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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (25 page)

BOOK: El Sótano
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Saltó hacia el otro lado en el preciso instante en el que una bala impactaba junto a él en los ladrillos. El proyectil salió rebotado, atravesó sus ropas mojadas y le alcanzó en el hombro derecho. Eduardo cayó de bruces en el empedrado con una herida que, por suerte, era superficial, aunque sangraba abundantemente.

Todavía no estaba a salvo. Se levantó como pudo, tambaleándose como un borracho —de eso él sabía bastante— y corrió por la acera hacia lo alto de la avenida de Daroca, alejándose de la puerta principal del Cementerio Civil y de quienes pretendían asesinarle. Tenía que encontrar algún lugar donde esconderse. Estaba entre dos tapias y una calle de doble vía. Allí era un blanco perfecto.

27

La sed de sangre es peor que cualquier otro apetito. No se calma matando, sino que aumenta más y más a medida que se mata. El rojo torrente quiere convertirse en río, y éste en mar. Una vez se ha alcanzado el frenesí de la barbarie, la mente cae en una cruenta espiral sin fin.

Víctor estaba bufando con el rostro perlado de sudor, entre manchas de sangre de sus víctimas y los ojos inyectados en la suya propia, hasta que dos potentes luces penetraron en sus ojos y llegaron hasta su cerebro, como agujas que atraviesan un pedazo de mantequilla.

Clap, clap, clap.

Unos aplausos surgieron de las luces. Vinieron de ellas para rodear a Víctor, que sólo podía mirar al frente sin apenas conciencia de sí mismo y de lo que le rodeaba. A un lado yacía Bárbara, aún sin conocimiento.

Paulatinamente, algo más apareció con los chorros de luz. Unas figuras que se dibujaban tras ellos como sombras. El aplauso continuó. Más espaciado. Más profundo. Más aterrador.

—¡Debo felicitarte, soldado Gozalo!

Era la voz de la Doctora. Una voz helada en medio del gélido ambiente del edificio.

Por fin Víctor reaccionó. Volvió en sí, al aquí y al ahora. Encendió su linterna y miró a los recién llegados.

—¿Qué…? —acertó a decir, aún desorientado.

—El experimento está siendo completado con éxito. Un éxito deslumbrante. Permíteme que te dé la enhorabuena.

«El experimento.»

—¿El experimento…?

La mujer tenía en su mano una especie de mando con varios botones. Miró un instante a Víctor sin responder. Sus grandes ojos azules brillaron a la luz de su linterna. Se dio cuenta de que no era capaz de reconocerla.

—¿No te acuerdas de mí, soldado Gozalo?

El rostro de Víctor revelaba incomprensión e incredulidad. Aquella mujer era la directora científica del experimento.

—¡Es usted la Doctora…! —exclamó.

—Sí, soldado Gozalo. Y tú eres nuestro verdadero experimento, no ese mendigo repugnante que metimos aquí para desencadenar los acontecimientos. A él no le implantamos más que un comunicador y un dispositivo para generar endorfinas y neurotransmisores en su cerebro. Así lo controlábamos, mediante una voz imperativa que él tomaba por Dios, el pobre imbécil… Y que le premiaba o castigaba según sus acciones. Pero a nuestro soldadito, a ti, te implantamos un microchip más avanzado, capaz de anular la voluntad y de dirigir tus actos según nuestros deseos.

—¿Por qué han…? —Víctor no supo cómo terminar la pregunta.

Pero la Doctora sí supo cómo contestarla.

