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Authors: Alicia Giménez Bartlett

El silencio de los claustros (48 page)

BOOK: El silencio de los claustros
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—Lo comprobaremos. Escribe en esta página la dirección del apartamento.

Mientras lo hacía, el subinspector y yo intercambiamos una mirada. Empezó él a preguntar.

—Vale, muy bien. Supongamos que es cierto lo que afirmas y que tú no tienes nada que ver con los líos de tu hermano. Perfecto, pasemos a los líos de tu hermano propiamente dichos.

—Esos líos son suyos, pregúntenle a él cuando lo cojan.

Garzón dio tres zancadas de oso que lo colocaron a un centímetro de la cara del joven. Lo cogió de la ropa y le escupió en voz contenida pero amenazante:

—Oye, muchachito, me gustaría que te dieras cuenta de que esto no es un juego virtual. Aquí si se escapa una hostia la recibes tú, ¿entendido?

Por la cabeza del muchachito no había pasado la idea de ponerse chulo, de modo que la frase de Garzón surtió efecto inmediato.

—¡Yo sólo quiero vivir tranquilo! No me he metido para nada en los asuntos de mi hermano.

—De acuerdo. Empecemos otra vez: ¿cuáles son esos asuntos?

—Les contaré todo lo que sé.

—Te escuchamos.

Por primera vez desde el comienzo del interrogatorio, todos estuvimos sentados.

—Hace ya tiempo mi hermano me dijo que necesitaba ayuda. Me extrañó. Vaya por delante que, haya hecho lo que haya hecho, Juanito no es un tío de meterse en follones. Al contrario, se pasa la semana trabajando como un cabrón y luego se larga a la parroquia a hacer caridades. Yo es que nunca lo he entendido, de verdad.

—Centrémonos en lo que haya hecho.

—Quería que le diéramos un susto a una mendiga que le molestaba. Pretendía que lo acompañara y que la amenazáramos los dos. Me pareció raro, pero como él es raro también, pues pensé que no me costaba demasiado darle gusto en lo que pedía. Él también me hace favores de vez en cuando. Así que la localizamos, la amenazamos y ya está.

—¿Ya está? —gritó el subinspector como si lo hubieran aguijoneado. Tomé yo la palabra.

—Miguel, no irás a pensar que vamos a tragarnos eso.

—¡Pero es que es verdad!

—Muy bien, es verdad, pero esa verdad no está sola, a ella se unen otras verdades que hacen las cosas comprensibles.

—No sé qué quiere decir.

—Pues quiero decir que tú sabías quién era la mendiga.

—No lo sabía.

—¿No habías visto la televisión?

—No me enteré hasta después, se lo juro. Días después vi en la tele que se habían cargado a esa mujer y entonces empecé a pensar que mi hermano se había metido en algo muy chungo.

—¿No habías oído hablar del asesinato del hermano Cristóbal, ni del robo de la momia? ¡Extraño!, te aseguro que los medios de comunicación se han ocupado del caso.

—Puede que sí, pero yo no me entero. Nunca veo los informativos, ni leo periódicos. Yo voy a mi rollo y lo que haga el resto de la gente me da igual.

—Muy sabio por tu parte, muy budista. De acuerdo, ya comprendo. Tú vas a tu rollo y además nadie te habla en el trabajo o en el bar del caso de la momia. Perfecto, admitámoslo. Y dime, ¿tampoco le preguntaste a tu hermano qué tenía en contra de la mendiga? Y cuando empezaste a sospechar que se la había cargado él, que por cierto de eso sí te enteraste por la tele, preferiste no preguntarle nada para no molestar. ¿Es así?

—Inspectora, ¿usted sabe de quién estamos hablando? Mi hermano no es normal, nunca lo ha sido desde que nació. Es un poco autista o algo así. Bueno, no sé cómo llamarle a la manera que es, pero no es un chico como los otros. No habla mucho, no comenta nada de lo que le pasa por la cabeza. Está en su mundo, y nadie sabe cuál es. No tiene amigos ni novias. Si le preguntas algo contesta en dos palabras.

