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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (44 page)

BOOK: El sueño del celta
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Suspiró y Alice le palmeó cariñosamente en el brazo:

—Es triste y exaltante hablar de esto ¿no, querido Roger?

—Sí, Alice. Triste y exaltante. Aveces, siento una cólera muy grande por lo que hicieron. Otras veces, los envidio con toda mi alma y mi admiración por ellos no tiene límites.

—En verdad, no hago más que pensar en esto. Y en la falta que me haces, Roger —dijo Alice, cogiéndolo del brazo—. Tus ideas, tu lucidez, me ayudarían mucho a ver la luz en medio de tanta sombra. ¿Sabes una cosa? Ahora no, pero a medio plazo algo bueno resultará de todo lo ocurrido. Ya hay indicios.

Roger asintió, sin entender del todo lo que la historiadora quería decir.

—Por lo pronto, los partidarios de
John
Redmond pierden cada día más fuerza en toda Irlanda —añadió la historiadora—. Nosotros, que estábamos en minoría, hemos pasado a tener la mayoría del pueblo irlandés de nuestro lado. Te parecerá mentira, pero te juro que es así. Los fusilamientos, las cortes marciales, las deportaciones, nos están prestando un gran servicio.

Roger advirtió que el
sheriff
, siempre de espaldas, se movía, como si fuera a volverse hacia ellos para ordenar que callaran. Pero tampoco lo hizo esta vez. Alice parecía ahora optimista. Según ella, tal vez Pearse, Plunkett, no estuvieran tan descaminados. Porque cada día se multiplicaban en Ir landa las manifestaciones espontáneas de la gente, en la calle, en las iglesias, en las asociaciones vecinales, en los gremios, de simpatía con los mártires, los fusilados y los sentenciados a largas penas de prisión, y de hostilidad hacia policías y soldados del Ejército británico. Estos eran objeto de insultos y vejámenes de los transeúntes al extremo de que el Gobierno militar dio instrucciones para que policías y soldados hicieran sus patrullas siempre en grupos, y, cuan do no estaban de servicio, vistieran de paisano. Porque la hostilidad popular producía desmoralización entre las fuer zas del orden.

Según Alice, el cambio más notable se había producido en la Iglesia católica. La jerarquía y el grueso del clero se mostraron siempre más cerca de las tesis pacifistas, gradualistas y a favor del Home Rule para Irlanda, de
John
Redmond y sus seguidores del Irish Parliamentary Party, que del radicalismo separatista del Sinn Fein, la Liga Gaélica, el IRB y los Voluntarios. Pero, desde el Alzamiento, cambió. Quizás había influido en ello la conducta tan religiosa que mostraron los alzados durante la semana de combates. Los testimonios de los sacerdotes, entre ellos el de fray Austin, que estuvieron en las barricadas, edificios y locales convertidos en focos rebeldes eran terminantes: se habían celebrado misas, confesiones, comuniones, muchos combatientes habían pedido a los religiosos la bendición antes de empezar a disparar. En todos los reductos los alzados respetaron la prohibición terminante de los líderes de que se consumiera ni una gota de alcohol. En los períodos de calma, los rebeldes rezaban el rosario en voz alta, arrodillados. Ni uno solo de los ejecutados, incluso James Connolly, que se proclamaba socialista y tenía fama de ateo, había dejado de pedir el auxilio de un sacerdote antes de enfrentarse al pelotón. En una silla de inválido, con las heridas todavía sangrando de los balazos que recibió en los combates, Connolly fue fusilado luego de besar un crucifijo que le alcanzó el capellán de la cárcel de Kilmainham. Desde el mes de mayo, en toda Irlanda proliferaban las misas de Acción de Gracias y homenajes a los mártires de Semana Santa. No había domingo en que, en los sermones de la misa, los párrocos no exhortaran a los feligreses a rezar por el alma de los patriotas ejecutados y enterrados de manera clandestina por el Ejército británico. El jefe militar, sir
John
Maxwell, había hecho una protesta formal a la jerarquía católica, y, en vez de darle explicaciones, el obispo O'Dwyer justificó a sus párrocos acusando más bien al general de ser «un dictador militar» y de actuar de manera anticristiana con las ejecuciones y su negativa a devolver los cadáveres de los fusilados a las familias. Este último hecho, sobre todo, que el Gobierno militar, amparado en la supresión de garantías de la Ley Marcial, hubiera enterrado a escondidas a los patriotas para evitar que sus tumbas se convirtieran en centros de peregrinación republicana, causó una indignación que abraza ba a sectores que no habían visto hasta ahora con simpatía a los radicales.

