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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (17 page)

BOOK: El socio
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La carcajada de Davis fue horrorosa y Julián la escuchó toda la noche, insomne, revolviéndose en la cama con un solo pensamiento grabado en la cabeza:

—El lunes vence una letra por treinta mil pesos… y no tengo ni siquiera con qué pagar la luz.

Fue preciso rematar la casa. Hasta el caballo obsequiado a Davis por Bastías cayó en la liquidación.

El propio ex socio pareció espantado:

—¡Venderme mi caballo! ¡Oh, es un colmo! ¡Míster Pardo, usted se extralimita en los negocios! ¡No es correcto, Míster Pardo!

Julián no trabajaba. Con las manos en los bolsillos se paseaba todo el día de un lado a otro, oyendo la risa de Davis. Era una risa metálica, como si a través de un caño de hoja de lata se deslizara un torrente de libras esterlinas.

Ya todo le parecía indiferente; las ilusiones habían terminado.

Trataba de consolarse pensando que su opulencia había sido un sueño y que ahora no estaba peor que antes… Aquellos tristes días en que descontaba letras con la cooperación de Luis Alvear… ¡Oh!

¡Pero aquéllos no podían compararse! Entonces había ensueños, esperanzas… ¡Anita…! Ahora había terminado todo…

Como una pesadilla recordaba la última vez que habló con ella.

Acababa de batirse con Davis y, como Anita no diera señales de vida, la abordó en la calle. Iba arrogante al lado de Graciela; ni siquiera se volvió para mirarle:

—¡No acostumbro conversar con asesinos! ¿Oye usted?

Sintió la misma presión de un salivazo en pleno rostro. Aun ahora la sentía…

Todo había concluido para él. ¿Todo? ¡No! Pensó en Leonor, el niño en el hogar… Eran su último refugio. Allí estaba la verdadera vida. ¿Por qué había renunciado a su felicidad? Leonor no le rechazaría…

¡Llegar a ella, abandonarse en sus brazos como un niño, soñar, dormirse a la sombra de sus grandes ojos negros, desentenderse un momento, siquiera un momento, de esa carcajada absurda que le taladraba los oídos!… Y luego oírla hablar, dulcemente, tiernamente, como antes.

Pero todo había cambiado. La casita de arriendo, enfurruñada en una plaza de arrabal, no abría como la otra sus ventanas azules, con ingenuo asombro entre los árboles frondosos. Esta miraba torvamente. Sus ojillos de bizca se volvían hacia adentro. Parecía tramar algo… ¿qué más? Ni siquiera se respiraba allí ambiente de hogar. Los muebles eran viejos, ciertamente, pero comprados al lance aquí y allá, su historia era desconocida. Otras cabezas habían desgastado el tapiz de los respaldos y otros niños habían hundido los resortes del sofá…

¡Pobres muebles! Llegaron a la casa con esa expresión cansada de los viejos emigrantes que ignoran el idioma y se mantienen a distancia, temerosos y hostiles. Daban la impresión de estar en movimiento.

Todo estaba revuelto, y Leonor, sin nadie que la ayudara, corría de un lado a otro, tratando de poner un poco de orden en la casa desmantelada y triste.

No era buen momento para hablarle de cosas sentimentales.

Su voz tenía un dejo de amargura al contestarle:

—¡Bah, Julián, no te lamentes! Tú mismo lo has querido… Cierto es que Davis era un poco raro y te obligaba a trasnochar algunas veces…, pero, así y todo, era bueno… Podías haber tenido más paciencia…

Julián enmudeció. Su mujer, su propia mujer justificaba a Davis.

¡Con qué aire lánguido decía de él: "era bueno", como si se tratara de un amigo!

Bajó la cabeza y permaneció largo rato con las manos entrelazadas, en un gesto de impotencia. No pensaba en nada, miraba sólo el extremo de sus mangas en que sobresalían pequeñas hilachas negras.

La pobreza había tomado tal confianza que se divertía en deshilar las mangas y sacar reflejos del cuello y de los codos.