—¿Es una especie de subnormal? —preguntó Garzón, presto a bajarle la moral al sospechoso.

—¡No!, para el trabajo es bueno, y en el colegio iba pasando. Puede que no sea una lumbrera, pero tiene inteligencia de sobra para todo. Lo que tiene raro es el carácter, su manera de ser. Mi padre dice que cuando vivía mi madre era más comunicativo, pero que luego se cerró. Yo no me acuerdo, puede que sea así.

—Y con todo eso, ¿adónde quieres ir a parar?

—Pues a que yo estoy acostumbrado a no hacerle preguntas porque no sirve de nada. Si él me cuenta algo, bien, y si no...pues tan contentos.

—Vale, pues entonces reconoce que él te contó que había matado al hermano Cristóbal y robado la momia del convento. Si es que no le ayudaste tú en eso también —apuntó muy oportunamente mi compañero.

—¿Yo? ¡Pero yo es que alucino, de verdad! ¿Para qué iba a querer Juanito matar a un cura? ¿Y llevarse una momia?

—¿Y no alucinaste cuando te pidió ayuda? Porque con la misma lógica: ¿no alucinaste de que Juanito quisiera intimidar a una mendiga? ¿Para qué o por qué querría hacer una cosa semejante?

Dio síntomas de flaqueza. Se restregó los ojos con los nudillos, permaneció callado durante un rato, nosotros también. Luego dijo:

—¿Va a durar esto mucho más? Estoy cansado.

—No, enseguida acabamos —le contestó Garzón—. En cuanto nos digas la verdad, nos vamos.

—¿Qué más quieren que les diga?

—Empezaremos desde el principio: ¿dónde se esconde tu hermano?

Empezó a sollozar, se tapó la cara con las manos.

—¡Quiero irme, quiero salir de aquí!

—¿Sigues sin necesitar un abogado?

—¡No quiero un puto abogado, no lo necesito! Sólo quiero largarme, no tengo nada que ver con esto.

—¿Cómo prefieres el jamón: dulce o salado?

—¿Y eso?

—Te traeremos un bocadillo, un refresco. Te dejaremos descansar.

—¿Luego podré irme a casa? —preguntó ingenuamente. Garzón lo miró con desprecio.

—Estás detenido, muchacho, detenido y solo. No me gustaría estar en tu piel.

Salimos, dejamos al sospechoso bajo la vigilancia del policía Domínguez, y nos dirigimos al bar. Después de haber pedido un bistec, le pregunté al subinspector.

—¿Cómo lo ve?

—Es débil, cantará.

—Nunca se sabe. Si por lo menos supiéramos en qué sentido hemos de dirigir las preguntas... ¡pero no tener ni una mala teoría que abonar!

—Mejor, así nos sorprendemos, más emoción —dijo hincando los dientes en un pedazo de pan.

No pensaba como él. Todo lo que podíamos hacer era dar vueltas alrededor del chico como buitres esperando a que nos lanzara alguna carnaza con la que intentar alimentar motivos que articularan y convirtieran en lógica aquella locura. Garzón, que daba cuenta de su plato como si nunca hubiera hecho nada más importante, dijo entre mordisco y mordisco:

—Lo más probable es que lleguemos al final en pleno despiste; pero da lo mismo, inspectora. El punto está en que este párvulo nos diga dónde se encuentra su hermano. Y lo hará. Con él encontraremos a la monja y, probablemente, a la puta momia mutilada.

—No cree que sea cierto nada de lo que dice, ¿verdad?

—Ni una palabra, pero le haremos cantar.

—Me pregunto cómo.

—Por acoso. No creo que aguante demasiado. No se trata de un tipo fuerte. ¿Ha visto cómo lloraba cuando su padre lo rechazó?

