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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (41 page)

BOOK: El sueño del celta
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El puntillazo contra el imperio de Julio C. Arana lo dio la instalación, en la Cámara de los Comunes, el 14 de marzo de 1912, de un comité especial para investigar la responsabilidad de la Peruvian Amazon Company en las atrocidades del Putumayo. Conformado por quince miembros, presidido por un prestigioso parlamentario, Charles Roberts, sesionó quince meses. En treinta y seis sesiones, veintisiete testigos fueron interrogados en audiencias públicas llenas de periodistas, políticos, miembros de sociedades laicas y religiosas, entre ellas la Sociedad contra la Esclavitud y su presidente, el misionero
John
Harris. Diarios y revistas informaron con profusión sobre las reuniones y hubo abundantes artículos, caricaturas, chismes y chascarrillos comentándolas.

El testigo más esperado y cuya presencia concitó más público fue sir Roger Casement. Estuvo ante la comisión el 13 de noviembre y el 11 de diciembre de 1912. Describió con precisión y sobriedad lo que había visto con sus propios ojos en las caucherías: los cepos, el gran instrumento de tortura en todos los campamentos, las espaldas con las cicatrices de las flagelaciones, los látigos y fusiles Winchester que llevaban consigo los capataces de estaciones y los «muchachos» o «racionales» encargados de mantener el orden y de asaltar a las tribus en las «correrías» y el régimen de esclavitud, sobreexplotación y hambruna a que estaban sometidos los indígenas. Sintetizó, luego, los testimonios de los barbadenses, cuya veracidad, señaló, es taba garantizada por el hecho de que casi todos habían reconocido ser autores de torturas y asesinatos. A pedido de los miembros de la comisión, explicó asimismo el sis tema maquiavélico imperante: que los jefes de secciones no recibieran salarios sino comisiones por el caucho recogido, lo que los inducía a exigir más y más de los recoge dores para aumentar sus ganancias.

En su segunda comparecencia, Roger ofreció un espectáculo. Ante las miradas sorprendidas de los parlamentarios, fue sacando de una gran bolsa que cargaban dos ujieres, objetos que había adquirido en los almacenes de la Peruvian Amazon Company en el Putumayo. Demostró cómo eran esquilmados los braceros indios a quienes, para tenerlos siempre como deudores, la Compañía les vendía a crédito, a precios varias veces más altos que en Londres, objetos para el trabajo, la vida doméstica o chucherías de adorno. Exhibió una vieja escopeta de un solo cañón cuyo precio en La Chorrera era de 45 chelines. Para pagar esta suma un huitoto o un bora hubieran debido trabajar dos años, en caso les pagaran lo que ganaba un barrendero de Iquitos. Iba enseñando camisas de crudo, pantalones de dril, abalorios de colores, cajitas con pólvora, correas de pitas, trompos, lámparas de aceite, sombreros de paja cruda, ungüentos para picaduras, voceando los precios en que estos utensilios se podían adquirir en Inglaterra. Los ojos de los parlamentarios se abrían, con indignación y espanto. Fue todavía peor cuando sir Roger hizo desfilar ante Charles Roberts y demás miembros de la comisión decenas de fotografías tomadas por él mismo en El Encanto, La Chorrera y demás estaciones del Putumayo: allí estaban las espaldas y nalgas con la «marca de Arana» en forma de cicatrices y llagas, los cadáveres mordidos y picoteados pudriéndose entre la maleza, la increíble flacura de hombres, mujeres y niños que pese a su delgadez esquelética llevaban sobre la cabeza grandes chorizos de caucho solidificado, los vientres hinchados por los parásitos de recién nacidos a punto de morir. Las fotos eran un inapelable testimonio de la condición de unos seres que vivían casi sin alimentarse y maltratados por gentes ávidas cuyo único designio en la vida era extraer más caucho aunque para ello pueblos enteros debieran morir de consunción.

Un aspecto patético de las sesiones fue el interrogatorio de los directores británicos de la Peruvian Amazon Company, donde brilló por su pugnacidad y sutileza el irlandés Swift McNeill, el veterano parlamentario por South Donegal. Este probó sin la sombra de una duda que destacados hombres de negocios, como Henry M. Read y
John
Russell Gubbins, estrellas de la sociedad londinense y aristócratas o rentistas, como sir
John
Lister-Kaye y el Barón de Souza-Deiro, estaban totalmente desinformados sobre lo que ocurría en la Compañía de Julio C. Arana, a cuyos directorios asistían y cuyas actas firmaban, cobran do gruesas sumas de dinero. Ni siquiera cuando el semanario
Truth
comenzó a publicar las denuncias de Benjamín Saldaña Roca y de Walter Hardenburg se preocuparon de averiguar qué había de cierto en aquellas acusaciones. Se contentaron con los descargos que Abel Larco o el propio Julio C. Arana les daban y que consistían en acusar a los acusadores de chantajistas resentidos pues no habían recibido de la Compañía el dinero que pretendían sacarle mediante amenazas. Ninguno se preocupó de verificar sobre el terreno si la empresa a la que daban el prestigio de su nombre cometía esos crímenes. Peor todavía, ni uno solo se había tomado el trabajo de examinar los papeles, cuentas, informes y correspondencia de una compañía en la que aquellas fechorías habían dejado trazas en los archivos. Pues, por increíble que pareciera, Julio C. Arana, Abel Larco y demás jerarcas se sentían tan seguros hasta el estallido del escándalo que no disimularon en sus libros las huellas de los atropellos: por ejemplo, no pagar salarios a los braceros indígenas y gastar enormes cantidades de dinero comprando látigos, revólveres y fusiles.

