El sueño de los justos (65 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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Los dirige el señor Emilio Dressner, de treinta y tan tos años, recién llegado al país, alto, rubicundo, de bar ba escindida y rizosa, quevedos de plata y un uniforme con entorchados que delata su origen prusiano. El señor Dressner ha tenido que reducir a menos de ciento veinte pasos por minuto el ritmo de la
Marcha Radetzky
para que los músicos puedan marchar sin apuros sobre tan irregular pavimento, cosa que no resulta fácil. Pero la banda suena bien y tiene la virtud de provocar una no disimulada euío ria en quienes se detienen a escucharla.

El inspirado y frondoso alarde quiere ser una especie de bálsamo para los espíritus afligidos, luego de nueve días sin retretas, pasacalles ni dianas por instrucciones venidas de arriba. El presidente no ha querido oír, ni ha dejado que se oiga, música en varios días, quién sabe si como ex piación personal o para que la ejemplaridad de las ejecuciones penetre hasta en las conciencias más obtusas. Pero la vida debe volver a su cauce. Y hoy el mandatario ha dispuesto dar por concluido el duelo y ha ordenado al señor Dressner que despliegue sus destrezas musicales por las calles de la ciudad.

Bajo uno de los toldos que protegen las aceras, Néstor Espinosa se detiene a contemplar el paso de los cuarenta músicos que alegran la mañana a los viandantes. El atabal retumba en sus tímpanos y los bajos de los trombones golpean su plexo solar. La mañana es algo fría, pero el cielo, azul y sin nubes, invita al entusiasmo y la esperanza.

Pasa la banda marcial, sus cadencias se pierden rumbo a la Plaza de Armas y Néstor dirige sus pasos hacia el bufete de don Ernesto Solís. Hay un pleito por una propiedad del que su viejo protector quiere hablarle, pero quizás sea tan sólo una excusa. Don Ernesto no tiene hijos, se siente viejo y alguna vez le ha insinuado a Néstor la posibilidad de ser socio del bufete.

Al llegar a San Francisco, encuentra el atrio desierto. No hay vendedores ni chuchos, tenderetes ni mengalas. Las puertas del templo están abiertas a los fieles, pero el convento es ahora el edificio del Correo.

La memoria le induce a volver la mirada hacia el extremo sur de la Calle Real, donde se alza la Iglesia del Calvario. Pero no ve ningún toro. Un mundo ha desaparecido y, con él, muchos de sus símbolos, sus juegos y sus liturgias. Gira el rostro hacia el atrio y, durante los breves momentos que dedica a contemplar las paredes encaladas del conjunto, evoca con nostalgia los días en que trabajaba en la oficina de don Ernesto, las visitas de Clara Valdés, su risa lozana y joven y el perfume que dejaba en el despacho cuando se iba.

Cruza la calle, entra en el bufete y encuentra a don Ernesto Solís en el vestíbulo, inclinado sobre la mesa de un pasante y haciendo correr su índice izquierdo por las líneas de una escritura.

—Mi querido amigo —le saluda, tendiéndole la mano—, sea bienvenido. Pase a mi oficina, por favor, y tome asiento. Enseguida estoy con usted.

Néstor empuja la puerta entreabierta y penetra en el despacho cuya ventana da al atrio de San Francisco. Junto a ella hay una mujer de espaldas, vestido de luto riguroso y mirando a la calle.

—Perdone —dice Néstor, dando un paso atrás y volviéndose hacia la puerta.

—No, por favor —dice la mujer—. No se vaya.

Néstor queda paralizado por la voz.

—Por favor... —insiste la mujer, en tono de súplica.

Néstor se vuelve hacia ella y sólo cuando escucha a sus espaldas el chasquido del pestillo de la puerta repara en la celada que le ha tendido don Ernesto.

Clara Valdés está muy pálida, lo que resalta la profundidad y viveza de sus ojos. Y la negrura de su vestido la envuelve en el poderoso y sensual atractivo que el luto transmite a toda mujer en el esplendor de la edad.

—No encontré mejor sitio para hablarle, perdone —vuelve a disculparse—, pero necesitaba hacerlo.

Clara se lleva un pañuelo a la boca. Se ve que le cuesta hablar y que hace grandes esfuerzos para que la emoción no la haga prorrumpir en sollozos.

—Ayer tuve noticias de Joaquín. Está a salvo y entre amigos. Ha perdido la vista de un ojo —gime—, pero me dicen que pronto estará bien.

Néstor le señala una silla, pero Clara permanece inmóvil, mirándole intensamente a los ojos, como si quisiera leer en ellos.

—He venido a darle las gracias.

Cuando Néstor abre la boca con gesto de extrañeza, Clara da un paso adelante y le cruza con un dedo los labios.

—Sé que fue usted quien lo hizo. No sé cómo, pero lo hizo. Salvó la vida de Joaquín y, en nombre de él y de mis hijas, quiero expresarle mi gratitud.

