Detuvo el vehículo frente a la gran casa. Ferran permaneció inmóvil unos instantes antes de bajar del coche. Tal vez reunía fuerzas para dar la funesta noticia a su madre y hermanos. Durante un breve momento, Dimas pensó que quizá lo haría pasar. Pero no fue así:
—Quédate aquí y espérame —ordenó.
Cabizbajo, con los hombros caídos bajo el peso de la desgracia, se dirigió al interior de la mansión. El cielo estaba nublado y cubría de indeterminación la hora del día; no se sabía si era mañana o tarde, una especie de crepúsculo obstinado. Dimas le siguió con la vista intentando pasar más allá de la puerta. Cerró los ojos y trató de imaginar la reacción que tendrían todos; Pilar, Núria… Laura. Se maldijo por no poder estar con ella, reconfortándola, protegiéndola. Cuando volvió a abrir los ojos sintió que algo le nublaba la visión y las náuseas le revolvieron las tripas. Pensar en el sufrimiento que Laura estaría experimentando en esos momentos le resultaba demasiado doloroso. Se preguntó cuál sería el injusto motivo por el cual siempre les tocaba sufrir a los que menos lo merecían.
De la mansión sólo surgía un rumor sordo, como de corriente eléctrica. Lo que allí ocurriera quedaba protegido por sus muros, el mismo lugar inaccesible en el que acababan todos los secretos de la familia. Creyó oír un lamento lejano, aunque no supo si era real o imaginado. Sus manos se aferraron fuertes al volante. Poco a poco, bajó la cabeza hasta apoyar la frente en él. Cogió aire y lo expulsó despacio, deshaciéndose de la tristeza que llenaba sus pulmones, lentamente, hasta que ya no quedó nada.
«La paciencia consiste en esperar, no pasivamente, sino trabajando con persistencia, aunque la solución no se vea cerca».
Antoni Gaudí
La panorámica desde el cementerio de Montjuïch se abría al mar y a sus habitantes. Rodeado por el abrupto acantilado coronado metros arriba por el castillo, parecía un anfiteatro natural. Sobre las cabezas, el cielo desapacible dominaba el paisaje suntuoso y agobiante. El escenario tenía como tapiz el mar, y el puerto de Barcelona, aun siendo domingo, estaba preñado de actividad. La ciudad se desgranaba en un goteo ininterrumpido de barcos de todos los tamaños que entraban y salían de la rada. En los barcos de pasajeros conocidos como «vapores» y en los cada vez menos panzudos mercantes las chimeneas lanzaban un humo denso que parecía alimentar las nubes. Los veleros, con sus velas plegadas y arrastrados por remolcadores incansables, se rendían a la evidencia de las nuevas tecnologías, asumiendo su papel de viejas glorias en un mundo propiedad de los jóvenes. Y en el último escalafón de la cadena de navíos, los esquifes, con el avance recatado de sus remos, transportaban la humilde pesca de quien no había accedido a tripular un barco más grande, o la carga sencilla y cotidiana para vender a los inquilinos del mar que no podían o no deseaban descender a tierra firme.
En la platea de ese anfiteatro monumental se producía un triste acontecimiento: el entierro de Francesc Jufresa. Las corbatas, los velos y los vestidos negros, las gorras apretadas en las manos lentas, las caras tristes y compungidas, los ojos enrojecidos y llorosos, conformaban un espectáculo de una dureza persistente. El mausoleo familiar permanecía abierto desde horas atrás, en espera de aquel último habitante. Su negrura parecía un abismo en el que la gravedad amenazaba con atraer hacia su seno a todo aquel incauto que se acercara demasiado. El féretro reposaba en tierra junto a la abertura del panteón, con las sogas pasadas por debajo en espera de que los operarios se hiciesen cargo y bajasen la absurda caja de madera a su lugar. El ataúd brillaba por el barniz; también por los pomos y los herrajes bañados en oro. En general desprendía una sensación de limpieza que acompañaba al ambiente aséptico de la ceremonia. Frente a la familia, al otro lado de la fosa que pronto atraparía al difunto Francesc Jufresa, un cura con casulla y estola de un blanco luminoso sobre la sotana negra juntaba las manos en actitud de recogimiento. De vez en cuando miraba al cielo como reclamando más ayuda o alguna respuesta que contribuyera a hacer comprensible para todos aquella tragedia. Sus palabras, en cambio, eran una letanía ajena que acompañaba al acto como una especie de música de fondo, triste y arrastrada.