—En resumen, los papistas ganan cada día más terreno y los nacionalistas anglicanos nos encogemos como
La piel de zapa
, esa novela de Balzac. Sólo falta que tú y yo también nos convirtamos al catolicismo, Roger —bromeó Alice.

—Yo prácticamente ya lo he hecho —repuso Roger—. Y no por razones políticas.

—Yo no lo haría nunca, no te olvides que mi padre era un clérigo de la Church of Ireland —dijo la historia dora—. Lo tuyo no me sorprende, lo veía venir desde hace tiempo. ¿Te acuerdas de las bromas que te hacíamos, en las tertulias en mi casa?

—Esas tertulias inolvidables —suspiró Roger—. Te voy a contar una cosa. Ahora, con tanto tiempo libre para pensar, muchos días he hecho ese balance: ¿dónde y cuándo fui más feliz? En las tertulias de los martes, en tu casa de Grosvenor Road, querida Alice. Nunca te lo dije, pero yo salía de esas reuniones en estado de gracia. Exaltado y feliz. Reconciliado con la vida. Pensando: «Qué lástima que no estudiara, que no pasara por la universidad». Oyéndolos a ti y a tus amigos me sentía tan lejos de la cultura como los nativos del África o de la Amazonia.

—A mí y a ellos nos pasaba algo parecido contigo, Roger. Envidiábamos tus viajes, tus aventuras, que hubieras vivido tantas vidas distintas en aquellos lugares. Se lo oí decir alguna vez a Yeats: «Roger Casement es el irlandés más universal que he conocido. Un verdadero ciudadano del mundo». Creo que nunca te lo conté.

Recordaron una discusión, hacía años, en París, sobre los símbolos, con Herbert Ward. Este les había mostrado el vaciado reciente de una de sus esculturas de la que se sentía muy contento: un hechicero Africano. En efecto, era una hermosa pieza, que, pese a su carácter realista, mostraba todo lo que había de secreto y misterioso en ese hombre con la cara llena de incisiones, armado de una escoba y de una calavera, consciente de esos poderes que le eran conferidos por las divinidades del bosque, de los arroyos y de las fieras y en quien hombres y mujeres de la tribu confiaban ciegamente para que los salvara de los con juros, las enfermedades, los miedos y los comunicara con el más allá.

—Todos llevamos adentro a uno de estos ancestros —dijo Herbert, señalando al hechicero de bronce que, con los ojos entrecerrados, parecía extasiado en uno de esos sueños en que lo sumían los cocimientos de yerbas—. ¿La prueba? Los símbolos a los que rendimos culto con respeto reverencial. Los escudos, las banderas, las cruces.

Roger y Alice discutieron, alegando que los símbolos no debían ser vistos como anacronismos de la era irracional de la humanidad. Por el contrario, una bandera, por ejemplo, era el símbolo de una comunidad que se sentía solidaria y compartía creencias, convicciones, costumbres, respetando las diferencias y discrepancias individuales que no destruían sino fortalecían el denominador común. Ambos confesaron que ver flamear una bandera republicana de Irlanda siempre los conmovía. ¡Cómo se habían burlado Herbert y Sarita de ellos por esa frase!

Alice, cuando supo que, mientras Pearse leía la Declaración de Independencia, muchas banderas republicanas irlandesas se habían izado en los techos de la Oficina de Correos, del Liberty Hall y, luego, vio las fotos de los edificios ocupados por los rebeldes de Dublín como el Hotel Metropole y el Hotel Imperial con banderas que el viento remecía en las ventanas y parapetos, había sentido que se le cerraba la garganta. Aquello tenía que haber provocado una felicidad ilimitada en quienes lo vivieron. Después se enteró también de que, en las semanas anteriores a la insurrección, las mujeres de la Cumann na mBan, el cuerpo auxiliar femenino de los Voluntarios, mientras éstos preparaban bombas caseras, cartuchos de dinamita, granadas, picas y bayonetas, ellas reunían medicinas, ven das, desinfectantes y cosían aquellas banderas tricolores que irrumpirían en la mañana del lunes 24 de abril en los techos del centro de Dublín. La casa de los Plunkett, en Kimmage, había sido la más activa fábrica de armas y de enseñas para el levantamiento.

—Ha sido un hecho histórico —afirmó Alice—. Nosotros abusamos de las palabras. Los políticos, sobre todo, aplican la palabra «histórico», «histórica», a cualquier tontería. Pero esas banderas republicanas en el cielo del viejo Dublín, lo fueron. Se recordará siempre con fervor. Un hecho histórico. Ha dado la vuelta al mundo, querido. En Estados Unidos lo publicaron en primera página muchos periódicos. ¿No te hubiera gustado verlo?