—A veces los débiles se convierten en rocas. Parece acostumbrado a nadar en contra de la corriente.

—No lo creo. ¿Le apetece un pastelito?

—No tengo el cuerpo para dulces.

—Entonces voy a pedir que nos preparen un termo de café. La noche será larga.

Mientras lo hacía llamé de nuevo a Marcos. Me contestó esta vez.

—¿Has oído mi mensaje? Esta noche no iré a dormir.

—Sí, Petra, lo oí. ¿Ha sucedido algo grave?

—Tenemos que quedarnos a interrogar a un sospechoso.

—¿Y eso durará toda la noche?

—Al menos hasta que el tipo quede extenuado.

—¡Qué desagradable! —fue su comentario, y me molestó.

—Te recuerdo que soy policía, no decoradora de interiores.

Notó perfectamente mi tono hostil y contraatacó.

—Lo sé muy bien, si decoraras interiores quizá te vería un poco más.

—Buenas noches, no tengo tiempo para altercados conyugales.

Colgué. Los malentendidos entre parejas suelen resolverse con un par de bromas y un beso de paz; pero para eso hay que estar presente, convivir y charlar con normalidad. Un par de momias robadas más y mi matrimonio se iría al infierno. Hace falta algo más que amor y madurez para que una relación se prolongue exitosamente: hace falta tiempo.

—¿En marcha? —preguntó mi compañero con el termo bajo el brazo como si saliéramos a un picnic.

—Vamos allá.

El policía Domínguez nos informó de que el sospechoso había comido, bebido e ido al lavabo. Seguía esperándonos en la sala. Garzón entró con aire feliz.

—¿Qué tal, muchacho, listo para volver a empezar?

El tal muchacho nos miró lúgubremente. Estaba más repuesto pero ponía cara de aburrimiento. Cogí las riendas.

—Antes de hacerte preguntas deberías saber de qué te puede acusar el juez. A saber: de asesinato o cómplice de asesinato, de obstrucción a la justicia, de...

—El juez no tendrá nada contra mí.

—Seguro que no —dijo con ironía el subinspector—. A lo mejor hasta te da un abrazo y un besito para compensarte de las molestias. Como tu padre, ¿eh?

—Mi padre es un cabrón —respondió el chico con calma—. Ya lo han visto, ¿no? Lo dijo muy claramente: él tuvo hijos porque se empeñó mi madre. Y cuando ella murió si hubiera podido borrarnos del mapa lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces. Para lo único que le hemos interesado siempre es para trabajar. Por lo menos nunca lo ha ocultado, siempre fue muy sincero en eso. Algunos días me daba la impresión de que estaba insinuando que la culpa de que mi madre estuviera muerta la teníamos nosotros.

—Oye chico... —replicó mi compañero con brutalidad—. Puede que la vida te haya tratado mal y arrastres muchos traumas infantiles. Lo siento, en serio. Pero aquí tenemos dos víctimas, a quienes les han quitado la vida, y una monja a quien tu hermano al parecer mantiene secuestrada. Ninguno de ellos tenía la culpa de tu triste existencia. ¿Me sigues?

—¡Yo no he tenido nada que ver en esas muertes! ¡Y seguramente mi hermano tampoco!

—¡Ah, y la momia del beato! —añadió Garzón como si no lo hubiera oído—. ¿Os divertisteis cortando en lonchas a fray Abulio como si fuera un salchichón?

—¡Este tío está loco! —exclamó dirigiéndose a mí.

—Este tío te dobla la edad. Sé más respetuoso con él —dije sin aparentar enfado ninguno—. Por cierto, ¿qué me dices de la monja?

—¿Qué monja?

—La monja jovencita, sor Pilar. ¿Se conocían ella y tu hermano?

—No conozco a ninguna monja.

—Pero quizá Juanito te habló de ella.

—Ya le he dicho que Juanito no hablaba de nada.

