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Authors: Francisco Pérez de Antón
Hay dos clases de soñadores. Los que buscan y los que esperan. Uno puede salir a buscar y no hallar el sueño que inspira tu vida, pero aun con lo que esto tiene de malogro y desencanto es más decoroso que creer que los demás te van a traer el sueño a la puerta de tu casa.
En 1871, una revolución divide en dos, pasado y presente, la historia de Guatemala. El orden colonial se derrumba, la modernidad se abre paso a sangre y fuego y, en medio de tan brutal convulsión, dos jóvenes, Clara Valdés y Néstor Espinosa, se ven arrastrados a una insospechada odisea que cambiará sus vidas para siempre.
Tercera entrega del ciclo de novelas históricas que el autor ha dedicado a Guatemala, El sueño de los justos sigue la brillante trayectoria de sus obras anteriores. Narrada con pulso magistral y refinada prosa, esta imponente novela seduce al lector desde sus primeras páginas. Pérez de Antón ha convocado en ella todos los elementos que hacen de la literatura un placer: el amor, la aventura, la guerra, las bajas pasiones, la ambición, la amistad y el heroísmo, junto con un profuso y sugestivo elenco de personajes memorables.
El lector quedará fascinado por este monumental relato, este trepidante fresco histórico que recrea con apasionada acuciosidad el drama de un país, una ciudad y unas vidas perturbadas por las violentas vicisitudes de su tiempo.
Francisco Pérez de Antón
El sueño de los justos
ePUB v1.2
Piolín.3928.12.11
ALFAGUARA
© 2008, Francisco Pérez de Antón
© De esta edición:
2008, Editorial Santillana, S. A.
7 a. Avenida 11-11, zona 9
Guatemala ciudad, Guatemala, C. A.
Teléfono (502) 24294300 Fax (502) 24294343
E-mail: [email protected]
ISBN: 978-99922-942-3-9
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Portada
Composición elaborada a partir de una fotografía de Edward Muybridge titulada Quezaltenango, realizada en 1875, y cuyo original se conserva en el Smithsonian American Art Museum de la ciudad de Washington.
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Sólo venimos a soñar.
No es cierto, no es verdad,
que venimos a vivir en la tierra.
Anónimo de Tenochtitlán,
finales del siglo XV
El mundo es un gran teatro,
donde hombres y mujeres son actores.
Todos salen a escena y hacen mutis
y, a lo largo de su vida,
interpretan muy distintos roles.
As you like it,
William Shakespeare
(1564-1616)
La libertad, ese ruiseñor con voz de
gigante capaz de despertar a quienes
duermen más profundamente.
Gesammelte Schrijien,
Ludwig Boerne (1786-1837)
Nadie supo anticipar que ambos eran
las mitades de un augusto evento.
Convergencia de dos,
Thomas Hardy (1840-1928)
Nueva Guatemala de la Asunción,
miércoles 31 de octubre de 1877
No hay brujas en el Valle de la Ermita, qué ocurrencia. No puede haberlas en un lugar consagrado a la Virgen y protegido por Santiago Apóstol, quien vigila cada día los cielos a lomos de una yegua blanca. Pero esta noche sucede algo extraño. Una intensa cacería de estos maléficos seres tiene lugar al norte de la planicie, donde se alza la ciudad. Aterrados, los vecinos se han refugiado en sus casas y, poco antes de que la retreta les aturda con su habitual estrépito, Guatemala es ya un cadáver boca arriba. Hay un profundo silencio que sólo interrumpe, lejano, el grito de alguna mujer. Las casas parecen tumbas, el viento enfría los zaguanes con sus helados murmullos, la luna tiende sobre fachadas y plazas una palidez sepulcral.
Nadie puede abandonar la urbe. Sus cinco accesos han sido cerrados y patrullas de gendarmes baten los potreros con las bayonetas caladas. Los allanamientos sorpresivos han sumido a la población en la zozobra y las calles son ratoneras donde caen los incautos. Son muy pocos los que saben la causa de los registros, pero ha corrido la especie, magnificada sin duda por la ansiedad y el terror, de que hay varias personas detenidas a quienes se aplica a esta hora en la Comandancia de Armas el suplicio de la vara y de la red.
Ajena al callado pánico que trastorna a los vecinos, Elena Castellanos moja la pluma en un tintero de peltre y se aplica a consignar en un cuaderno la diaria confesión de sus gozos y doloras. La vivienda se ha arropado en la quietud habitual de cada noche. Los niños duermen, la servidumbre descansa y los zanates que alborotan de día el viejo ciprés del patio han huido, como cada tarde, a los barrancos del Este. Sólo el suave rasrás de la pluma sobre el papel rayado y la siseante combustión del petróleo en la espita del quinqué ofenden el silencio de la biblioteca.
Elena escribe con resolución, como si desde lo oscuro alguien le susurrara algún chisme o algún secreto de alcoba que la hacen sonreír. De cuando en cuando alza la mirada del cuaderno y se queda observando el pequeño florero de cerámica que tiene frente a ella. Es una mirada breve, casi a la deriva, que descansa unos instantes en las flores, como el peregrino en la piedra antes de volver al camino. El vivificante ejercicio de volcar cada noche en un cuaderno lo que la memoria registra de día le permite remontar su espíritu más allá de la rutina y los trabajos de la farmacia. Y no tanto por lo que escribe, que Elena tiene por muy poco, sino porque esa efusión nocturna refresca su mente como lluvia bienhechora.