Al frente de la familia, Pilar, la matriarca, mantenía la compostura. Cada poco se alzaba el velo negro para acercarse comedida un pañuelo de encaje, también negro, a los ojos. Estaba flanqueada por sus hijos. A un lado se situaba Núria y al otro Ramon. Laura y Ferran estaban cerca de ellos y todos tenían la cara desencajada. El más afectado era Ramon, que no cesaba su llanto ni un momento. Núria, entre hierática y severa, llevaba con sobriedad el duelo.
Laura destilaba unas lágrimas densas que caían por su pálido rostro en silencio. No llevaba velo ni ningún tipo de tocado. Apretaba los labios luchando por rescatar algún recuerdo alegre de su padre, como había hecho en las últimas horas y durante todo el tiempo transcurrido desde que se enterara del terrible suceso.
Rememoró cómo en una ocasión, siendo muy niña, le contó a su padre que desde uno de los patios las Teresianas les habían enseñado a reconocer formas de santos mirando las nubes del cielo. Francesc compartió enseguida su entusiasmo y le rogó:
—Cierra los ojos.
—¿Ahora?
—Ahora, aquí, en cualquier parte y en cualquier momento… Piensa en una forma, la que sea. ¿Qué ves? —le preguntó con voz pausada.
—Veo un círculo.
—¿De qué color?
La pregunta la sorprendió. Estaba influida por el blanco de las nubes, pero decidió que tenía libertad para elegir.
—Es rojo vivo.
—Precioso. Ahora deshazlo, que se convierta en vaho.
Aquél era uno de los recuerdos más intensos que conservaba de los juegos con los que a veces Francesc la desconcertaba. Recordaba haber abierto los ojos en señal de no entender.
—Con los ojos cerrados. Sin miedo, Laura. Y luego recompón los pedazos…
En su mente miles de pequeñas formas rojas imaginarias flotaban suspendidas a la espera de una señal suya que las reordenara. Ya no necesitó a su padre para continuar con el juego. En cualquier lugar, en cualquier momento, podía cerrar los ojos y situar formas y colores sobre el negro. Ahora, en cambio, cerraba los ojos y el gris nubarrón no se deshacía. No podía convertirlo en mil pequeños pedazos que reordenar de una manera amable. Pero lo conseguiría gracias a la lección imposible de olvidar que Francesc le enseñó en aquella ocasión. Esos pensamientos la llevaron por fin a relajar los labios y levantar levemente las comisuras sonriendo a la memoria de su padre.
Ferran, un poco más atrás, parecía un autómata. Se sobresaltaba a cada saludo de los conocidos, a cada cambio en la intensidad de la voz del cura. Su palidez era todavía más acusada que la de su hermana, casi mineral. Se mantenía sin apoyo, solo y desgarbado, los ojos enrojecidos y en silencio. Bajó la mirada y vio el reflejo de las nubes entre los charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior. Llevaba un largo abrigo negro de paño grueso, pero no parecía bastarle. La realidad de los acontecimientos le había dejado destemplado, con un frío acerado que le nacía dentro. Cuando el cuerpo de su padre fue introducido en el agujero, sus fuerzas sucumbieron. Se arrodilló lentamente y se dejó llevar ante los presentes por un llanto sordo y contenido. La primera que acudió a él fue Laura, que también se arrodilló. Ambos estuvieron un rato abrazados, hasta que sus hermanos los ayudaron a levantarse y fueron desfilando hacia la salida así, entrelazados y confortándose unos a otros.
Quedó entonces en primera línea el nutrido coro de endechaderas que representaba a las autoridades, los burgueses, los amigos, los enemigos, los respetuosos y atentos prohombres de Barcelona.
Unos metros más adelante en su camino, ya más enteros, Laura se acogió al brazo que Jordi Antich le ofrecía. Núria esperó a su familia, su marido y sus hijos, que habían permanecido un poco más atrás. Ramon transitaba solo, cariacontecido, y Ferran se acercó a su madre. Caminaron los dos, hombro con hombro, al mismo compás.
A medida que avanzaban, los trabajadores de la joyería fueron abriendo un pasillo y los observaron alejarse en silencio. Luego, uno a uno, pasaron junto al féretro que reposaba ya en el mausoleo y se fueron despidiendo cada cual a su manera, pero todos con un respeto solemne.
Cuando el cementerio quedó solitario de dolientes, el sordo trabajo de los operarios reubicando y restañando la losa de granito rompió el ulular del viento marino. Una bandada de gaviotas expandió sus graznidos contra la pared amarillenta del acantilado. Arriba, un cañón de gran calibre recortaba su silueta contra el cielo. A mediodía, los restos de Francesc Jufresa reposaban en el panteón familiar y su vida, sus actos, su trabajo, pertenecían ya a las caprichosas garras del recuerdo y la memoria.