Un momento de subido dramatismo tuvo lugar cuando Julio C. Arana se presentó a declarar ante la comisión. Su primera aparición debió aplazarse, porque su esposa Eleonora, que estaba en Ginebra, sufrió un trauma nervioso a causa de la tensión en la que vivía una familia que, después de haber escalado las más altas posiciones, veía ahora desmoronarse su situación a toda carrera. Ara na entró a la Cámara de los Comunes vestido con su elegancia acostumbrada y tan pálido como las víctimas de las fiebres palúdicas de la Amazonia. Apareció rodeado de ayudantes y consejeros, pero en la sala de audiencias sólo se le permitió estar con su abogado. Al principio se mostró sereno y arrogante. A medida que las preguntas de Char les Roberts y del viejo Swift McNeill iban acorralándolo, empezó a incurrir en contradicciones y traspiés, que su traductor hacía lo imposible por atemperar. Provocó la hilaridad del público cuando, a una pregunta del presidente de la comisión —¿por qué había tantos fusiles Win chester en las estaciones del Putumayo?, ¿para las «corre rías» o asaltos a las tribus a fin de llevarse a la gente a las caucherías?—, respondió: «No señor, para defenderse de los tigres que abundan por la región». Trataba denegarlo todo, pero de pronto reconocía que, sí, cierto, alguna vez había oído que una mujer indígena fue quemada viva. Sólo que hacía de eso mucho tiempo. Los abusos, si se habían cometido, eran siempre cosa del pasado.

El máximo desconcierto del cauchero ocurrió cuan do trataba de descalificar el testimonio de Walter Hardenburg, acusando al norteamericano de haber falsificado una letra de cambio en Manaos. Swift McNeill lo interrumpió para preguntarle si se atrevería a llamar «falsificador» en persona a Hardenburg, a quien se creía viviendo en Ca nadá. «Sí», respondió Arana. «Hágalo, entonces», repuso McNeill. «Aquí lo tiene». La llegada de Hardenburg provocó una conmoción en la sala de audiencias. Aconsejado por su abogado, Arana se desdijo y aclaró que no acusaba a Hardenburg, sino a «alguien» de haber cambiado una letra en un banco de Manaos que resultó falsa. Hardenburg demostró que todo ello fue una emboscada para desprestigiarlo tendida por la Compañía de Arana, valiéndose de un sujeto de malos antecedentes llamado Julio Muriedas, que en la actualidad estaba preso en Pará por estafador.

A partir de ese episodio, Arana se derrumbó. Se limitó a dar respuestas vacilantes y confusas a todas las preguntas, delatando su malestar y sobre todo la falta de veracidad como el rasgo más evidente de su testimonio.

En plenos trabajos de la comisión parlamentaria se abatió sobre el empresario una nueva catástrofe. El juez Swinfen Eady, de la Corte Superior de Justicia, a pedido de un grupo de accionistas decretó el cese inmediato de los negocios de la Peruvian Amazon Company. El juez declaraba que la Compañía obtenía beneficios «de recolectar caucho de la manera más atroz que cabe imaginar» y que «si el señor Arana no sabía lo que ocurría, su responsabilidad era todavía más grave, pues él, más que nadie, tenía la obligación absoluta de saber lo que pasaba en sus dominios».

El informe final de la comisión parlamentaria no resultó menos lapidario. Concluyó que: «El señor Julio C. Arana, al igual que sus socios, tuvo conocimiento y es por tanto el principal responsable de las atrocidades perpetra das por sus agentes y empleados en el Putumayo».

Cuando la comisión hizo público su informe, que selló el desprestigio final de Julio C. Arana y precipitó la ruina del imperio que había hecho de este humilde vecino de Rioja un hombre rico y poderoso, Roger Casement había empezado ya a olvidarse de la Amazonia y el Putumayo. Los asuntos de Irlanda habían vuelto a ser su principal preocupación. Luego de tomar unas cortas vacaciones, el Foreign Office le propuso que regresara al Brasil como cónsul general en Río de Janeiro y él aceptó en principio. Pero fue alargando la partida, y, aunque para ello daba al Ministerio y se daba a sí mismo pretextos diversos, la verdad era que en el fondo de su corazón ya había decidido que no volvería a servir como diplomático ni en ningún otro cargo a la Corona británica. Quería recuperar el tiempo perdido, volcar su inteligencia y energía en luchar por lo que sería desde ahora el designio excluyente de su vida: la emancipación de Irlanda.