XXVIII

El niño estaba muy grave. En la desmantelada piececita se oía un estertor constante.

La pequeña cabeza con sus rizos negros, húmedos por la transpiración, se agitaba entre las almohadas con un movimiento monótono; las manecitas parecían arañar suavemente las sábanas.

Julián, sentado en una silla de Viena, con las espaldas inclinadas y la frente apoyada en una mano, trataba de rehuir la terrible pesadilla y, para no mirar la tragedia que se desarrollaba junto a él, fijaba los ojos turbios de llanto en otro extremo de la habitación…

En el muro, el papel celeste había sido desgarrado, y se veía una silueta obscura. El
alefante
. Así lo llamaba
el Nito
. Al principio era sólo una insignificante rotura: era "el pollito". Después el chico le sacó otro poco y se convirtió en "el gato…" Hacía apenas seis días, con un nuevo desgarrón, había pasado a ser "el
alefante".

Tal vez era un recuerdo tributado a aquel famoso elefante que le regalara Míster Davis… Todo…, hasta los juguetes habían caído en el remate… Davis —el gringo malo, como lo llamaba
el Nito
—había hecho perder plata al papá y se había llevado los juguetes… No le quedaba más que un mono de trapo que dormía a su lado.

Al fondo del corredor se oía el paso rápido de Leonor preparando algún remedio. Julián al pensar en ella sentía que un sollozo le oprimía. ¡Qué buena era, qué dulce, qué abnegada! ¡Qué distinta de Anita! ¡Cómo había podido él…!

Y clavaba los ojos en la vela cuya luz rojiza parecía agrandarse con un nimbo movible a través de las lágrimas. Al centro de esa aureola, la llama azuleja se alargaba como un gusano, un gusano que iba devorando poco a poco la vela. Roía con chisporroteo imperceptible… Un estertor débil que coreaba como un eco el otro…, el que repercutía sordamente en el cerebro de Julián…

El niño se agitó de repente. Con los ojos muy abiertos y las manecitas temblorosas, trató de erguirse en las almohadas. Dio un grito ahogado:

—¡Mamá! ¡El gringo…!

Julián se levantó de un salto y se inclinó para tocarlo.

—¡El gringo…! ¡Ahí!

Mostraba la pared. Julián miró. Una sombra negra se inclinaba, alargando los brazos como si quisiera estrangular al enfermito.

En ese mismo instante el chico se llevó las manos al cuello.

—¡Ay! ¡Ay!

Al grito de Julián llegó Leonor, sobresaltada.

—¡Dios mío…! ¿Qué hay?

Julián había caído sin fuerza a los pies de la cama… La sombra cayó con él. Ahora la vela iluminaba el papel desteñido del muro…

El chico seguía agitándose…

—¡Fue Davis…! ¡Fue Davis…! —repetía Julián, sordamente, apretándose los ojos con las manos.

—¡Hay que ir a buscar médico! ¡Pronto! ¡Ya! ¡Inmediatamente!

Julián se levantó y corrió a la calle. La sombra se descolgó de la pared y corrió tras él. Sentía sus pasos precipitados y angustiosos que le seguían por la acera, remedando el sonar de sus tacones.

En la calle desierta no había ni un automóvil, ni un coche…

Julián corría. Al torcer una callejuela, la sombra pareció adelantarse, y un individuo largo con un paletó verdoso lo detuvo.

—¡Alto! ¿Hay un incendio?

Tenía un marcado acento inglés.

—¿Incendio? ¿Incendio? ¡Estúpido!

—¿Cómo?

—¡Infame! ¿Por qué te burlas? ¿Hasta cuándo…?

Lo tomó de las solapas y trató de estrellarlo contra el muro. El individuo lo asió también.

—¡Al asesino! ¡Me quiere matar a mi hijo…!

—¡Al loco! ¡Al loco!