Dimas estuvo presente en todo momento en el entierro y funeral, pero no se atrevió a traspasar el muro invisible de las rutinas sociales. Se quedó unos metros más atrás del último grupo que cerraba el cortejo, junto a un ciprés que resistía los embates del viento inclinándose a su merced. Se sintió emocionado ante las muestras de dolor de los empleados y ese respeto sereno y entregado le confirmaba que Francesc Jufresa había sido una gran persona, algo que él mismo había podido comprobar. Comprensivo, atento, agudo en sus observaciones, el patriarca siempre le había tratado como un compañero o un invitado, casi un amigo; nunca como un subalterno. Pero Dimas se había puesto una coraza para mantener la mente alerta en esos momentos de flaqueza en los que lo fácil era dejarse arrastrar por el dolor hacia el amargo laberinto del llanto.
Esa coraza, cosida a fuerza de golpes, se había resquebrajado con la aparición de Laura acompañada de su familia entre el grupo de trabajadores que se abrió de súbito.
Laura, del brazo de Jordi Antich, caminaba sin avergonzarse de las lágrimas que marcaban dos surcos brillantes en su rostro. Dimas recibió su sola visión como un escalofrío que no pudo o no supo definir. Su origen podría ser el miedo, la pérdida, el desconsuelo, la indefensión ante la muerte, la injusticia… O bien una punzada de egoísmo al comprender que Laura no estaba con él, que no podría ofrecerle su consuelo en esos momentos que, por desgracia, vincularían para siempre sus sentimientos con los de quien estuviera más cerca, en este caso el heredero Antich.
Dimas aguardó hasta el último momento, quieto junto al ciprés. Esperaba que Laura le viese y fuese hasta él. Pero ella no lo miró ni cuando estuvo más cerca. Era imposible que no le hubiese visto, pensó, e inició el movimiento para acercarse. Entonces, ella le dirigió una mirada que cambió su dolor por algo mucho más gélido, casi desdeñoso. Dimas se quedó sobrecogido y detuvo al instante el gesto que había iniciado. Jordi, que lo observaba todo desde su privilegiada posición, resolvió las dudas que había tenido al distinguirle entre la gente y atrajo un poco a Laura hacia sí. Lo hizo de manera casi inapreciable pero que no escapó al entendimiento de Dimas. Era un gesto de posesión y advertencia a la vez, que marcaba una frontera y desaconsejaba traspasarla.
Decepcionado, se mezcló entre los empleados y abandonó con ellos el camposanto. Pensaba que después de tantos esfuerzos, de tantas ambiciones equivocadas, de tantas noches al lado de Ferran, de viajes y visitas indeseadas, se encontraba entre los trabajadores, los proletarios, los
mà d’obra
. Era su lugar, se dijo. Como siempre le había indicado su padre, como siempre se repetía él cuando se esforzaba por salir de aquel atolladero en los lejanos tiempos de las cocheras del tranvía, de los esfuerzos no recompensados y de un anonimato del que había huido para acercarse a un poder que ahora se volvía en su contra, amenazando incluso con culparle de un asesinato que no había cometido. No podía dejar de torturarse por todo ello.
Sabiéndose solo de nuevo, a caballo entre lo que quería ser y lo que había sido, Dimas Navarro se fue rezagando hasta detener el paso y quedarse inmóvil. A través de la estación de mercancías contempló el mar horizontal que, con la intención de diferenciarse del gris del cielo, se recortaba lejos de las dársenas. Se sentó en el margen del camino, ahora ya vacío de gente. Intuía que la muerte de Francesc Jufresa le estaba guiando, le invitaba a hacer algo, aunque no sabía identificar el qué. La actitud de Laura momentos antes le hacía pensar que no querría ya saber nada de él; que quedaría como una aparición pasajera en su vida, un error descubierto a causa de una estúpida mentira.
Enojado, por un momento tuvo la tentación de echarle las culpas a Ferran Jufresa; él había desoído las excusas y había ordenado sin vacilar el despido de Pau Serra. Qué fácil había sido para Ferran, amparado en la distancia y la comodidad de disponer de él como intermediario. De hecho, haciendo memoria de los últimos meses, sus cometidos habían sido en su mayoría acciones que obedecían a una moralidad dudosa. ¿Por qué ahora le importaba y, en cambio, no había sido así en el momento de acatar las órdenes? ¿Por qué sólo unos días atrás había comenzado a resistirse ante su jefe a acallar protestas por la vía rápida y echar a gente de su casa de modo indiscriminado? Laura le marcaba un camino de bondad, generosidad y confianza que deseaba seguir, pero la había perdido. Él había tenido una ambición, un sueño, y ahora que lo tenía al alcance de la mano lo detestaba.