Por su parte, Laura se fue calmando poco a poco. Dejó de llorar y su cuerpo recuperó su fuerza. Se separó con dulzura de Dimas y se secó las lágrimas.
—Estoy bien, estoy bien —insistía.
Trató de atusarse el pelo y se volvió hacia su hermano, inmóvil como una estatua. Ahora su rostro había evolucionado hacia la vergüenza, como si todas las sensaciones que se atropellaban en su cabeza se pudieran resumir en ésa.
Ferran, al ver a los dos vueltos hacia él, esperó que dijeran algo, que le insultaran o le golpearan. No pudo más y se dejó caer de rodillas. Con voz lastimera comenzó a hablar:
—Deberías usar esa pistola para matarme, Navarro. No merezco otra cosa.
Laura y Dimas no respondieron. El silencio se hizo dueño del taller como un manto enormemente pesado. Ferran no podía soportar ese mudo menosprecio…
—Por favor… acabemos esto de una vez. Puedo escribir una confesión que os libere de toda culpa, incluso revelaré dónde están el oro y las joyas… No merezco seguir viviendo. Por Dios, ¡soy el responsable de la muerte de mi padre! ¡No puedo vivir con eso! —Se llevó las manos al rostro y rompió a llorar.
Laura, con una determinación y una seriedad que asombraron a Dimas, se acercó a su hermano mayor.
—Ya basta, Ferran.
Le apartó la mano del rostro. Su hermano, obediente, la miró.
—Perdóname…
Laura le soltó una bofetada. Acto seguido lo tomó de las solapas y lo obligó a ponerse de pie. Dócil como un cordero, Ferran se incorporó. Tenía la cara roja. Miraba sorprendido, casi asustado, a su hermana. A pesar de la bofetada, Laura mantenía el temple. No parecía dominada por la indignación o la rabia. Habló con firmeza:
—Basta de lloriqueos y lamentaciones. Deja de caer: no seas tan cobarde como para pedir que te maten. Ése es el camino fácil… Sé que no lo pretendías, pero has hecho mucho daño, un daño que ya no se puede reparar. Al menos, hermano, ten la gallardía de responsabilizarte de todo lo que has provocado. Bragado ha muerto y muy pocos llorarán por él, quizá ni su propia esposa. Pero tú tienes una familia y un nombre que defender. ¡Ponte a la altura de tu apellido, por Dios!
La expresión de Ferran mudó del estupor hacia algo similar a la determinación y la admiración. Acató con gravedad lo que decía su hermana. Se pasó las manos por el pelo tratando de recomponer su imagen.
Dimas, mientras tanto, experimentó una oleada de orgullo al ver a Laura actuar así: firme, serena, precisa, valiente. Cualquier otra en esas circunstancias se hubiera dejado llevar por la ira. Pero ella no. Se dijo a sí mismo que era imposible no amarla, y ese pensamiento le produjo una sensación de extrañamiento. ¿Cómo podía sentir amor en medio de todo lo que había pasado? Entonces, de una manera inconsciente, se contestó que quizá era precisamente eso, el amor, lo que brotaba y aparecía incluso en los momentos más duros, cuando todo empujaba a la desesperación.
Ya no se sentía un náufrago aferrado a una balsa en medio de un amenazante y oscuro océano; ahora se sabía a salvo, con la certeza de haber elegido el bando correcto, aquel que le hacía sentirse unido a los demás, que no veía el mundo como algo ajeno, que no miraba al otro como un enemigo sino como una posibilidad de aprender algo nuevo. Ferran, mientras tanto, había logrado rehacerse en parte; incluso dibujó un atisbo de sonrisa, esa sonrisa que Dimas conocía bien, la del hombre seguro de sí mismo y triunfador. Sólo que ahora estaba preñada de lucidez, solemne. Como si fuera la primera vez que hablaba en serio tras pasarse la vida contando anécdotas.
