El sueño de los justos (62 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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En la calle, el sargento descubre al otro centinela, cuadrado y rígido como una estatua, ante el señor presidente, quien, montado en su bellísima yegua, se ha detenido frente a la puerta del cuartel.

El presidente se baja de un salto, saca el fuete de una bota y poniéndoselo a Natareno en el bigote, más que preguntar, le intimida con una pregunta inesperada.

—¡La contraseña, sargento! ¡Vamos, rápido, la contraseña del día!

Natareno sabe la contraseña, pero se le ha ido el santo al cielo. Es la primera vez que tiene ante sí al presidente. Nunca ha visto de cerca su rostro ni ha oído su voz, pues, hasta hace pocos días, había estado destinado en el Fuerte de Matamoros. La única imagen de don Rufino que conoce es el grabado que preside los despachos de los oficiales.

—\Viva Barrios\
¡Viva la Reforma).
—alcanza finalmente a decir.

—¿Y por qué nadie me la ha pedido?

El sargento hace un gesto de resignación. No hay manera de que la gente entienda, empieza a decir, pero, antes de que pueda hilvanar una respuesta razonada, el presidente le vuelve a aturullar con otra pregunta.

—¿Y dónde está el oficial de guardia?

—No lo sé, no lo sé... —dice Natareno con expresión rendida, ante el inminente descenso de la fusta sobre su cabeza.

—¿Cómo que no lo sabes?

—No, señor presidente. Se fue, hace un ratito, con mi general Cuevas y toda la gente que había aquí.

El mandatario baja el fuete, lo que alivia a Natareno, cuya mirada desciende a la altura de las botas de don Rufino, unas botas nuevas, brillantes, recién untadas de grasa y con un ribete negro en la parte superior.

—¿Quiere decir que estás solo?

Natareno adopta una sonrisa de suficiencia.

—No, señor presidente. También está un pelotón.

El gobernante suelta una palabrota, aparta de un empujón a Natareno y se mete en el cuartelillo, seguido por cuatro de sus hombres.

Natareno cuenta rápidamente y repara que son seis caballos, además de la yegua de don Rufino.

Seis caballos para cinco hombres.

Pero no tiene tiempo para esclarecer el significado de la disparidad y corre tras el presidente quien, a grandes zancadas, se ha metido en el pasillo que conduce al patio cubierto donde se ofician las torturas y los interrogatorios.

Cuando el sargento llega a la altura del presidente, éste le pregunta sin mirarle:

—¿Cómo te llamas?

—Natareno, señor.

—Será Nazareno.

—No, señor. Natareno.

—N ombrecito...

Natareno escucha el comentario y sonríe. Ha oído que al señor presidente le hacen gracia ciertos nombres y eso le da tranquilidad y un indicio de que el mandatario, tal vez, haya cambiado de humor.

—Muy bien, Natareno. Quiero ver los presos que tienes ahí —le dice, señalando las puertas de los calabozos.

—¿Los presos? Aquí sólo hay uno, señor —responde, alarmado, el sargento.

—¡Natareno —dice furioso, el presidente—, hay once detenidos en la Guardia de Honor y aquí tiene que haber otros dos!

—Pues aquí sólo está un Joaquín Larios.

—¿Y dónde está Leocadio Ortiz?

—¡Ah, ése! —dice, aliviado, Natareno—. Mi general Cuevas ordenó liberarlo.

—¿Liberarlo? ¿Sin mi permiso? —brama el presidente.

Natareno está a punto de echarse a llorar.

—No lo sé, señor. Son cosas de mi general Cuevas.

—¡Ese imbécil me va a oír!

Natareno baja la mirada, afligido, pero, inesperadamente, el mandatario le pone ambas manos en los hombros y le dice:

—Tranquilízate, Nata. No es culpa tuya.

El sargento tiene aún la mirada en el piso, pero antes de levantarla, agradecido por la comprensión y la familiaridad con que le trata el señor presidente, nota que el mandatario sólo porta un revólver, en lugar de los dos que, por lo visto, suele llevar habitualmente, y que, en lugar de un
Colt
reglamentario, es un
Remington
con herrajes de bronce.

Su observación, sin embargo, pasa con rapidez a un segundo plano cuando el presidente le ordena sacar a Joaquín Larios de la celda.

—Este no es un lugar seguro para ese canalla —explica— y ahora mismo me lo llevo a otro sitio.

Luego toma por un brazo al sargento y, en voz baja, le dice en tono confidencial:

—Larios es el cabecilla de la conspiración contra mí, mi esposa y mis hijos. ¿Lo sabías, Natareno?

El sargento niega con vehemencia.

—Por eso tenemos que encerrarlo en un lugar más seguro.

Complacido por la confianza que el presidente le brinda, el sargento le devuelve una expresión de chivo degollado y ordena abrir sin dilación el calabozo.

Cuando en el reloj de la catedral suenan las campanadas de medianoche, la larga fila de carretas cubiertas con toldos de cuero blanqueados por el sol y la lluvia empieza a moverse hacia El Amate, al extremo sur de la ciudad, un paseo donde los vecinos se encuentran y charlan a la sombra de un árbol de grandes dimensiones cuyas ramas extendidas le dan el aspecto de una sombrilla colosal.