—Para él era fácil matar. No conocía de nada a esos muchachos. Tú, en cambio, has llegado a implicarte emocionalmente. Ésa era nuestra prueba de fuego. Que tu voluntad no fuera capaz de resistirse al control bajo ninguna circunstancia. Ni siquiera ante la más poderosa: la de las emociones. La del amor… ¿No lo entiendes? Ya veo que no. —La Doctora sonrió con una mueca cercana al desprecio—. Déjame que te cuente una pequeña historia. Durante el gobierno de Adolf Hitler en Alemania se creó un grupo de élite, dentro del partido nazi y luego también en el ejército. Me refiero a las SS y las Waffen SS. Cuando se admitía a un nuevo aspirante, éste era sometido a un entrenamiento inicial que duraba tres meses. Al principio se le entregaba un cachorro de pastor alemán para que lo cuidara. Durante la instrucción se convertía a los candidatos en servidores leales. Pasados los tres meses, sin motivo aparente, un mando pedía al futuro SS que sacara su pistola y le pegara un tiro al perrito. En ese período, ya había dispuesto del tiempo suficiente para encariñarse con él. Si el candidato titubeaba siquiera un instante antes de cumplir la orden directa, era expulsado. Así de fieles hacían a sus miembros. Era un proceso perfecto de selección que hoy, por desgracia, no es posible, aunque resulte necesario en un mundo de fanatismo religioso que nos pone en jaque y en desventaja cada día. ¿Lo entiendes ahora?

Víctor tardó mucho en responder.

—Sí. Lo entiendo.

Lo habían utilizado. Le habían obligado a matar salvajemente a personas que supieron ganarse su respeto y su cariño. Le habían arrancado de cuajo su moral, sus convicciones, sus sentimientos más profundos; todo aquello que le hacía un ser humano. Y todo ¿para qué? ¿Para qué habían tenido que morir Pau, y Mar, y Alejandro, y Germán, y Clara, y ese pobre diablo? Por un experimento. Por eso habían muerto todos ellos. Por un maldito experimento. ¿Y Bárbara? ¿Qué iba a pasar ahora con Bárbara, aquella chica de la que había llegado a enamorarse y con la que habría querido pasar el resto de su vida?

El fuego se reavivó en la mirada de Víctor. Ahora no se trataba de una influencia artificial generada en su mente. Ahora era su voluntad la que mandaba en sus pensamientos y en sus emociones. Lo que sentía era odio. Y en lo único que pensaba era en volver a matar. Aferró el mango de su navaja, aún dentro del bolsillo, y dio un paso al frente.

Pero algo le obligó a detenerse. Estaba a punto de lanzarse contra la Doctora y el hombre que la acompañaba, cuando su cerebro volvió a ser invadido por el parásito que dominaba su voluntad.

—Termina lo que has empezado —le dijo la Doctora, y señaló a Bárbara.

Víctor obedeció. Se volvió y fue hacia la joven. No era él en realidad quien sacó su navaja automática y desplegó la hoja. Se puso a horcajadas sobre ella. El movimiento hizo que ella volviera en sí. Tenía la nariz rota por el golpe y el rostro ensangrentado.

No tuvo tiempo de decir nada. Víctor se había sentado sobre su vientre. Le tapó la boca con una mano y con la otra le rebanó la garganta.

—Te quiero…

Las palabras salieron de la boca de Víctor. Pero ¿era él de veras quien las había dicho? Un millón de variables cerebrales se entremezclaban formando sus pensamientos. Era él y al mismo tiempo no lo era. Comprendía lo que estaba haciendo pero no sabía por qué lo hacía, incapaz de detener sus impulsos. Era un autómata guiado por una fuerza superior e irresistible. Había dejado de ser humano para convertirse en una máquina de matar, sin voluntad.

Bárbara mantuvo sus brazos en alto un momento, aferrados al cuerpo de Víctor. Sus ojos todavía estaban abiertos cuando empezaron a quedarse sin fuerza y se cerraron pesadamente. Sus piernas empezaron a moverse con las convulsiones de la muerte. Una mancha húmeda empapó sus pantalones. Al fin, su corazón se detuvo.

Una lágrima estuvo a punto de desbordarse de uno de los ojos de Víctor. Pero no lo hizo. A un lado, sobresaliendo de la pared, vio los cables eléctricos que Germán había encontrado después de instalar el grifo. Se lo había contado cuando le sorprendió duchándose la tarde anterior.