Por eso, siguió de lejos, sin interesarse demasiado, los avatares finales de la Pemvian Amazon Company y su propietario. Que, en las sesiones de la comisión, hubiera quedado claro, por confesión propia del gerente general, Henry Lex Gielgud, que la empresa de Julio C. Arana no poseía título de propiedad alguno sobre las tierras del Putumayo y que las explotaba sólo «por derecho de ocupación», hizo que la desconfianza de los bancos y demás acreedores aumentara. De inmediato presionaron a su propietario exigiéndole cumplir con los pagos y compromisos pendientes (sólo con instituciones de la City sus deudas ascendían a más de doscientas cincuenta mil libras esterlinas). Llovieron sobre él amenazas de embargo y re mate judicial de sus bienes. Haciendo protestas públicas de que, para salvar su honor, pagaría hasta el último centavo, Arana puso en venta su palacete londinense de Kensington Road, su mansión de Biarritz y su casa de Ginebra. Pero, como lo obtenido por esas ventas no fue suficiente para aplacar a sus acreedores, éstos consiguieron órdenes judiciales de congelar sus ahorros y cuentas bancarias en Inglaterra. Al mismo tiempo que su fortuna personal se desintegraba, la declinación de sus negocios seguía imparable. La caída del precio del caucho amazónico por la competencia del asiático fue paralela a la decisión de muchos importadores europeos y norteamericanos de no volver a comprar caucho peruano hasta que quedara probado, por una comisión internacional independiente, que habían cesado el trabajo esclavo, las torturas y asaltos a las tribus y que en las estaciones caucheras se pagaba salarios a los indígenas recogedores de látex y se respetaban las leyes laborales vigentes en Inglaterra y en Estados Unidos.

No hubo ocasión de que estas quiméricas exigencias pudieran ser siquiera intentadas. La huida de los principales capataces y jefes de las estaciones del Putumayo, atemorizados con la idea de ser encarcelados, puso en un estado de anarquía absoluta a toda la región. Muchos indígenas —comunidades enteras— aprovecharon también para escapar, con lo cual la extracción del caucho se redujo a su mínima expresión y pronto cesó totalmente. Los fugitivos habían partido saqueando almacenes y oficinas y llevándose todo lo valioso, armas y víveres principalmente. Luego se supo que la empresa, asustada con la posibilidad de que esos asesinos prófugos se convirtieran, en posibles juicios futuros, en testigos de cargo contra ella, les entregó elevadas sumas para facilitarles la fuga y comprar su silencio.

Roger Casement siguió el desmoronamiento de Iquitos por las cartas de su amigo George Michell, el cónsul británico. Este le contó cómo se cerraban hoteles, restaurantes y las tiendas donde antes se vendían artículos importados de París y de New York, cómo el champagne que antes se descorchaba con tanta generosidad desaparecía como por arte de magia al igual que el whiskey, el cognac, el oporto y el vino. En las cantinas y prostíbulos circulaban ahora sólo el aguardiente que rascaba la garganta y bebedizos de sospechosa procedencia, supuestos afrodisíacos que, a menudo, en vez de atizar los deseos sexuales, hacían el efecto de dinamitazos en el estómago de los incautos.

Al igual que en Manaos, el derrumbe de la Casa Ara na y del caucho produjo en Iquitos una crisis generalizada tan veloz como la prosperidad que por tres lustros había vivido la ciudad. Los primeros en emigrar fueron los extranjeros —comerciantes, exploradores, traficantes, dueños de tabernas, profesionales, técnicos, prostitutas, caliches y alcahuetas—, que retomaron a sus países o partieron en busca de tierras más propicias que esta que se hundía en la mina y el aislamiento.

La prostitución no desapareció, pero cambió de agentes. Se eclipsaron las prostitutas brasileñas y las que decían ser «francesas» y que en verdad solían ser polacas, flamencas, turcas o italianas, y las reemplazaron cholas e indias, muchas de ellas niñas y adolescentes que habían trabajado como domésticas y perdido el empleo porque los dueños partieron también en pos de mejores vientos o porque con la crisis económica ya no podían vestirlas ni darles de comer. El cónsul británico, en una de sus cartas, hacía una patética descripción de esas indiecitas quinceañeras, esqueléticas, paseándose por el malecón de Iquitos pintarrajeadas como payasos en busca de clientes. Se esfumaron periódicos y revistas y hasta el boletín semanal que anunciaba la salida y llegada de los barcos porque el transporte fluvial, antes tan intenso, fue disminuyendo hasta casi cesar. El hecho que selló el aislamiento de Iquitos, su ruptura con ese ancho mundo con el que a lo largo de unos quince años tuvo tan intenso comercio, fue la decisión de la Booth Line de ir reduciendo progresivamente el tráfico de sus líneas de mercancías y pasajeros. Cuando cesó del todo el movimiento de barcos, el cordón umbilical que unía Iquitos al mundo se cortó. La capital de Loreto hizo un viaje hacia atrás en el tiempo. En pocos años volvió a ser un pueblo perdido y olvidado en el corazón de la llanura amazónica.

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