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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

El socio (16 page)

BOOK: El socio
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No se atrevía a volver la cabeza; sin embargo, todo estaba tranquilo a su alrededor.

Estrechado por los cerros, el cielo se abría arriba, circular y solitario como un corral abandonado.

Sin darse cuenta, Julián oprimió los ijares de su caballo, que partió al trote, abriéndose paso entre los arbustos. Las ramas le rasguñaban al pasar.

—¡No importa! Hay que salir pronto de aquí…

La mano helada seguía rozándole el cabello, los brazos y las piernas. Julián sentía que toda su piel se engranujaba. ¡Qué frío y qué soledad!

En apretado rebaño las nubes iban llenando el cielo. Entraban atropellándose, como si se acogieran al redil.

Apenas se divisaba el borde de la luna, plateado y amenazante como un
corvo
. Brilló un momento y se perdió.

Julián espoleó el caballo y comenzó a bajar la loma erizada aquí y allá de negros matorrales. La noche, como un murciélago inmenso, parecía golpearle el rostro con sus alas membranosas.

De repente, el caballo se detuvo. Bajó el cuello, echó adelante las orejas, olfateó ruidosamente el suelo. Julián le clavó con furia las espuelas. El caballo dio una especie de bufido y retrocedió con violencia, como si alguien le tomara de las riendas.

Julián sintió también que a él lo sujetaban por el pecho…

—¡Vamos! ¡Adelante! ¡Vamos!

Y apretó las piernas; le pareció que el caballo daba un salto y que él mismo volaba por los aires… Luego, un ruido de ramas que se quiebran, un dolor insoportable en la cabeza… y un sonar de campanillas que parecían alejarse poco a poco…

—¡Vamos! ¡Vamos!

La voz sonaba ahora con un acento muy distinto. No veía nada… Todo estaba oscuro; no podía mover el brazo izquierdo, pero con la mano libre buscaba a tientas el revólver.

—¡Vamos!

—¡Canalla!

—¿No venía usted a matarme?

A pocos pasos de distancia, Davis, cruzado de brazos, le esperaba. En la densa oscuridad su cara se veía sólo por instantes, iluminada por la pipa que sostenía entre los dientes. Al aspirar el humo, la pipa se encendía y lanzaba un furtivo reflejo a los anteojos negros, a la nariz de ave de rapiña y al revólver, que también Davis tenía ya en la mano.

—¡Dispare, si se atreve, Míster Pardo!

—¡Canalla!

—Yo daré la voz de mando.

Julián, loco de ira, y arrastrándose como una fiera herida, pugnaba por arrancar su revólver del bolsillo. Ahora veía claro la cabeza del inglés, recortándose en la sombra como una máscara encendida.


One… two… three…

Se oyó el eco simultáneo de los dos disparos, el revólver se escapó de la mano de Julián y la cachimba de Davis estalló como un fuego de artificio… ¡Qué diluvio fantástico de estrellas! pero… ¡Oh!

¡Cómo le dolía la cabeza! El corazón le palpitaba dentro de ella, golpeándole las sienes como un martillar de fragua… Era un tormento horrible, y sin embargo: "Yo estoy vivo; yo estoy vivo", repetía con un gruñido salvaje de entusiasmo.

Y de lo alto del cielo, las estrellas seguían cayendo lentamente como una lluvia que se extingue… Ya apenas unas pocas quedaban resplandeciendo como gotas prontas a deslizarse en la cúpula del firmamento.

Sumergido en una especie de sopor, Julián las miraba ahora con los ojos muy abiertos. Una brecha azul verdoso rasgaba las nubes negras, y a la indecisa claridad veía la gruesa rama caída sobre el pecho. Su cabeza reposaba en una raíz saliente y una de sus piernas se hundía en una charca.

Cerca, en un espacio libre de árboles, el caballo pastaba con las riendas en el suelo.

Pardo se incorporó con un supremo esfuerzo. Todo el cuerpo le dolía; el suelo parecía vacilar bajo sus pies. Torpemente fue acercándose al caballo y se abrazó a su cuello como implorando protección. Levantó las riendas, volvió al lomo la silla caída casi hasta el abdomen del animal, se palpó la cabeza tumefacta —¡qué golpe!— y puso el pie en el estribo.

Un resplandor rojizo se levantaba de los cerros. Comenzaba a aclarar. Espoleó el caballo y sobreponiéndose a la fatiga y al dolor que le agobiaban, comenzó a descender por el lomaje.

¡Estaba salvado! Entre esos negros matorrales, largo y amarillo como una rama tronchada, quedaba Davis en el campo… Los pájaros vendrían a posarse en sus brazos macilentos, en sus manos nudosas, en sus piernas contraídas, en su cara surcada de arrugas y, como a un viejo quillay, le irían arrancando la corteza… ¡Cómo picotearían los anteojos buscando las pupilas azulencas! Porque Davis estaba muerto definitivamente; el tiro…

Julián buscó en el bolsillo el arma para cerciorarse, ya sin sobresaltos, a la luz del día, de que la bala había sido disparada. Pero el revólver no estaba. Había saltado lejos al salir el tiro… Después voló la cachimba como un fuego de artificio… Lo recordaba exactamente. ¡Qué puntería la suya!, ¡y qué escapada! Porque la bala de Davis debió pasar rozándole la frente… Bueno; pero él no era el culpable: Davis le provocó: "¡Dispare usted, si se atreve, Míster Pardo!" ¡Tenía su merecido!

—¡Se acabó Davis! Nunca más volverá a entrometerse en mis negocios ni a hacerle la corte a Anita, ni a dirigirme palabras insolentes.

¡Qué alegría la de Leonor al verle a salvo! ¡Con qué orgullo referiría a Anita el lance!:

—En la noche, fíjate… solos… sin padrinos… y Julián que acababa de sufrir un golpe terrible. ¡Es muy valiente!

¡Qué abrazo le daría el coronel Carranza!

XXVI

Las caretas colgadas en largas sartas penden como guirnaldas de flores exóticas en la puerta de la juguetería. Hay caras plácidas y caras tristes, flacas y rollizas, torvas y grotescas.

El viento pasa y sacude las máscaras. Se agitan y parecen cuchichear. Algunas se tuercen hacia un lado como esquivando el saludo; otras siguen mirando distraídas desde el fondo de sus ojos vacíos. No piensan, ¡qué van a pensar! Sin duda no tienen intención de hacer un desaire ¡claro está! Mantiene cada cual su gesto, su mismo gesto de siempre, pero ¡cómo se asemejan esas máscaras, que evitan el saludo o se sonríen con muecas burlonas, a las caras que ha visto esa mañana en la calle, en el club, en la Bolsa!

No hay para Julián en toda la ciudad más que unos ojos puros y un rostro ingenuo y franco; los del
Nito.
Y el chico también quiere una máscara. Tomado de la mano de su padre, insiste por décima vez en su petición:

—Papá, yo
quielo
una cabeza de payaso.

—Bueno: ¡qué se le va a hacer!

Compra la careta y regresa lentamente a la casa con el niño.

Julián no tiene valor para luchar con ese ambiente impalpable de antipatía o reproche que siente a su alrededor.

Ni un solo amigo se ha acercado a saludarlo. Y no es que ignoren la noticia: nada de eso. El día antes, los diarios de la tarde se encargaron de publicar a todo el ancho de sus páginas, "el grave incidente personal entre el conocido hombre de negocios Mr. Walter Davis y el señor Julián Pardo". Así: todos los calificativos eran para Davis. El era un cualquiera.

Uno de los diarios llevaba el desparpajo hasta el extremo de publicar un retrato de Davis. Por lo visto el cronista no se quedaba corto… ¿No había encontrado una fotografía auténtica? Pues bien; venga la de cualquier señor de aspecto inglés… El que mejor cuadre con el personaje, el más buenmozo. ¡Y no tenía mal gusto el muy bandido! El retrato publicado hacía realmente honor a la raza británica. Un hombre bastante joven, de facciones bien delineadas, frente amplia, nariz recta y labios de una finura casi femenina… ¡No se parecía en nada a Davis! Pero lo cierto es que al lado de él, el retrato de Julián aparecía desmedrado y ridículo. ¡Lo mismo que en la información!

—¡Oh! ¡Los diarios se inclinan siempre al poderoso! —pensó Julián con amargura.

Y ese diario era precisamente el que había visto Anita la tarde anterior, al volver del biógrafo. El periódico estaba sobre la mesa de la sala, y se detuvo a hojearlo distraídamente. En la tercera de sus páginas sus ojos tropezaron con el funesto párrafo.

—¿Cómo? ¿Julián con Davis? ¡Que horror! Pero… ¿Por qué?

Por un momento creyó ser ella la protagonista y una oleada de sangre le subió a la cara.

—¡Celos… seguramente celos…!

Le costó seguir las letras, que parecían huir ante sus ojos. Afortunadamente la información no decía una palabra sobre la causa del duelo. Frases imprecisas… Desacuerdos por motivo de carácter comercial.

Sin fuerzas para leer se dejó caer en un sofá. Allí, Julián, la había besado por primera vez: le parecía algo muy vago y muy lejano… ¡Una locura! Ahora ese recuerdo casi la molestaba. Tenía el presentimiento de que Davis había muerto… Nunca había logrado conocerlo —Julián con sus estúpidos celos se negó siempre a presentárselo—; cuando la salvó de la quiebra ni siquiera pudo darle sus agradecimientos… y ahora le veía por primera vez… ¡Qué buenmozo era! ¡Tal como ella se lo había imaginado! ¡Razón tenía Julián en ocultárselo! Sentía que una angustia, amarga y honda como un mar, iba subiendo poco a poco hasta ahogarla. Sí; esa debía se la sensación de los obscuros farellones cuando empieza a cubrirlos la marea… Frío, oscuridad, silencio… Los ojos anublados de lágrimas, un sabor salobre en los labios, una asfixia, una inquietud…, y el pensamiento como un pájaro volando entre la niebla…

Recordaba cuando Graciela le habló por primera vez de Davis:

—Mejor que no lo conozcas. Si lo vez, te vas a volver loca por él…

Dicen que no hay un hombre más simpático…

Y en el fondo del corazón, guardaba ahora bajo siete llaves, la profecía de Madame Bachet:

—Usted se enamorará de un hombre que no existe… Un príncipe, un rajah…, un multimillonario… No lo veo bien…, pero es un extranjero…, un poderoso, capaz de hacer y deshacer fortunas…

—¡Pero, ¿no me dice usted que ese héroe no existe? ¡Qué conquista más graciosa! —había exclamado entonces ella, riendo a carcajadas.

Y ahora Davis no existía…, y ella que nunca lo vio en vida, oprimía con desesperación el retrato y lloraba… ¡La predicción de la adivina! ¿Por qué no tuvo antes valor para afrontar los celos de Julián y decirle: "Créeme loca, piensa de mí lo que mejor te plazca, pero preséntame a tu socio. Te lo exijo?" Más, ¿Cómo iba a imaginarse?

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Hundió la cabeza en el sofá y permaneció allí largo rato sollozando, con los labios pegados al retrato, que parecía preguntar, con sus pupilas atónitas: "¿Qué pasa?

¿Esta mujer se ha vuelto loca? ¡Cómo me ha puesto con el
rouge
de sus labios!".

Realmente la figura de Davis, llena de manchas bermejas, parecían la de un asesinado. El periódico había sido más parco al advertir que no existían aún noticias fidedignas del resultado del lance, pero que los rumores circulantes permitían colegir que el señor Davis había quedado gravemente herido.

