yo no estoy presente.
—Claro que no, sólo pretendemos vigilar las inmediaciones.
Garzón dio, vía móvil, las órdenes pertinentes, y continuó nuestro interrogatorio, al que Lledó respondía con toda normalidad; tener a su abogado junto a él parecía haberlo librado de cualquier desconfianza. Gracias a su colaboración pudimos hacernos una idea bastante clara de las circunstancias de la familia. Lledó era viudo y sus dos hijos, Juanito y Miguel, tenían veintisiete y veinte años respectivamente. Sólo el primero continuaba en la casa paterna; el benjamín era también soltero, si bien se había independizado. Ambos trabajaban en el negocio familiar.
—Miguel lleva todo el tema de números. Juanito es más tímido. No quiso estudiar y bueno, prefiere repartir los pedidos y tratar con los clientes a meterse en temas de más complicación. Al principio me sentí un poco decepcionado de que fuera tan poco ambicioso, pero cada uno es como es.
—¿Tienen a su nombre usted o sus hijos algún otro almacén, algún inmueble o local industrial?
—No, no lo tenemos.
—Necesitamos saber qué tipo de amistades frecuentan sus hijos, qué aficiones se les conocen.
—Van con amigos, a veces con novias... ¡yo qué sé, inspectora! Si mi esposa continuara con vida ella le diría, pero yo bastante tengo con organizar la casa y el trabajo para que funcionen un poco decentemente. Me casé y tuve hijos siendo ya bastante mayor. Luego fue mi mujer, mucho más joven que yo, la primera que faltó por culpa de un cáncer y me dejó con dos chavales adolescentes. Así que ya me dirá, he hecho lo que he podido. Aunque una cosa le puedo asegurar: los dos son buenas personas, tanto el uno como el otro: trabajan y no dan que hablar. El pequeño sale más con chicas, eso sí lo sé; pero a Juanito la única afición que le conozco es ir de excursión los domingos con un grupo de jóvenes que se ha formado en la parroquia. Hable con el cura de Santa Madrona, él le informará mejor que yo.
El abogado tomó la palabra.
—Inspectora, comprenda que debo pedirle que le concrete a mi cliente de qué se acusa a su hijo.
—De momento, sólo de haber atacado a una policía; pero tenemos la sospecha fundamentada de que puede estar implicado en algo más grave.
Le lancé una mirada de entendimiento pidiéndole que no me hiciera hablar más. Él la captó. A la salida vino corriendo tras nosotros. No hizo falta que me preguntara nada, enseguida lo informé.
—El hijo de su cliente puede estar metido en un caso de asesinato.
—¡Imposible! Déme más detalles.
—Se los daré cuando lo hayan encontrado y pese algún cargo concreto sobre él.
Apostamos un hombre cerca del almacén, otro frente al domicilio de los Lledó y otro en casa del hermano más joven. Estaba convencida de que ninguno de los dos vástagos aparecería, pero podían cometer un fallo e ir a recoger algo a sus domicilios. Cuando acabamos de hablar con el padre se le veía muy afectado. Sin duda empezó a tomar en serio la posibilidad de que sus chicos estuvieran en problemas. En cualquier caso, aquel hombre no era su cómplice ni su encubridor.
—¿Hay alguna noticia de la furgoneta? —le pregunté a Garzón. Él negó con la cabeza. Estaba muy callado, como ausente.
—¡Pobre señor Lledó! Me daba pena, inspectora: tan mayor, viudo y ahora este palo con su hijo...
—Aprecio mucho su gran sensibilidad, pero en vez de estar compadeciendo al padre de un sospechoso haría bien en buscar por dónde cae la parroquia de Santa Madrona.
—La buscaré mañana; no sé si se ha fijado en la hora que es.
—Esto no tiene espera, Fermín.
—Al contrario, inspectora. Detesto contradecirla, usted lo sabe muy bien, pero lo que debemos hacer es justamente esperar. Necesitamos que localicen esa furgoneta, necesitamos que Juanito lleve un tiempo perdido para poder pedir una orden de captura en su contra y, por último, necesitamos dormir. Yo, además, que como ha comprobado tengo reblandecidas las neuronas debido a mi sensibilidad enfermiza, ardo en deseos de ver a mi mujer. Así que si usted da su permiso...
—Estoy segura de que si no se lo diera se largaría igual; de modo que...
Se alejó a paso ligero. Entonces le grité:
—¡Garzón, a primera hora de la mañana quiero saber dónde está esa maldita parroquia! ¡Y lo quiero a usted allí para hablar con el cura!
Asintió pesadamente con la cabeza, sin siquiera volverse. Lo oí rezongar cada vez más lejos.
—Parroquias, frailes, curas, monjas, beatos... ¡La de Dios, este caso es la de Dios!
Regresé a casa con la sensación de que estaba faltando al deber de policía. Marina me saltó al cuello tras haber cruzado la puerta, abrazándome con fuerza.
—¡Marina, cariño! ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Sí, nunca nos veíamos. Papá dice que estos días tenéis mucho trabajo.
—Es verdad. Últimamente ni siquiera nos vemos él y yo. ¡Qué desastre!
—Bueno, él tiene que hacer casas y tú tienes que coger a un asesino.
Me hizo gracia aquella síntesis imposible. Le sonreí.
—¡No estarás sola!
—No, Jacinta está planchando ropa hasta que alguien viniera.
—¿Y tus hermanos?
—Llegarán con papá a las diez.
Fui a decirle a Jacinta que podía marcharse. Por el pasillo me puse a pensar y se me ocurrió un ingenioso plan para poder compatibilizar el trabajo y la familia. Eran las nueve menos cuarto; teníamos tiempo aún.
—Marina, ¿quieres acompañarme a una misión oficial?
—¿De tu trabajo?
—¡Claro! Iremos a visitar al hospital a una policía que ha sido agredida por un malhechor.
Se le pusieron los ojos como lunas llenas. Asintió para preguntar enseguida: