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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (29 page)

BOOK: El Sótano
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—Si lo hace, morirá. Se lo aseguro.

—Eso está por ver. Ya sabe mis condiciones. Esta conversación ha terminado. No tengo más que añadir.

El general cambió de estrategia.

—Nadie le creerá. Incluso con el disco y la libreta de Víctor Gozalo. Nosotros nos ocuparemos de desacreditarle a usted y todo cuanto diga, no lo dude. Lo único que usted tiene son cabos sueltos.

Eduardo se había levantado y esperaba junto a la puerta del despacho.

—Es posible. Pero también el hilo de Ariadna era un cabo suelto, y sirvió para salir de un laberinto.

El general hizo que un conductor llevara a Eduardo hasta su casa, en el centro de Madrid. Había aceptado sus condiciones a regañadientes. No le quedaba otra opción. Como militar, sabía cuándo debía retirarse y firmar una tregua. Ahora Eduardo tenía la sartén por el mango. Al final, había sido él quien había dado el último golpe.

Aunque el penúltimo se llamaba herida en el hombro, rodilla destrozada y casa patas arriba. La herida empezaba a curarse. La rodilla le dolía un poco menos. Y en cuanto a su apartamento, podía volver a ordenarlo. Incluso le vendría bien, porque le obligaba a colocarlo todo de nuevo y a hacer limpieza general.

Sólo una cosa le faltaba antes de hacer público el Proyecto 101: ir a ver a Lorena. La había llamado desde su piso mientras lo ordenaba, para tranquilizarla. Ella estuvo de acuerdo en que fuera a verla. Eduardo no tenía fuerzas para ir a buscar su moto, abandonada en las cercanías del Cementerio Civil. Bajó a la calle y cogió un taxi hasta Las Rozas.

Lorena lo esperaba con un café caliente y unas pastas. Estaba realmente guapa, aunque en su rostro se veían señales de abatimiento. Su tristeza hería a Eduardo en el centro de su corazón. Ambos se sentaron en la sala de estar y estuvieron callados durante largo rato. Luego, Eduardo levantó la mirada y la dirigió a los ojos de Lorena.

—Se acabó el alcohol. Se acabó ser un mal padre. Se acabó no tomarme en serio mi trabajo. Se acabó haceros daño a ti y a Celia. Voy a reconquistarte. Te lo demostraré con hechos, no con palabras. Así que tú tampoco digas nada. Tu silencio será el impulso que necesito.

Lorena calló. Y miró a Eduardo con ternura.

—Os quiero —dijo él, y luego añadió—: Te quiero.

La sonrisa de Lorena iluminó la habitación y el alma de Eduardo. Sólo dijo dos palabras:

—Lo sé.

31

Cuatro días después

Era lunes por la mañana. La Ciudad Universitaria de Madrid se veía espléndida bajo un sol primaveral. Las amplias avenidas estaban repletas de estudiantes, que iban y venían con sus atuendos llamativos y sus mochilas y carpetas. Eduardo caminó, disfrutando del juvenil ambiente, hasta llegar a la Facultad de Ciencias Físicas. A su izquierda, por delante de un hermoso parque, se alzaba el edificio al que se dirigía, completamente abandonado y con los cristales de las ventanas rotos. Tenía el aspecto de un buque a punto de ser engullido por las aguas de un mar proceloso, del que parecía emerger un último grito de auxilio y terror.

Pero, a un lado, vivos colores transformaban su figura, como queriendo darle vida de nuevo. La vida que él robó a seis muchachos y un mendigo, hacía no mucho tiempo. Pero la vida se abre paso contra todo pronóstico, contra toda adversidad; contra, quizá, el mismo destino.

Eduardo contempló el edificio largamente. Parecía irreal, alzándose en medio de la Ciudad Universitaria como un espectro. O más bien como un fantoche pintarrajeado; igual que una mujer anciana que se resiste, con un dedo de maquillaje, a rendirse ante las marcas de la senectud.

Unas voces hicieron que Eduardo saliera de su trance. Eran de un grupo de jóvenes que salían del edificio por una de las puertas laterales. Reían alegremente mientras se iban colocando, con botes de pintura blanca y gruesas brochas, delante de la fachada. En pocos minutos escribieron tres enormes letras cuyo mensaje, por desgracia, no presidía el mundo: PAZ.

Eduardo se quedó mirándolos. Aquellos chicos no eran muy distintos a los que murieron allí cinco años atrás. Podían haber sido ellos las víctimas de la crueldad y la barbarie del hombre contra el hombre. De la falta de humanidad de los humanos, de la irracionalidad de los seres supuestamente racionales. De los desalmados que creían tener derechos especiales sobre sus semejantes.

En esa mañana luminosa y oscura a la vez, Eduardo dirigió la vista hacia el suelo. Ningún acto abominable es sólo responsabilidad de unos pocos. Los criminales también tienen padres y tienen hijos. Todos los hombres y las mujeres que habitan la Tierra son, para bien y para mal, más parecidos entre sí de lo que ellos creen. O de lo que les gustaría creer.

Serguéi Sirkis había llegado la tarde anterior al aeropuerto de Lviv, la preciosa ciudad ucraniana donde había nacido y crecido antes de marcharse a Moscú y luego a España. Lviv era la antigua capital del este del Imperio austrohúngaro, una especie de Viena en miniatura, ahora descuidada y sin el esplendor de siglos atrás.

Pasó la noche en casa de su hermano mayor, arquitecto oficial del ayuntamiento, y se levantó pronto a la mañana siguiente. Desayunó antes de que el resto de la familia despertara y salió en el coche de su cuñada hacia Adky. Estuvo conduciendo durante casi dos horas para atravesar los setenta kilómetros de angosta carretera que separaban Lviv del pueblecito, entre inmensas llanuras y oscuros bosques. En aquel lugar recóndito, no muy alejado de la frontera con Polonia y olvidado de la mano de Dios durante la Segunda Guerra Mundial, habían estado juntos él y Eduardo, cuando éste viajó a Ucrania para documentar la historia de una jovencita asesinada por los nazis. Allí conoció a un sacerdote cristiano ortodoxo que le ayudó en su investigación, el padre Iván. Un hombre íntegro y casi un santo en vida.

La iglesia ortodoxa de Adky estaba a la entrada del pueblo. Serguéi aparcó junto a la verja exterior, que circundaba el templo. El tiempo era frío aunque soleado. Había nevado en los últimos días. Pero ese día no. Serguéi cogió del maletero la bolsa con el disco duro y la libreta, y cruzó la verja exterior. Se detuvo un momento en el suelo embarrado, frente a la escalera que conducía a la sacristía, pensando en qué iba a decirle al sacerdote.

Le diría la verdad. Lisa y llanamente. Aunque fuera sólo el retazo de verdad que él conocía. Era domingo. Cuando entró en la sacristía, el padre Iván estaba preparándose para el oficio matutino.

—¡Serguéi Sirkis! —saludó el religioso, con una amplia sonrisa y los brazos extendidos.

—Buenos días, padre Iván.

—Qué sorpresa tan grata verte. ¿A qué se debe tu visita?

—He venido porque necesito pedirle que guarde algo.

El sacerdote miró a Serguéi con gesto de no comprender a qué se refería.

—¿Que yo guarde algo?

—Sí, padre. Esta bolsa. En la cripta de la iglesia. En algún lugar que nadie pueda encontrar. Es lo que me ha pedido un amigo muy querido, Eduardo Lezo.

—¡Ah, el reportero español! ¿Y de qué se trata?

—No puedo decírselo. Y no porque no quiera. Pero ni siquiera yo lo sé. Eduardo me hizo prometerle que no haría nada para averiguarlo. Y he cumplido mi promesa.

El padre Iván apretó los labios y frunció levemente el ceño. Parecía contrariado. Pero enseguida volvió a su gesto amable de siempre.

—Eduardo Lezo es un buen hombre, ¿verdad?

—Sí. Lo es.

—Entonces dámela. Haré lo que me pides.

Con mano firme, el sacerdote cogió la bolsa de las manos de Serguéi y la dejó un momento sobre una mesa. Se quitó la toga que estaba empezando a ponerse para la misa y volvió a coger la bolsa. Luego salió por una puerta que daba a la entrada de la cripta. Era una pequeña excavación en la roca, debajo de la iglesia. Un lugar donde se refugiaron algunos niños judíos durante la guerra. Pero los soldados nazis los encontraron y los fusilaron sin misericordia.

El padre Iván descendió con paso quedo por la escalera de la oscura cripta. Serguéi se quedó arriba, esperándolo. No quería saber dónde escondía la bolsa. Ése debía ser un secreto entre el religioso y su Dios. Desapareció enseguida, engullido por las sombras. Y con él, las únicas pruebas del Proyecto 101.

Fin

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