Apenas empezada la escritura, empero, el estruendo de la retreta rasga la calma del cuarto.
Elena alza la pluma del cuaderno y se queda mirando a la pared, con un leve temblor en la mano y un frunce de contrariedad en las cejas. Detesta el nuevo orden que ha reemplazado las campanas por clarines y transformado los conventos en cuarteles. No es que sea una mujer muy dada a devociones, pero el sonido del bronce procuraba a su espíritu una plácida melancolía que añora tanto como su niñez, cuando una suerte de paz augusta reinaba en todo el país merced a la avispada tutela de un déspota benevolente.
No son, sin embargo, los toques marciales lo único que suscita el malestar de Elena. Luego de algunos años en el extranjero, la ciudad en que ha nacido también le inspira temor. El inhóspito paisaje de los suburbios, abrazados por profundos abismos, el tristísimo aspecto de sus calles y la sensación de encierro que infunde su trazo a cordel, la inducen con frecuencia a pensar que vive, no tanto en una ciudad provinciana apartada del mundo y de su siglo, como en una ciudadela medieval.
El toque de retirada dura escasamente un credo y cuando, al cabo, concluye, Elena se queda unos instantes escuchando los ruidos de la noche.
Todo parece haber vuelto a su lugar: el aullido lejano de los perros, el siseo de la espita, el paso de algún carruaje. La estridencia, sin embargo, ha roto el flujo de su intimidad y, atraída por el llamado nocturno, deja caer suavemente la pluma en una cajita de madera donde yacen un raspador, un abrecartas y una barrita de lacre. Guarda el diario en una gaveta, se cubre con un chal los hombros, ase el quinqué por la argolla y sale al patio de la casa. El cielo tiene una claridad insultante y las estrellas se ven tan lejanas que parecieran estar a punto de extinguirse.
A mitad del corredor, Elena se detiene a observar el viejo ciprés, ávido de cielo y de luna, y a escuchar el chirriar de los grillos y los susurros del viento. Pero al bajar la mirada, repara con aprensión en dos puntos fosforescentes que la acechan desde la base del árbol y descarga con rabia un zapatazo en las baldosas. El felino corre a la pared medianera, trepa por el repello encalado, como si la ley de la gravedad no existiese, y se descuelga al otro lado de la tapia.
Elena odia a los gatos. La ciudad está llena de estos animales que, al llegar la noche, se acercan a husmear cualquier sitio que huela. Bien o mal. Y la cocina de la casa, sobre todo en este día, es uno de esos lugares. Elena entra en ella quinqué en mano, destapa varios cuencos de cerámica vidriada cubiertos con sendos paños de algodón y examina el abigarrado revoltijo de verduras, lengua salitrada, queso seco, embutidos, aceitunas, alcaparras y huevos duros que la servidumbre ha preparado esa tarde. El picado huele a clavo y a jenjibre y está decorado con pimientos, rábanos y tallos de coliflor.
A Elena no le atrae demasiado este mejunje ácido y frío. Quizás por los años vividos entre Jamaica, Bayona, Liverpool y Hamburgo, no le procura el mismo placer que cuando era niña. Ser hija de un funcionario consular da pie a esta clase de desencuentros. Pero, más que la ensalada, Elena odia los motivos por los cuales debe prepararla una vez al año. El culto a los muertos le causa un rechazo visceral. Bastante dolor supone llevarlos en la memoria de por vida. Noviembre no es, además, el mejor tiempo del año. Lo siente depresivo y triste. Habitar la casa paterna, no obstante, le exige mantener una tradición que cada primero de noviembre congrega a hermanos, familia y amistades en torno al encurtido que colma los recipientes de cerámica.
Elena los vuelve a tapar, pero, antes de abandonar la cocina, el olfato la empuja a la alacena que protege los buñuelos, el huevo chimbo, las cocadas y los dulces de leche. Detenida frente al mueble, aspira con los ojos cerrados las fragancias a vainilla, a azúcar quemada, a canela. Aromas de la niñez, piensa arrobada, dulces de juventud, tentaciones de la edad adulta.
Y sin poderse contener, abre la alacena y se mete en la boca un buñuelo.
Sale al corredor masticando la golosina y se dirige al zaguán en cuyo piso, dentro de- un círculo engastado con tabas de res y de carnero, hay una Z y una C, las dos iniciales de la familia, y una fecha, 1835. Deposita el quinqué en uno de los bancos de manipostería adosados a las paredes de la entrada, toma en sus manos una tranca y la encaja en el portón.
A Elena no le agrada este lugar de la casa cuando cae la noche. Lo ha visto siempre como habitáculo de fantasmas y aparecidos. Siendo niña, una sirvienta le dio un susto allí y, aunque sabe que tras la puerta que da al obrador de la farmacia no hay más que pomos, morteros, matraces, aceites y hierbas, sólo imaginar que de las sombras pueda salir algo o alguien le enfría las raíces del cabello.
No ha terminado de colocar la tranca en los apoyos cuando las maderas del portón se estremecen con una sucesión de aldabonazos que resuenan en el zaguán como descargas de mosquete.
Elena retrocede unos pasos, el corazón dando brincos. No es normal que a esas horas llame nadie a las casas.
Paralizada por el susto, queda a la espera de lo que pueda venir mientras, con movimientos apenas perceptibles, junta sus manos en un extremo de la tranca y la ase como un mazo.