La mayoría de los asistentes intentaba retener la imagen del difunto como una fotografía que explicar a sus hijos, a sus nietos, a sus familiares. Ese día, les contarían, ellos fueron allí a despedirse. Algunos, arrodillados, rezaron con devoción, alzando en ocasiones su rostro quizá para buscar en lo alto una señal que explicara lo insondable de la existencia. Otros permanecieron sentados, con la mirada al frente, y respiraron la sensación de asistir a un momento clave escuchando el roce sosegado de las ropas, el murmullo de los cuerpos, de los pañuelos apretados.
Guillermo intentaba captar todos esos momentos situado tras una columna. Esperaba agazapado que surgiese la ocasión, que una mirada triste se dirigiese inocente a su objetivo, que el niño cuya sonrisa resistía congelada en la boca se extrañara de repente del contraste que significaba la presencia cerca de él de la niña con coletas que no sabía por qué estaba llorando…
Las últimas placas las guardó para fotografiar la imagen póstuma del maestro que no quería ser tratado como tal. «El único maestro es uno mismo», recordó haberle oído decir. Qué mundo de posibilidades se abría ante todo aquel que absorbiera con serenidad esa sentencia nacida de la modestia y la perseverancia. Cuando las placas se acabaron, se dirigió hacia el fondo de la cripta.
En los últimos bancos estaban sentados Laura y Dimas. Ella lucía la misma belleza morena de siempre. Llevaba el pelo algo más largo y la mirada serena le concedía una madurez prematura a sus treinta y seis años. Se había desabrochado el botón superior del vestido negro de manga larga. El cuello del mismo, relativamente alto, había cedido y formaba alrededor del suyo, estilizado y marmóreo, una especie de copa que realzaba en mayor medida su hermosura. Se mordía el labio inferior sin reparar en ello, pensando en algo.
En cuanto vio acercarse a Guillermo le sonrió. No parecía triste. Había aceptado la muerte del maestro con la resignación que van otorgando los disgustos que jalonan una vida. En cierta ocasión el propio Gaudí le había confesado que esperaba la muerte contento de haber disfrutado de una vida plena. Cuando aceptó el encargo de la Sagrada Familia inició un proyecto a cuya culminación siempre supo que no podría asistir. Sin embargo, sabía que por mucho trabajo, por muchos encargos concluidos, si por algo había de ser recordado sería por aquel templo al que había dedicado los últimos cuarenta años de su vida. Ahora, pasado el tiempo, Laura podía desarrollar su trabajo en la joyería y seguir el magisterio de su padre. A ella le bastaba con haber participado en el proyecto, con haber asumido ciertas labores que quedarían para la historia.
Francesc siempre estaba presente en sus recuerdos. Lo estaba cada día al continuar el negocio de la joyería con la ayuda de Dimas. Y lo estaba también cuando visitaba a su madre y a su hermana, en la casa familiar de San Gervasio; ya no hablaban con amargura del terrible Bragado. Recordaban con nostalgia los buenos momentos pasados al lado de Francesc, su ternura y su comprensión hacia todas ellas. De vez en cuando aparecía Ramon y las divertía con sus bromas, con las anécdotas de sus viajes.
Y recordaban también a Ferran y sentían hasta añoranza de su mal humor. A veces callaban, se quedaban todos en silencio y la tarde se seguía desgranando lánguida al abrigo de la compañía y el recuerdo de los que ya no estaban ni volverían jamás.
A su lado estaba sentado Dimas. Contaba con cuarenta años cumplidos hacía poco y seguía vistiendo los impecables trajes a medida a los que lo había acostumbrado Ferran. Tenía las sienes plateadas y el pelo echado hacia atrás, peinado con brillantina. Miró a Laura y la vio sonreír. Buscó el objeto de su mirada y localizó a Guillermo, que sonreía a su vez. Cómo había cambiado aquel pequeño que llegó a su casa cuando apenas sabía hablar y que había crecido a toda velocidad. Siempre lo recordaba en la infancia, hablando sin parar sobre lo que le había pasado en la escuela, lo que había descubierto junto a Tomàs, lo que había hecho ese día. Ahora nunca se separaba de ese artilugio que llevaba colgado al cuello.
Gracias a Guillermo, en gran parte, había conseguido conocer a Laura, conocerla de verdad.
En aquellos viejos tiempos, su única ambición había sido escalar posiciones y conseguir dinero, incluso a costa de traicionarse a sí mismo. Ahora, en la distancia, todo se matizaba y los duros momentos pasados se convertían en escalones necesarios cuyas aristas se iban limando con el correr del tiempo. Sí, al final, la vida le había tratado bien.
Ni tan siquiera el recuerdo de Ferran conseguía empañar esa visión. Aquella noche del 4 de marzo de 1915 su rumbo se unió para siempre al de Laura. Definitivamente. Y el de Ferran derivó hacia una salida, espontánea y sorprendente, que él mismo decidió. Se había dejado cegar por el dinero, por la estúpida tradición burguesa de reivindicar el propio papel por encima del que el padre le hubiera legado. Francesc, pese a su bondad, recordaba de vez en cuando, quizá sin malicia, sin palabras, con la simple presencia, que heredar un negocio no lo era todo, que la siguiente generación debía aportar algo más… Y la influencia de un personaje siniestro como Bragado hizo el resto. Por eso Ferran, tras escribir su confesión, decidió esfumarse, desaparecer. Después de los coqueteos comerciales con los alemanes se acabó enrolando en el bando francés. Tenía la firme convicción de escoger el partido de los perdedores. Ni en eso tuvo suerte, aunque no pudo llegar a comprobarlo. O quizá sí. Lo último que se supo de él fue que desapareció en una incursión de su compañía tras las líneas enemigas, cerca de Nancy. Para entonces, según supieron tiempo más tarde, ya había recibido dos balazos, un mes de convalecencia por inhalación de gas mostaza y tres costillas rotas por una caída al fondo de una trinchera huyendo de las balas enemigas. Si quería purgar su error, lo había hecho con creces. Su muerte se unió a los más de diez millones de bajas que arrojó la contienda. En su fuero interno, Dimas esperaba que hubiese sido capaz de perdonarse antes del final.