—Tienes razón, Laura —dijo. Bajó el rostro y alargó una pausa. Luego fue subiendo lentamente la mirada y recorrió la cara de su hermana con ojos vacilantes, como si la reconociera después de una larga ausencia—. Yo… ¿Por dónde empezar…? —titubeó—. Siempre temí sentirme inferior al resto. Ramon demostró desde joven tener clara su vocación. Núria nunca dudó de su destino. Y tú… Tú eres el talento de la familia. Papá siempre lo decía. —Su voz tembló, pero pudo continuar—. A mí, por ser el mayor, me tocó la responsabilidad de proseguir con el negocio. Pero me pudo la soberbia; me creí por encima de los demás. En vez de ser humilde y dedicarme a aprender, negué lo evidente y quise dar el salto. Lo hice por mí, por vosotros, por todos, pero eso no es excusa. Ahora me doy cuenta de que fue un salto al vacío y os he arrastrado en mi caída. Con lo fácil que hubiera sido confiar en ti y en tus ideas… Podríamos haber sido grandes socios, ¿sabes? Pero lo fastidié todo. —Negó con la vista fija en el suelo. Tras una nueva pausa, concluyó—: Y ahora toca asumir los errores.
Posó sus manos en los hombros de Dimas. Éste hizo una mueca de incomodidad, pero no se apartó.
—A ti te debo una disculpa, Navarro. Eres un buen tipo y debí haberme fiado más de ti. Lamento si en alguna ocasión te he forzado a hacer cosas que no querías. Eso no volverá a ocurrir. Un último favor: ayuda a mi hermana en todo lo que puedas. Se nota que os queréis. —Se volvió hacia Laura, que escuchaba con atención sus palabras—. Hermanita —esta vez sí sonrió con dulzura—, tú eres la heredera ahora. Sólo te pido que no cometas los mismos errores que yo: ten fe en ti y en tu talento. Pronto volverá la normalidad y, con el tiempo, todo esto no será más que un maldito recuerdo.
Se cuadró como si fuera un militar a punto de pasar revista. Se colocó bien la chaqueta y tendió la mano hacia Dimas:
—Navarro, por favor, devuélveme la pistola. —Laura se inquietó—. No, cielo, no temas por mí. Voy a encerrarme en ese despacho para escribir una detallada confesión que entregaré a la policía y necesito aportar el arma, con mis huellas, como prueba. Me siento en el deber de exculpar a Dimas. Diré que yo he disparado a Bragado. Ya tengo claro cuál es mi destino, no te apures. Ahora dejadme solo, por favor.
Dimas entregó el arma, aunque con ciertas dudas. Laura se acercó a él y se aferraron el uno al otro. Caminaron hacia la puerta con los hombros bajos, exhaustos por todo lo sucedido. Abandonaron el taller sin mirar atrás.
Ya a solas en el despacho, Ferran dejó el arma sobre la mesa y sacó papel secante de un cajón, varias hojas y una pluma y su tintero. Con el mismo celo con el que redactaría un contrato de compraventa, comenzó a relatar por escrito todos los detalles del robo.
De vez en cuando interrumpía el rasguear del plumín y dirigía fugaces miradas a la pistola. No le había mentido a Laura: su destino estaba ya escrito.
¿Qué hubiera ocurrido en la ciudad de Barcelona si Jesucristo no hubiera resistido la tentación del diablo cuando le prometió todo lo que veían desde lo alto de la montaña? ¿Qué hubiera pasado si el
Haec omnia tibi dabo
hubiera tenido éxito?
¿Habría existido la ciudad tal como la conocemos? ¿O sería ahora su imagen contrapuesta? Pero no como en un lago apacible donde el espejo devuelve por duplicado aquello bueno o malo que en él se refleja sino, tal vez, como la auténtica antítesis del Cielo en la Tierra…
Cualquier cosa terrible y tenebrosa habría sido posible, mas no hubiera existido en el corazón de la urbe —de eso podía estar seguro Guillermo Navarro— un templo expiatorio tan llamativo en grandeza y singularidad.