Julián logró arrojarlo al suelo… Rodaron por la cuneta llena de lodo, azotándose en la solera de piedra…, pero Pardo quedó encima… Ahora sentía que sus dedos se hundía en la garganta del inglés y que un estertor acompasado y ronco —el mismo del niño enfermo— le taladraba los oídos…

—¡Toma! ¡Toma!

Sintió que unos brazos fuertes le sujetaban por la espalda.

—¡A la comisaría!

Era un guardián. Dos o tres noctámbulos, con las caras demacradas y los ojos saltones, les rodeaban haciendo comentarios.

—¡Es un loco! Ha querido asesinarme…

—¡Es Davis, guardián! ¡Es Davis! —gritaba Julián, ronco de ira.

—¡A la comisería!

—¡Mi niño se me muere!

—¡Andando! ¡Rápido!

No hubo remedio.

Cuando al amanecer Julián logró salir —un oficial le conocía y obtuvo que le dejaran libre con su fianza— ya era demasiado tarde…

Embarrado, sucio, lleno de sangre, tropezó con Leonor en la escalera. Estaba lívida. En sus ojos vio pasar como un relámpago la terrible situación: "El niño ha muerto, ¡tú eres el culpable!"

Fue sólo un segundo. Se abrazó a él y prorrumpió en un llanto histérico.

XXIX

Aquel abrazo fue como una despedida. Leonor casi no hablaba, apenas levantaba la cabeza para contestar; parecía que temiera que sus ojos fueran a traicionarla. Y sus ojos no sabían decir palabras duras.

Cuando Julián quiso explicarle que Davis era el único culpable de todas sus desdichas, ella hizo un gesto negativo:

—No hables así de Davis —dijo.

Pardo quiso replicar, pero no pudo. Su voz no se habría oído.

Davis le aturdía con sus carcajadas:

—¡Es inútil, Míster Pardo! ¡Su señora me defiende! ¡Oh, todas las señoras me defienden…! No es precisamente muy correcto, pero así son las cosas de este mundo… También usted firmó por mí una vez cierta escritura. Dio razones; yo, a mi vez podría darlas. Usted decía: no tengo la culpa. Tampoco tengo yo la culpa de esta predilección de las señoras…

Se esmeraba en torturarle: le hablaba de la mañana hasta la noche con un rumor constante, metálico y casi imperceptible, como la marcha de un reloj. De pronto estallaba en una carcajada. Julián quería gritar, pero él lo detenía:

—Es mejor que se calle Míster Pardo: podrían creerlo loco…, ¿me comprende? Usted no puede decirle a la señora que yo fui quien mató al niño. No se lo creería; además, ella es muy virtuosa… Seguramente es más que Anita…

De nuevo un golpe de risa parecía ahogarle, pero continuaba:

—No me mire de ese modo, Míster Pardo. Sin duda los maridos son un poco ciegos. ¿Recuerda usted el caso de su amigo Goldenberg? Le hallaba usted ridículo, ¿no es verdad? Sin embargo, las compañías de seguro no toman sobre sí esta clase de accidentes.

Prefieren riesgos menos ciertos: la muerte, verbigracia. ¿Ha tomado usted una póliza sobre la fidelidad de su señora? Debía hacerlo: es muy simpática…

¡Uf! Aquel monólogo era intolerable, y en pequeña casa, cada palabra, cada ruido parecía prolongarse en un eco melancólico: desde que los pasitos del pequeño, alegres como un repiqueteo, dejaron de sentirse para siempre, los entablados, las paredes, el techo, tenían sonoridades de tumba.

Pardo tomó el sombrero y se lanzó a la calle. Quería aire, luz, espacio.

Marchaba ligero, con la frente baja, mirando a hurtadillas en todas direcciones. No fuera a encontrarse con algún acreedor. Detrás de cada árbol, de cada esquina, creía ver surgir a alguno que se le aproximaba con gesto melifluo:

—Señor Pardo, ¿me podría cancelar la cuentecita?

Comenzaba a atardecer cuando, rendido por la larga caminata, llego a la Quinta Normal y se dejó caer en uno de los bancos.