Las carretas se han venido alineando desde hace una hora en los bajos de la iglesia del Calvario. Son alrededor de sesenta y van tiradas por bueyes extremadamente flacos, de caras largas y mirada triste. Cada carreta lleva un farol y, cuando la caravana echa a andar, la fila adquiere el aspecto de un enorme gusano de luz.

El convoy marcha tan apretado que la cornamenta de los bueyes toca a menudo el carromato delantero. Cruje el piedrín del camino que va dejando, a la izquierda, el Castillo de San José y, a la derecha, la suave ladera que desciende hasta el precipicio del Incienso. Bufan los animales en la pendiente, responden con patadas a los aguijones o defecan sin pudor, al tiempo que la noche se tupe con las interjecciones y los silbidos de los boyeros.

Cuando la caravana, ya más holgada, se acerca a la garita del Guarda Nuevo, Cuevas da la orden de asalto.

Los soldados se lanzan en tropel a las carretas, dando gritos y profiriendo amenazas. El general no cree que se produzca una respuesta por parte de los conjurados, pero ha tomado sus precauciones para que, si en el primer acercamiento al convoy se produjera algún intento de fuga, dos pelotones de refresco se encarguen de contenerla.

La confusión y el barullo hacen presa de los carreteros que detienen a los bueyes, en medio de mugidos, reniegos y maldiciones. Los hombres son apartados de la caravana y, mientras un grupo de soldados registra el interior de las carretas, otro pone en línea a los boyeros. La rápida acción ha impedido que los conjurados hayan podido escapar. Ahora sólo se trata de identificarlos y detenerlos.

Seguido por Fernando Córdova, Cuevas procede a revisar los rostros de los carreteros. Le auxilian dos soldados que han desprendido sendos faroles de las carretas para alumbrar los rostros de los detenidos. Son alrededor de un centenar y tienen ojos grandes y oscuros. Su expresión estoica e impasible no revela extrañeza. Una larga historia de arbitrariedades y abusos ha hecho de ellos gente flemática y fatalista.

Cuevas busca en sus rostros atezados, en sus pómulos prominentes y en sus ojos levemente oblicuos, algún indicio de mestizaje. Pero, desde las largas y ásperas cabelleras hasta los abultados labios de estos hombres, pasando por su corta estatura, su tronco pequeño, su rostro lampiño y sus manos endurecidas por el trabajo manual, ninguno parece pertenecer a la clase social que se implicaría en una conspiración contra el presidente. Muchos de ellos no hablan español y otros lo hablan tan mal que no entienden lo que Cuevas les pregunta. El general comienza a inquietarse y, cuando concluye la revista, le dice, iracundo, a Córdova: —Aquí sólo hay indios, Fernando. ¿En qué lío me ha metido usted? Córdova no tiene una respuesta, pero ha empezado a sospechar qué es lo que ocurre. Un teniente se acerca a Cuevas y le informa que en el interior de las carretas sólo hay costales de maíz y frijol, leña, piedras de moler, cántaros de agua y cecina. El general se vuelve a Córdova y suelta un bufido. Algo anda mal, muy mal. El instinto le dice que el engaño ha debido de tener algún propósito y da a sus hombres la orden de regresar inmediatamente a la Comandancia. —Quizás aún estemos a tiempo —murmura. Luego se sube al caballo, lo espolea y lo lanza a galope tendido en dirección al centro de la ciudad.

Dos hombres sacan al prisionero de la celda. Larios está muy golpeado y le cuesta caminar.

El presidente le arroja una mirada de desprecio.

—Sáquenlo a la calle —les dice a sus hombres— y súbanlo a uno de los caballos.

Natareno ordena cerrar los calabozos y sigue al mandatario hasta la salida, pero, al pasar frente al cuarto de la guardia, ve que el presidente se detiene en forma abrupta al descubrir a un pordiosero sentado entre dos centinelas. La estancia está iluminada por una mortecina candela de sebo, pero, aún así, el mandatario repara que el indigente lleva unos espejuelos ahumados y se cubre con un sombrero de ala ancha.

—¿Qué hace aquí ese hombre?

Natareno corre al lado del presidente.

—Lo trajo hace un rato don Fernando Córdova. Es uno de sus confidentes. Ordenó que lo tuviéramos aquí detenido hasta que él regrese.

—¿Regresar de dónde?

—No lo sé. De donde haya ido con mi general Cuevas.

El mandatario entra en el cuarto de la guardia. Natareno advierte que don Rufino tiene las mandíbulas apretadas y, temiendo un estallido de cólera, se queda dos pasos atrás.

—Póngase de pie y quítese el sombrero.

—Señor presidente, permítame explicarle...

—¡Quítese el sombrero! ¿Quién es usted?

—Me llamo Bernabé Cardona.

—No le he preguntado cómo se llama, le he preguntado quién es usted.