La Doctora volvió a liberarle del control. Sonreía llena de satisfacción por el resultado del experimento.

—Ahora, soldado Gozalo, vendrás con nosotros. Habrá que hacerte muchas pruebas y evaluar todos los datos recogidos.

Víctor estaba aún sobre Bárbara. Se echó a un lado, girando sobre sí mismo, hacia los cables.

—Vamos —insistió la Doctora—. No hay tiempo que perder.

El agente que la acompañaba, y cuyo rostro se había mantenido siempre entre las sombras, se aproximó hacia Víctor. Era un tipo grande y fuerte. Un matón de los servicios secretos. Antes de que llegara hasta él, Víctor cogió los cables y se los puso a ambos lados de la cabeza. La descarga fue brutal. Sintió que algo se rompía en el interior de su cerebro.

La Doctora gritó y pulsó uno de los botones de su mando. Ya no hizo ningún efecto.

Víctor se revolvía de dolor. El agente fue tan torpe como para ponerle la mano encima mientras la corriente recorría su cuerpo. A él también le sacudió la descarga y le hizo caer al suelo, a su lado. Víctor soltó los cables y agitó la cabeza para desentumecerla. Dos profundas quemaduras surcaban sus sienes.

Con un rápido movimiento, se lanzó sobre el agente. Vio por primera vez su rostro. Para él no era un ser humano, sino la sombra de una criatura salida del Averno; destruirla suponía hacer justicia. Durante unos segundos, sin embargo, la sombra se incorporó y opuso resistencia. Luego se disolvió en la nada, se fundió con la oscuridad del edificio. Volvió al polvo como un fardo inerte que se derrumbó con la yugular seccionada. De un solo golpe.

La Doctora retrocedió, mirando el cuerpo sin vida de su escolta. Debería estar asustada, pero no lo estaba. Era demasiado dura y soberbia para amedrentarse ante uno de sus
proyectos
.

—¿Qué crees que haces?

Su tono era seco y autoritario. Como la voz de Dios. Le lanzó a Víctor el inútil mando, y metió la mano en unos de los bolsillos de su abrigo para coger el arma que ocultaba en su interior.

Víctor se dio cuenta y corrió hacia ella. No le dio tiempo a apuntarle, aunque el sonido de una detonación resonó en todo el edificio. Había apretado el gatillo del pequeño revólver mientras aún estaba dentro del bolsillo. La bala atravesó su estómago. Lo único que sintió fue un calor intenso en medio del frío que lo inundaba todo.

La linterna que llevaba en su otra mano cayó con un golpe metálico. Víctor se separó de la mujer un momento. No hubiera sido capaz de decir si era él quien había resultado herido. Hasta que la vio tambalearse con las manos sobre el vientre. Allí, una mancha de sangre estaba empapando sus ropas. La Doctora bajó la vista y contempló, incrédula, esa mancha que no paraba de extenderse.

No hubo el menor atisbo de piedad en el alma de Víctor. Se abalanzó de nuevo sobre ella y la hizo caer. Desde el suelo, sentado sobre la Doctora como un instante antes lo había estado sobre Bárbara, empezó a descargar sus puños contra su rostro. Una y otra vez. Con la cadencia regular de un martillo sobre un yunque. Era incapaz de distinguir la expresión de aquella mujer, cuyas facciones se desfiguraban a cada golpe. Pero seguían mostrando una absoluta incredulidad.

No gritó en ningún momento. Murió poco después, aunque Víctor no se detuvo hasta que la cabeza de la Doctora se asemejó a una masa informe y sanguinolenta, con la carne reventada y los huesos machacados.

Un aullido, que pareció emerger de las profundidades del tiempo, cuando los seres humanos eran bestias salvajes, surgió de la garganta de Víctor. Aunque su sonido se perdió en el silencio, ya nunca se borraría del todo. Impregnaría para siempre cada rincón de aquel edificio maldito.