Quizá debido al cansancio había desarrollado una táctica de apatía controlada. Contestaba con una especie de inercia indiferente que no nos convenía. ¿Debíamos dejarlo ya? No, en cualquier momento podía rendirse.

—¿Sabías algo sobre el convento?

—Que pagaban sin retrasarse.

—¿Algo más?

—No.

—¿Tu hermano tenía algún asunto extra con las corazonianas? Quiero decir, ¿había hecho para el convento lo que tú llamas caridades o algo por el estilo?

—No lo sé, mi hermano nunca hablaba. Estoy harto de repetirlo.

Continuamos así durante un par de horas más. Eran las cinco de la mañana. Decidimos dejarlo porque se le cerraban los ojos y era incapaz de articular las palabras con nitidez. Domínguez ya había acabado su turno y en su lugar había un joven policía al que nunca había visto con anterioridad.

—Llévelo a su celda. Mañana a las ocho que esté de nuevo aquí.

Garzón parecía bastante derrotado.

—¿Se va a la cama? —le pregunté.

—Aunque sólo sea para un rato.

—Yo creo que me quedaré. Dormiré en el despacho de Coronas, que tiene sofá.

—Márchese a su casa, inspectora, unas horas de descanso le harán bien.

—Es absurdo marcharme para regresar enseguida de nuevo. Además, ya he avisado a Marcos de que no iré. No quiero despertarlo.

—Como guste; yo me largo.

Sus pasos me parecieron cada vez más cansinos hasta que su sonido desapareció. De madrugada, la comisaría se convertía en un lugar inhóspito. La desventaja de no volver a casa era que a la mañana siguiente no podría ducharme ni cambiarme de ropa. Además, no había pensado en que el personal de limpieza empezaría pronto su labor. Si dormía en el sofá de Coronas me despertarían y les impediría trabajar. Lo más prudente era seguir el consejo del subinspector y regresar a casa. Me instalaría en el salón para no molestar a Marcos.

Caminando por los pasillos una figura femenina me sobresaltó. Era Sonia. No podía creerlo.

—Sonia, ¿qué demonio haces aquí?

—Es que... bueno, me he enterado de que estaban interrogando a ese chico que se ha entregado y quería saber si ha dicho algo sobre dónde está el sospechoso que se me escapó.

Debería haberme sentido enternecida por aquel exceso de celo en el cumplimiento del deber; pero como siempre, Sonia me sacaba de quicio. Conté hasta diez antes de decir:

—El sospechoso se escapó, Sonia, no se te escapó. No veo ninguna razón para que te quedes aquí hasta la madrugada. Mañana tienes trabajo a primera hora, ¿no?

—Estaré aquí puntualmente, inspectora; ya verá.

—Buenas noches.

—Adiós.

Me pareció que había sido excesivamente desagradable con ella y volví la cabeza para preguntar:

—¿Te encuentras mejor del golpe?

—Sí, ya me encuentro del todo bien —contestó sonriendo como si creyera que de verdad me interesaba su salud.

Me tumbé en el sofá del salón sin quitarme siquiera la gabardina. Mi destino aquella noche era fatalmente un sofá. Deposité el móvil sobre la mesita de centro. Creí que, debido a la intensidad emocional de la jornada, no conseguiría dormirme, pero me equivoqué. Nada más cerrar los ojos caí en un pozo profundo de donde tuve la sensación de que no saldría jamás.

El despertar fue brusco. Di un bote y me senté. Busqué el móvil con rapidez, pero había desaparecido de donde yo lo coloqué. Miré el reloj: las nueve menos veinte. ¡Dios, qué desastre! Por la casa se extendía un apetitoso olor a café que me condujo hasta la cocina. Allí encontré a Marcos, recién duchado y vestido, preparando el desayuno.

—¿Dónde está mi teléfono?

—Aquí —dijo mostrándolo en su mano—. Te ha llamado la monja ésa.

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