—Ya se lo he dicho, Bernabé Cardona, ¿no me recuerda? Nos conocimos en Chiapas. Soy un veterano de la revolución. Trabajo ahora para don Fernando Córdova. Él se lo puede decir. No soy un pordiosero, señor presidente. Me visto así por necesidades del oficio.

La sonrisa del cautivo se ensancha.

—Investigo asuntos para él, como quiénes fueron los que intentaron asesinarle a usted y a su familia. En eso estoy ahora. Fui actor de teatro siendo más joven, aficionado nada más. Por eso llevo esta ropa.

El señor presidente enarca las cejas.

—¡Ah, actor de teatro! —dice en tono ensoñador.

—Sí, señor presidente. Y estoy aquí por un malenten­dido.

—Qué injusto, ¿no?

—Don Fernando Córdova le puede decir que soy un hombre leal. A usted y a la revolución.

—Una vez vi una obra de teatro —dice el presidente, quien, por el tono de voz, pareciera tener la mente en otro sitio—. Era de un rey que encarcelaba a su hijo en una torre porque el Zodíaco había vaticinado que sería un go­bernante nefasto y cruel.

El detenido está desconcertado, mas no altera la son­risa, pensando que ese gesto le pueda ayudar a abrir una grieta de complicidad sobre un tema que parece gustar al presidente.

—¿Cree usted que yo soy un gobernante nefasto y cruel?

—¡Por supuesto que no, señor presidente!

—Eso pienso también yo. Pues verá, en la obra, el rey llevaba un sobretodo, muy parecido al suyo, aunque no espejuelos como éstos —dice quitándoselos al detenido.

Las sombras del cuarto impiden ver con nitidez las fac­ciones del mandatario y del presunto pordiosero, pero, por su aspecto parecieran dos fantasmas salidos de la pared. O eso se figura Natareno de León quien observa la extraña escena con los ojos muy abiertos.

—Tenía razón un mi conocido.

—¿Ah sí?

—Decía que no se reconoce bien a las personas hasta que uno les ve los ojos.

El presidente mira de arriba abajo al cautivo.

—Pues, como le decía, nunca me cayó bien el perso­naje —continúa—. Nunca pude entender a un hombre que encerraba en una celda a su hijo desde que éste era un recién nacido y lo sometía al cautiverio y a la soledad durante tantos años, basándose en un horóscopo. Quizás yo sea muy ignorante...

—Cómo va a ser, señor presidente —dice el otro en tono servil.

—... pero no me cabe en la cabeza, no lo entiendo. Castigar de esa manera a un hijo y, luego de veinte o treinta años, hacerle creer que el tiempo transcurrido en la cárcel ha sido un sueño es una cabronada, ¿no le parece?

El cautivo no responde. Su sonrisa se le ha ido congelando en el rostro hasta adquirir el aspecto del bufón que pretende forzar la risa del público sin conseguir que su gesto sea natural.

—Ese rey era un canalla. Tenía el corazón y los ojos atrofiados, como la taltuza, y eso le impedía ver el mal que hacía. ¿Sabe lo que es una taltuza?

El detenido cabecea con viveza.

—Y si fue capaz de hacer a su hijo semejante infamia, ¿qué no habría sido capaz de hacer a sus amigos?

Uno de los hombres del mandatario, a quien el uniforme le queda algo grande, se acerca y le susurra unas palabras al oído. El hombre parece nervioso y por sus ademanes da la impresión de querer recordarle al presidente alguna urgencia.

—¡Ahora me acordé! —dice, de pronto—. La obra se llamaba
La vida es sueño.
¿Ya ve? También hay presidentes cultos. No sólo van a ser palurdos y chafarotes sin ninguna educación.

El cautivo ha enmudecido y su rostro se ha transformado en una máscara acartonada y patética.

—Debí haber sido actor en lugar de presidente —agrega, en tono vanidoso—. Y a propósito, ¿sabe cómo se llamaba aquel rey canalla?

El presidente ha dado unos pasos adelante y se ha situado a la altura del preso. Acerca los labios al oído de éste y en un susurro de rabia contenida, dice:

—Basilio.

Le arroja luego los espejuelos a los pies, da media vuelta y abandona rápidamente el cuarto de guardia.

—¡Natareno! —vocifera—. ¡Me respondes con tu vida si este hombre llega a escapar!

Natareno responde un dócil sí, señor presidente, y le sigue, desconcertado. Hay cosas que no le cuadran. Además del asunto de las pistolas, el presidente anda siempre en la penumbra, se aparta de las candelas de sebo, como si fueran avispas, y su voz, después de escucharla un rato, parece que fuese impostada.

La última de estas irregularidades tiene que ver con la yegua, un animal de gran alzada, pero inquieto que, al nomás sentir la rienda y el peso del presidente, caracolea y se pone de patas ante Natareno. El sargento tiene entonces una revelación cercana a la que debió de experimentar San Pablo, pues la yegua no es una yegua, sino un caballo que, con las patas en alto pareciera orgulloso de mostrar sus atributos al sargento.

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