No se necesitaban más detalles para formar ese ambiente de reticencia y mala voluntad en que Julián de debatía.

—¡El tal Pardo es un canalla! ¡No había motivo alguno para el duelo…, y hay que ver que le debía al otro su fortuna!

No era raro que así opinara el público. ¡El dinero inspira tantas consideraciones, y cuántos se habían enriquecido en esos días especulando a la sombra de Davis!

Julián no tenía derecho a extrañarse.

La misma Leonor, con todo su cariño, le había recibido con la voz temblorosa de emoción:

—Pero…, no lo has muerto, ¿verdad? ¡Dime, por Dios, que no lo has muerto!

Cualquiera hubiera creído que la vida de Davis le interesaba a ella, tanto como la de su marido.

—¡Habla, Julián…! Dime, ¿qué ha sido de Davis?

—¡Qué te importa! —gruñó Julián, blanco de ira.

Creía oír la carcajada homérica de Davis.

—Ya ve usted, Mr. Pardo…

Hasta en su casa hay personas que se interesan por mi suerte.

Y Julián pensó que no había muerto; más aún, que no podía ni siquiera decir que lo había muerto.

Leonor permanecía frente a él con los ojos llorosos. ¡Nunca la había tratado Julián de esa forma!

—Perdóname —dijo él con lentitud—. ¡Estoy tan nervioso! ¿Querías saber de Davis? Bueno… Bueno… Una herida en el brazo únicamente.

XXVII

Ahora Davis, zunco y todo, se vengaba.

La pobreza —la Pobreza con mayúscula— había bajado lentamente como una neblina. La vida se ensombrecía; las cosas más risueñas, arrebujadas en la bruma, tomaban aires de fantasmas y el horizonte se estrechaba más y más… Julián se veía apenas sus manos, agitadas por un temblor extraño. No tenía ya a quién tenderlas.

Fue asunto de pocos meses. Al principio, la Pobreza se contentó con perseguirlo desde lejos; llegaba al Banco y le substraía algunos bonos, iba a la Bolsa y sugería al corredor la idea de exigirle mayores garantías; con timideces de vieja pordiosera se acercaba a sus amigos del comercio y les susurraba al oído mil mentiras.

"Don Julián no tiene ahora la fortuna que antes. Hay que andarse con cuidado".

Naturalmente, la pobreza no procedía por impulso propio. Era una simple mandataria. Davis, oculto en la neblina, dirigía la maniobra.

Un día, la Pobreza llegó hasta la propia casa. Fue preciso hipotecar la propiedad.

En medio de esa atmósfera de liquidación, Leonor recibió el anillo de esmeraldas… El anillo de Davis…

Ni se atrevió a usarlo.

Julián oía a todas horas la carcajada sarcástica de Davis: "¡Pobre míster Pardo…, le va a ir mal!"

La gente también decía lo mismo; en un corrillo, en la Bolsa, Julián lo había oído:

—¡Psh! ¡Verás cómo ahora, sin Davis, no es capaz de nada!

Se referían a Julián.

Y para demostrar lo contrario, había especulado… Una gran especulación con éxito funesto…, luego otras más pequeñas…, otras…

y otras…

No era tan fácil conseguir crédito. En todas partes tropezaba con respuestas parecidas:

—Con Davis, este préstamo habría sido fácil concederlo; pero, ahora, disuelta la sociedad… En fin, puede que el Consejo…

Las especulaciones de Julián se iban haciendo cada vez más chicas. Por fin, desesperado, intentó un golpe decisivo. La suerte le perseguía.

Se corrió la voz de que Davis especulaba en contra suya. Perdió. Pardo quedó materialmente en la calle.

La Pobreza había entrado ya a su casa. Se divertía a costa de su víctima: a veces cortaba el gas; otras, envalentonaba a un cobrador para que lo injuriara… Un día interrumpió la luz eléctrica y lo dejó a oscuras.

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