En el rostro de Néstor no hay atisbos de querer aceptar el hecho. No se siente cómodo jactándose de algo que nadie debería saber. Y al reparar que le llama la atención el luto, Clara le explica:

—Visto así por consejo de don Ernesto. Salgo todos los días a la calle para que la gente me vea de negro y nadie sospeche que Joaquín está vivo. En nuestro panteón familiar hay una tumba con su nombre, pero el cadáver es de alguien a quien no conozco.

Toma entonces una mano de Néstor y, con los ojos arrasados en lágrimas, le dice:

—Nunca le podré agradecer lo suficiente.

-—No sé de qué me habla, Clarita.

—Sí lo sabe, pero no insistiré en algo de lo que no quiera hablar. Le diré una cosa, sin embargo. Aunque no sea verdad, aunque no haya arriesgado su vida para salvar la de Joaquín, lo cual no creo, necesitaba hablar con usted. Salgo mañana con mis niñas para reunirme en El Salvador con él, pero no podía irme sin antes pedirle perdón.

Néstor ha sentido en las manos de Clara un estremecimiento apenas perceptible y ahora es él quien lleva un dedo a los labios de ella. Y al sentirlos como ascuas, todo su hieratismo y toda su resistencia se derrumban.

—Soy yo quien debe pedirle perdón.

—No, no, se lo ruego. Me equivoqué. Pensé que había dejado de amarle. No era verdad.

Néstor mueve la cabeza.

—Fui yo el culpable de todo. Me dejé llevar por pasiones menos importantes que el amor que sentía por usted y me culpo a mí mismo de ello.

Un embarazoso silencio se alza entre los dos y a la mente de ambos acude por primera vez la idea de que, acaso, la culpa no haya sido de ninguno, sino del brutal episodio que desgarró sus vidas.

—Imaginamos uno del otro virtudes que no teníamos —dice Néstor—, y nos faltó tiempo para conocernos mejor.

Clara separa los labios como si estuviese a punto de llorar.

—La vida le sabrá agradecer su gesto del modo que yo nunca podré —le dice, colocándole con suavidad una mano en la mejilla—. Que sea muy feliz, se lo merece.

Luego sin poderse contener, le abraza y, por instantes, Néstor vuelve a sentir el mismo vértigo y el mismo impu I so de besarla que había sentido años atrás, la madrugada en que partió hacia el exilio, cuando buscó en sus labios un beso furtivo, impulso que ahora también le provoc a el cuerpo de Clara Valdés apretado al suyo. Pero Clara, probablemente movida por una emoción idéntica, se sepa ra con rapidez y, murmurando un turbado adiós, abre la puerta y abandona el despacho.

Desde la ventana, Néstor la ve alejarse calle abajo y, presa de una súbita melancolía, discurre que éste, quizás, debería haber sido el principio de todo. No fueron compatibles entonces, quizás lo fuesen ahora.

Pero ahora es ya demasiado tarde.

Elegía

Nueva Guatemala de la Asunción,

ocho años después

No hay brujas en el Valle de la Ermita, qué ocurrencia. A no ser que quieran llamarse así a la tristeza, la angustia y la incertidumbre, esas tres sombras aciagas que vuelan como enormes pajarracos esta noche sobre la llanura. Solloza el agua en las fuentes públicas, murmura el aire un réquiem en las arboledas y, desde la Plaza de Armas hasta los pueblos cercanos, corre una funesta catarsis que amenaza despertar a los dormidos volcanes.

Pero la noche es plácida y gentil. Las campanas están calladas, el viento duerme. Aromada por las flores del corredor, la casa de Elena Castellanos se ha arropado como siempre en la profunda quietud de esta hora. El quinqué amarillea la estancia y, sentada ante su diario, Elena espera con los párpados caídos a que la voluntad responda. El día ha sido largo y tiene pocos deseos de escribir, pero no quiere perder el hábito. Sólo una página, parece decirse, sólo una, pues mañana no podrá recordar con la misma emoción los sucesos que ha vivido hace unas horas.

La voluntad vence al fin y un suspiro de conformidad lo comprueba. Elena alza la mirada, observa unos instantes las dos rosas del florero de cerámica, moja la pluma en el tintero de peltre y escribe.

Lunes 6 de abril de 1885

«Hoy he asistido al entierro de J. Rufino Barrios. No he podido resistir la curiosidad. Y el resto de los vecinos, al parecer, tampoco. La ciudad se ha volcado a las calles y rara es la casa que no ha colgado en ventanas y puertas algún crespón o alguna bandera enlutada. No me lo explico. Llorar de esta manera a un dictador, escapa a mi entendimiento. Es como si la larga práctica de tomar en diarias dosis el tóxico del despotismo hubiese creado en la gente inmunidad a la ponzoña.

»No llegué hasta el cementerio nuevo. Me quedé en el paseo del Calvario, donde el féretro del presidente, llevado hasta allí a hombros de amigos y adeptos, fue depositado en un carruaje tirado por caballos enjaezados con gualdrapas y penachos negros.