Víctor se levantó tambaleándose del cuerpo sin vida de la Doctora. Aún estaba aturdido por la descarga eléctrica, pero no había perdido la noción del espacio y el tiempo. Tenía que hacer algo antes de huir de allí. Miró un instante hacia Bárbara. Un dolor agudo le traspasó el corazón.

El tobillo volvía a dolerle. Dando tumbos, salió de la negrura del edificio a la pureza blanca del exterior, cubierto de nieve. Sabía perfectamente dónde se hallaba la caseta de control. Llegó allí como pudo, atravesando el parque nevado. Dio una patada a la puerta. Dentro, sólo encontró al asustado técnico, que estaba guardando un disco duro en una bolsa de cuero.

—No me hagas daño… —balbuceó—. Ya he avisado al mando y están a punto de llegar refuerzos.

Tampoco con él tuvo Víctor misericordia. Una vez más, esa madrugada, segaba la vida de un semejante. Luego, con la misma silla que había usado el técnico para vigilar todos sus movimientos, destrozó los monitores y el resto de aparatos de la caseta. Cogió la bolsa con el disco duro y se marchó en dirección a la furgoneta, estacionada al otro lado del edificio. Rebuscó en su bolsillo. Había encontrado las llaves cuando fue al sótano en busca de Germán. Cuando todavía era dueño de sus actos y de su voluntad.

El vehículo desapareció poco después por una helada y solitaria carretera, entre árboles y edificios cubiertos de nieve. El experimento había sido un éxito, pero sus autores nunca lo sabrían.

28

Los faros de un automóvil, que bajaba parsimoniosamente por la avenida de Daroca, eran una señal. Eduardo se puso en medio de la vía y le hizo parar en seco. El conductor estuvo a punto de atropellarle, con gesto de pánico. Sin darle tiempo a reaccionar, Eduardo se coló en el asiento del copiloto. El conductor era un joven regordete y de aspecto algo afeminado, que dijo temblando y con voz de pito:

—¡Por favor, por favor no me mate! ¡Le daré todo lo que quiera!

—No te mataré si pisas a fondo ahora mismo —le gritó Eduardo, aprovechando su confusión. Le había tomado por un ladrón o un atracador, y no pensaba sacarle de su error.

El joven hizo sin chistar lo que Eduardo le pedía. El motor del coche rugió como una bestia y las ruedas derraparon con furioso ímpetu. Hasta ese momento, Eduardo no se había dado cuenta de que era un Porsche 911. Atravesó la avenida de Daroca en cuestión de segundos, sorteando una pequeña rotonda como un avión a punto de despegar.

Eduardo miró atrás. Le pareció distinguir los faros de otro coche, saliendo de un lado de la calle, justo antes de desaparecer.

—¿Adónde vamos? —preguntó el joven, un poco más tranquilo—. ¿Está usted huyendo de alguien?

—No quieras saberlo… Vamos a Carabanchel. ¿Sabes ir?

La idea de ir a Carabanchel había sido como una revelación. Allí vivía la única persona a la que aún podía recurrir: su amigo Serguéi Sirkis.

El trayecto era de varios kilómetros. Eduardo aprovechó para examinar el contenido de la bolsa que había encontrado en el columbario. Lo que había tomado por una caja metálica era en realidad un disco duro de ordenador, y la libreta estaba escrita con una letra cuidada que, en sus últimas páginas, se volvía tosca y temblorosa. Lo que contenía empezaba así:

Mi nombre es Víctor Gozalo Monroy y soy infante de marina. Serví en Afganistán y en Líbano. Allí caí herido en una acción y fui condecorado con la Cruz del Mérito Militar con distintivo amarillo. Por mis méritos y mi hoja de servicios, me eligieron para esta misión. O eso fue lo que me dijeron.

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