—¿Nunca sueltas ese aparatejo? —lanzó Dimas entonces en voz baja.
—Cada uno se adorna como quiere, ¿no crees, hermano? —dijo Guillermo ensanchando su sonrisa.
Fuera, el ambiente era de un desánimo más contenido. Sin la presión del espacio sagrado ni la presencia coercitiva del ataúd, la gente hablaba; con mesura, pero hablaba. Parecían liberados de una dura carga. Al salir, Guillermo saludó desde la lejanía al que había sido su padre la mayor parte de la vida. No tenía dudas sobre su amor, sobre su influencia en él y lo mucho que le debía. Fue lo que más le costó abandonar cuando decidió irse a Nueva York.
Pero sabía que no lo dejaba solo. Al contrario de lo que le pasaba a la gente, Juan Navarro, después de años de infortunio, fue rehaciéndose con la paciencia del guerrero que espera su momento.
Carmela, su mujer, la que nunca había dejado de serlo, le cogió por las solapas de la chaqueta y se las alisó. Le lanzó una mirada sostenida y le dijo:
—Eres un desastre, Juan.
Él le devolvió la sonrisa y se asió de la mano que le tendía una niña. Era un poco rubia y en su mirada demostraba inteligencia. A su lado, un niño algo mayor esperaba con paciencia. Se miraba los zapatos polvorientos. Se agachó en ese momento para limpiarlos con una caricia. Cuando los tres se dieron la mano por fin, se quedaron contemplando a Guillermo. Parecían posar para una foto que más adelante hubiera de repetirse mil veces.
Llevaban en el pecho de la camisa sendos broches que les resultaban familiares a todos. Tomando como modelo el que hiciera un día Francesc Jufresa, Laura había simplificado la figura y había creado un perfil hueco que seguía exactamente las características líneas curvadas de la Sagrada Familia. Guillermo formó un cuadrado con los dedos e hizo como que fotografiaba a los dos pequeños. Tenían seis y ocho años y eran la viva imagen de Laura.
Inés apareció y se colocó al lado de Guillermo. Encendió un cigarrillo y lanzó el humo al aire pesado del mediodía. Llevaba un sombrero con redecilla oscura muy elegante, a juego con el vestido y los zapatos.
—Guillermo, Guillermo… Cómo has cambiado. Siempre lo digo, ¿eh, madre? Cómo ha cambiado este chico.
—Tú también has cambiado bastante —dijo Guillermo.
—El dinero hace milagros, muchacho. Déjate de arte y de tonterías. El dinero mueve el mundo —sentenció Inés.
Guillermo rió con ganas.
—Deduzco que te van bien los negocios con Dimas.
—Deduces bien. Hay que saber adaptarse a las circunstancias… —Le guiñó un ojo con picardía.
Y los tres, Carmela, Inés y Guillermo, se quedaron contemplando a Juan jugando con sus nietos; era el mismo descampado, pero cercado ahora por la fundición de hierro y por las nuevas manzanas del Ensanche.
Guillermo levantó su cámara, ya sin placa donde retener el instante, y miró por el visor. A lo lejos, debajo de la montaña, una polvareda se levantaba en los espacios abiertos que aún quedaban frente a él, en los intersticios que el Ensanche todavía no había sido capaz de rellenar. Retiró el visor y entrecerrando los ojos pudo distinguir una figura apoyada contra un viejo nogal. Era su querido amigo Tomàs, que bajaba del Guinardó con su rebaño, feliz en su rutina a pesar de los años.
Pensó entonces, después de conseguir una especie de imagen global de las personas con las que había convivido, con las que había compartido tantas cosas, que formaban una extraña familia. Cada uno tenía una historia que explicar y la casualidad o el destino —incluso pudiera tratarse de aquellos ángeles o espíritus ancestrales de los que en ocasiones Juan le habló cuando era pequeño— los había unido en aquella instantánea que podría inmortalizar si inventasen la cámara adecuada. Cada uno podía aportar su carácter, un pasado común, y juntos eran como la perversión de la ciudad, lo que se ve y aquello que está enterrado debajo y no saldrá nunca a la luz. Todo eso era lo que quería conseguir con sus fotografías, que fuesen una especie de iceberg que mostrase tan sólo una parte, y lo sumergido, lo profundo e invisible, fuese diferente para cada uno, como la vida, en realidad.
Igual que su familia, esa familia que para él era y sería siempre sagrada.
A la editora Míriam Vall, por sus consejos, ideas y paciencia. A la editora Ana D’Atri, por su constante compromiso con el proyecto. A Mauro Cavaller, por sus opiniones y su participación trascendental en la novela. A Laia Vinaixa (responsable del Arxiu i Documentació del Temple expiatori de la Sagrada Família), por sus puntualizaciones certeras. A Montse Torres, por su trabajo incondicional ayudando en la documentación preliminar. A David Serarols, por sus informaciones autorizadas del mundo de la empresa. A Carme y Rita Vilà, por su simpática y accesible visión de las «increíbles» intrigas que comportan las grandes empresas familiares, donde no queda ninguna duda de que la realidad supera a la ficción. A todo el equipo de la editorial Planeta, ya que sin ellos este libro no llegaría a las manos de los lectores.
Y, cómo no, a la familia, siempre ahí, siempre ayudando, siempre dando calor.