»La multitud era imponente. No cabía un alma en el lugar. Había ministros, diplomáticos, militares y hasta hombres de sotana. Nadie se quería perder el último adiós al héroe muerto en los campos de Chalchuapa, cuando combatía por fundir en una las cinco repúblicas de la América Central. Nada hay más honroso en la vida que el modo con que uno la deja. Y la gloriosa muerte de Rufino, me sospecho, será lo que salve un día su nombre.

»Ver alejarse un ataúd causa siempre una honda tristeza, pero también sentí por el presidente un manojo de emociones en conflicto. Desbancó el Antiguo Régimen, partió nuestra historia en dos y puso a la Iglesia en su lugar. Pero hizo del terror una epidemia y, en última instancia, sólo cambió una aristocracia por otra. Tenemos, gracias a él, ferrocarril, telégrafo, registro y matrimonio civil, luz eléctrica, educación laica y una prosperidad nunca vista, pero promulgó leyes que no cumplió, fundó instituciones que no respetó y, en nombre de la libertad, sumió al país en una dictadura inclemente. Sus defensores y epígonos seguirán diciendo de él, sin embargo, lo que muchos aducían en el entierro: no había en el país un solo hombre con el valor suficiente para enfrentarse a las brujas del pasado ni había otro modo de acabar con ellas.

»Tras el féretro, vestido de gala, con medallas y cordones al pecho y tocado con un bicornio de plumas, cabalgaba el ministro de la Guerra. Verlo solo, en medio de aquella pompa, me llevó a cavilar sobre si lo que estaba viviendo no sería parte del teatro de sombras al que Clara Valdés se refería cuando me contó el episodio del toro suelto, pues, como ella solía decir, la vida te hace presenciar sucesos cuyo significado no es fácil de entender hasta que el paso del tiempo los descifra.

»El cortejo se desplazaba estremecido por las salvas que desde el Castillo de San José decían el último adiós al presidente, cuando de entre la multitud vi salir a un caballero de mediana edad. Llevaba una niñita en brazos. El hombre se acercó al carruaje, sacó de la levita un pañuelo y lo depositó sobre las coronas de flores.

»Cuando el carruaje pasó junto a mí, me fijé en el pañuelo. Era de un color rojo desvaído y tenía bordada en blanco la palabra
liberté.

»Volví, sorprendida, la cabeza. No había reconocido al licenciado Espinosa, uno de los abogados más distinguidos del país y persona con la que comparto un secreto que ni este cuaderno sabe.

»Hacía mucho que no lo veía. La ciudad se ha empezado a abrir hacia el Llano de la Virgen, hay barriadas nuevas en los potreros y cada día es más difícil encontrarte con gente que conoces. Pero él sí me reconoció. Al verme, hizo una inclinación de cabeza y luego se perdió entre el gentío.

»Regresé a casa muy turbada y pasé el resto de la tarde en la rebotica. Y allí, abstraída por el trabajo, pensé largamente en Clara y en Néstor. Su amor tuvo el mismo destino que la libertad que anhelaban, quizás porque de la libertad, como del amor, rara vez se alcanza todo lo que se espera. No obstante, quiero creer que son felices y que no se han olvidado uno del otro. Pues el amor verdadero, el que es zarza y a un tiempo espiga, deja siempre una huella imborrable. A veces una cicatriz, para qué engañarnos. Pero aun lacerado y vencido, el buen amor vuelve siempre, como la lluvia y los sueños de junio, para cercarnos con su nostalgia y herirnos con su dulzura».

AGRADECIMIENTOS

El autor desea dar las gracias a Rodolfo Luna del Pinal, Dialma de Smith, Danilo Parrinello, Perla de Neutze, Manuel F. Ayau, Ricardo Castillo A., Héctor Rosada Granados, Ricardo Barrios Peña, Ana María Urruela de Quezada, Jorge Antonio Ortega Gaytán, Sergio García Granados, William Olyslager, Rosalba Ojeda, María Eugenia Gordillo, Jorge Molina Sinibaldi, Luis Fernando Samayoa, Virginia Wagner, Lucila Sierra y Ramiro Ordóñez Jonama por su valioso auxilio en la confección del telón de fondo de esta novela, al haberme facilitado referencias, planos antiguos de la ciudad, mapas, libros, periódicos o textos que desconocía, panfletos, estudios históricos, recuerdos familiares y fotografías de la época. Debo asimismo gratitud a María del Carmen Deola y a José Luis Perdomo Orellana, quienes editaron el texto con un profesionalismo ejemplar, y muy especialmente, a mi esposa María Consuelo, por su paciente, inspiradora y siempre gozosa compañía en aventuras y viajes por Tabasco, Chiapas, San Marcos, Tacaná y Retalhuleu.

Guatemala, 25 de julio de 2008,

día de Santiago Apóstol

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