Corría el año de 1926 y la Sagrada Familia estaba irreconocible para él. La alta torre de San Bernabé se elevaba a cien metros de altura sobre el nivel de la calle. Las otras tres de la fachada del Nacimiento la seguían, todavía por culminar. El gran templo expiatorio parecía un inmenso decorado de cartón piedra erigido para una de esas monumentales películas que hacían en Hollywood. A través de los andamios y las ventanas ojivales se veía el cielo y la luz atravesaba cegadora el frontispicio. Todo el que miraba se embargaba de esa sensación de irrealidad, de estar asistiendo a una visión que en poco tiempo tendría que evolucionar hacia algo más grande. Los habitantes de la ciudad, los que pasaban a diario bajo esa especie de tramoya espiritual, se habían ido acostumbrando a su presencia: ya no se detenían a contemplar sus altos y estilizados muros, la profusión de elementos naturales, las múltiples ventanas que, al dejar pasar el aire, emitían un silbido musical… Algún transeúnte a veces alzaba la vista y contemplaba con calma el gran ciprés de color verde habitado por decenas de palomas blancas y colocado justo en medio de las cuatro torres. Luego seguía su camino, olvidado y en paz, hacia el murmullo desapacible del trabajo por satisfacer, atendiendo la llamada ineludible del negocio y el dinero. Pronto tendría lugar una nueva exposición universal en Barcelona y todo el mundo se afanaba por llegar bien posicionado a esa excepcional oportunidad de proyección internacional.
Guillermo reflexionaba sobre todo ello con tranquilidad. Y podía hacerlo porque los últimos tres años los había pasado en Nueva York. Había adquirido la distancia del viajero que regresa y todo lo ve cambiado, a veces más luminoso, más bello; otras, más pequeño, más sucio y también más complicado. En especial desde el golpe de Estado de 1923 y la posterior dictadura de Primo de Rivera.
De muy joven tomó la decisión de irse a estudiar escultura, pintura, intentar escribir; a buscar su fortuna, en definitiva. Al poco tiempo se encontró con un trabajo de recadero en el
New York Post
, que le sirvió para pagar un precario alquiler y guardar algo del dinero que le enviaba Dimas. Con esos ahorros se compró su primera cámara de fotos, la misma que llevaba colgada al cuello en ese momento, la misma que en un golpe de suerte le proporcionó la oportunidad de ascender en el periódico. Casualmente era una cámara fabricada en Europa, una Voigtländer de fuelle comprada de tercera mano a un reportero alcohólico a punto de jubilarse.
Curioso camino el de esa cámara fabricada en Austria: se inició cuando un potentado campesino alemán la compró durante su viaje de bodas a Berlín. No acabó de entender su funcionamiento y la vendió poco después. Viajó a Estados Unidos en manos de un capitán de barco chiflado que embarrancó cerca de Norfolk en una noche de tormenta. El capitán fue declarado culpable de negligencia al no hallarse en el momento del impacto en el puente de mando, cuando la maniobra de acercamiento requería de su presencia. Su mujer, que viajaba con él, tuvo que vender a un prestamista todo lo que tenían a fin de poder pagar las costas del juicio.
La compró entonces un periodista de sucesos que buscaba ampliar sus horizontes con una buena cámara y convertir sus truculentas noticias en reportajes. Necesitaba más dinero para continuar llevando su modo de vida un tanto alocado. Y la cámara se lo procuró, hasta que su momento de gloria pasó y los amigos policías ya no llamaban a su puerta, los famosos no confiaban en él para airear los trapos sucios de sus enemigos y ya no pudo seguir haciendo las calles. El jefe de redacción lo obligó a retirarse a su casa de Rhode Island después de una última mañana sin aparecer por las oficinas. Guillermo apenas hacía año y medio que había entrado a trabajar en el periódico. El viejo periodista, enamorado de todo lo español, trabó amistad con él. Tras unos primeros intentos enseguida comprendió que el joven tenía olfato. Cuando le prestaba la cámara sus tomas siempre eran arriesgadas. Guillermo pronto dominó las posibilidades de profundidad de campo que la Voigtländer ofrecía. Sus fotos tenían alma.