Desde el escaño inmediato oyó una voz conocida que le llamaba:

—¡Don Julián! Este asiento está mejor. ¿No quiere hacerme compañía?

¡Maldita suerte! Era don Fortunato Bastías.

Arrellanado como de costumbre, con las piernas muy abiertas, y la cabeza sumergida entre los hombros, retiraba el diario y el sombrero que tenía sobre el banco para dejarle espacio.

Pardo no tuvo más remedio que aceptar.

¡Qué pesadez! La eterna cháchara quejándose de Goldenberg y del engaño de la
Sociedad Aurífera
. Menos mal que él había logrado escapar "con algunos cobrecitos".

Y de pronto la pregunta clásica, la pregunta que Pardo veía venir a cada instante:

—¿Y Míster Davis, Don Julián? No tiene ya nada que ver con usted, ¿verdad?

Pardo hizo un gesto de fastidio. ¿A qué entrar en confidencias sobre tal sujeto? ¡Lo que faltaba era que Bastías fuera a hacerle un panegírico de Davis!

—No sé de él… ni me interesa —masculló

—¡Era mal hombre el gringo!

Julián, lleno de sorpresa, clavó los ojos en don Fortunato.

—¡Mal hombre, sí, señor! Tal como suena. Yo lo creía al principio un caballero y me ayudó, no tengo por qué negarlo, pero después…¡Qué desengaños se lleva uno en la vida, don Julián! ¿Recuerda usted el caballo que le mandé al señor Davis, en septiembre? ¡Era una hermosura! Delgadito de nudos, bien formado de pecho y con unas ancas…, ¡no me diga nada! ¡Como que era el de mi silla! ¿Y sabe usted lo que hizo el gringo? ¡Lo vendió! Yo mismo, con estos ojos, lo he visto en una carretela. ¡Sinvergüenza! ¡Un hombre que no es capaz de agradecer ni los regalos que se le hacen! Y pase que lo hubiera vendido por necesidad, pero él es millonario… ¡No tiene corazón! Ya ve lo que hizo con el señor Goldenberg…

—¿Qué?

—¿No lo sabe? —Don Fortunato se llevó ambas manos a uno y otro lado de la frente, y apuntó con los índices al cielo en la actitud de un miura que se yergue al sentir las banderillas—. Se lo he oído al propio don Willy López. Se veían en casa de una modista francesa… Por eso el gringo le prestó acciones al señor Goldenberg, para que no quebrara. Fue el modo de pagarle a la señora…

Julián miraba a Bastías con los ojos turbios y labios entreabiertos. ¿De manera que también Davis se veía con Anita en la casa de la calle del Rosal? ¿Y Madame Duprés no era la amiga sino la intermediaria que facilitaba los encuentros? ¿Y sus acciones, sus propias acciones de la
Compañía Aurífera
eran…? ¡Oh, cómo se escribe la historia!

Pero don Fortunato, sin reparar en el asombro de su interlocutor, continuaba sus insidiosos comentarios.

—¡Ah, yo me alegré mucho, don Julián, cuando supe que había cortado con ese hombre! A un individuo así no se le puede recibir en ningún hogar respetable, porque, por muy buena que sea una mujer, ¡siempre está expuesta a la maledicencia! Y la gente habla…

¡Quién puede impedírselo! Luego, tratándose de un hombre raro que no sale sino de noche como las lechuzas… Yo, créamelo usted, cada vez que oía en el círculo que el señor Davis iba tanto a verle, sufría…

Pálido de ira, Julián le interrumpió:

—Davis no fue nunca a mi casa.

Bastías abrió tamaños ojos. Sus labios se agitaron como si fuera a hablar, pero luego se contuvo. Muy azorado, se pasó la mano por la frente. Después comenzó a dar vueltas y vueltas a la cadena del reloj y preguntó a Julián si había ido a las carreras… Según él, el caballo que tenía más expectativas era
Tutti Fruttii.

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