Nunca podría agradecerle lo suficiente a Dimas que le hubiese concedido la posibilidad de ir a esa gran ciudad a formarse, a continuar aprendiendo sobre arte, sobre cine, sobre imágenes, sobre la vida. Vivir allí no era fácil, pero cada día se convertía en una experiencia nueva de la que sacar partido.
La Voigtländer, además, era un modelo de 1914, el año en que todo empezó.
Laura le pareció desde el principio una mujer estupenda. Con ella había comenzado a pensar en imágenes, a soñar con trazos, a descubrir texturas. Pensaba ahora que en fotografía llegaría un día en que se podría plasmar todo aquello que había aprendido. Cada semana inventaban algo nuevo, una emulsión más sensible, objetivos más precisos, cámaras más pequeñas. De hecho, había oído de unas nuevas cámaras, las Leica, que se podían utilizar con una sola mano. Él, de momento, se conformaba con su Voigtländer.
Tenía ya varias placas en el bolsillo interior de su chaqueta, y eso que todavía no había fotografiado el cuerpo exangüe de Gaudí. Reposaba en la cripta, con toda una ciudad aún velándolo desde que llegara el cortejo fúnebre. La respetuosa procesión había partido del hospital de la Santa Cruz y pasado por la catedral, en el centro de la ciudad, donde el cabildo había entonado los responsos en honor del arquitecto.
Gracias a la amistad de Laura también había aprendido a amar todo lo que Gaudí hacía. Antoni Gaudí i Cornet, aquel señor de ojos azules y expresión solemne que un día lo miró a través del yeso que le cubría, había sufrido la tarde del lunes 7 de junio un desgraciado accidente. Fue arrollado por un tranvía de la línea 30 en el chaflán de la Gran Vía con la calle Bailén. Al enterarse Guillermo de que el insigne arquitecto había agonizado durante tres días sin ser reconocido al principio en el hospital de la Santa Cruz se dio cuenta una vez más de lo efímera y delicada que es la vida. A pesar de toda una carrera dedicada al trabajo, de su éxito y reconocimiento, de sus amistades notables, había acabado sus días en un hospital para pobres y vagabundos. Gaudí dejó de respirar el jueves siguiente, el 10 de junio, a causa de las heridas.
A Guillermo le resultó especialmente penoso que el accidente que se cobró su vida estuviera relacionado con un medio de locomoción tan vinculado al pasado de su familia.
El traje marrón y el sombrero que vestía le estaban empezando a pesar. Había olvidado ya el calor sofocante y persistente a finales de primavera en Barcelona.
Dentro, en la cripta, la temperatura era agradable y el alto techo facilitaba la sensación de espacio abierto, de grandiosidad y elevación. Un nutrido número de ciudadanos llenaba la capilla de Nuestra Señora del Carmen y se extendía hacia las once capillas restantes. El capellán de la Sagrada Familia, el padre Gil Parés, rezaba en silencio con las manos plegadas y la cabeza echada sobre ellas en posición de contrición. A pesar de que el entierro no tenía carácter oficial, el barón de Viver, alcalde de la ciudad por aquel entonces, y numerosas personalidades presenciaban el acto.
Desde que entrara el ataúd —de roble, sin adornos ni herrajes, como habían determinado los albaceas testamentarios—, no había en la cripta más que silencio. A la espera de la inhumación, los fieles mantenían su postura sobria, entreviendo en la distancia el rostro inmóvil del ilustre arquitecto. El cuerpo había sido embalsamado la tarde anterior y en el gesto de su faz había una sensación de plenitud, de apacible bienestar. Parecía dormido, no muerto.