Sí, a él también le hubiera gustado ver aquello. Según Alice, cada vez más gente de la isla desafiaba la prohibición y colocaba banderas republicanas en el frontis de sus casas, incluso en Belfast y en Derry, ciudadelas probritánicas.

Por otra parte, pese a la guerra en el continente de la que llegaban cada día noticias inquietantes —las acciones producían números vertiginosos de víctimas y los resultados seguían siendo inciertos—, en la propia Inglaterra mucha gente se mostraba dispuesta a ayudar a los deportados de Irlanda por las autoridades militares. Centenares de hombres y mujeres considerados subversivos habían sido expulsados y estaban ahora diseminados por toda Inglaterra, con orden de arraigo en localidades apartadas y, la gran mayoría, sin recursos para sobrevivir. Alice, que pertenecía a asociaciones humanitarias que les enviaban dinero, víveres y ropas, dijo a Roger que no tenían dificultad en recolectar fondos y ayuda del público en general. También en esto la participación de la Iglesia católica había sido importante.

Entre los deportados, había decenas de mujeres. Muchas de ellas —con algunas, Alice había conversado personalmente— guardaban, en medio de su solidaridad, cierto rencor a los comandantes de la rebelión que pusieron dificultades a las mujeres para colaborar con los alzados. Sin embargo, casi todos, de buena o mala gana, habían terminado por admitirlas en los reductos y aprovecharlas. El único comandante que se negó de plano a admitir mujeres en Boland's Mili y todo el territorio vecino controlado por sus compañías fue Eamon de Valera. Sus argumentos irritaron a las militantes de Cumann na mBan por conservadores. Que el lugar de la mujer era su hogar y no la barricada, y sus instrumentos naturales la rueca, la cocina, las flores, la aguja y el hilo, no la pistola ni el fusil. Y que su presencia podía distraer a los combatientes, quienes, por protegerlas, descuidarían sus obligaciones. El alto y delgado profesor de matemáticas, dirigente de los Irish Volunteers, con quien Roger Casement había conversado muchas veces y man tenido una abundante correspondencia, fue condenado a muerte por una de esas cortes marciales secretas y expeditivas que juzgaron a los dirigentes del Alzamiento. Pero se salvó en el último minuto. Cuando, confesado y comulgado, esperaba con total tranquilidad, el rosario entre los dedos, ser llevado al paredón trasero de Kilmainham Gaol donde eran los fusilamientos, el Tribunal decidió conmutarle la pena de muerte por prisión perpetua. Según rumores, las compañías a órdenes de Eamon de Valera, pese a la nula formación militar de éste, se comportaron con gran eficiencia y disciplina, infligiendo al enemigo muchas pérdidas. Fueron las últimas en rendirse. Pero los rumores decían también que la tensión y los sacrificios de esos días habían sido tan duros que, en algún momento, sus subordinados en la estación donde funcionaba su puesto de man do creyeron que iba a perder el juicio, por lo errático de su conducta. No fue el único caso. Bajo la lluvia de plomo y fuego, sin dormir, sin comer y sin beber, algunos habían enloquecido o sufrido crisis nerviosas en las barricadas.

Roger se había distraído, recordando la alargada silueta de Eamon de Valera, su hablar tan solemne y ceremonioso. Advirtió que Alice se refería ahora a un caballo. Lo hacía con sentimiento y lágrimas en los ojos. La historiadora tenía gran amor por los animales, pero ¿por qué la afectaba éste de modo tan especial? Poco a poco fue en tendiendo que su sobrino le había contado el episodio. Se trataba del caballo de uno de los lanceros británicos que el primer día de la insurrección cargaron contra la Oficina de Correos y fueron rechazados, perdiendo tres hombres. El caballo recibió varios impactos de bala y se desplomó delante de una barricada, malherido. Relinchaba con espanto, traspasado de dolor. Conseguía a veces levantarse, pero, debilitado por la pérdida de sangre, volvía a caer al suelo luego de intentar algunos pasos. Detrás de la barricada hubo una discusión entre los que querían rematarlo para que no sufriera más y los que se oponían creyendo que conseguiría recuperarse. Por fin, le dispararon. Fueron necesarios dos tiros de fusil para poner fin a su agonía.

—No fue el único animal que murió en las calles —dijo Alice, apesadumbrada—. Murieron muchos, caballos, perros, gatos. Víctimas inocentes de la brutalidad humana. Muchas noches tengo pesadillas con ellos. Los pobrecillos. Los seres humanos somos peores que los animales ¿verdad, Roger?

—No siempre, querida. Te aseguro que algunos son tan feroces como nosotros. Pienso en las serpientes por ejemplo, cuyo veneno te va matando a poquitos, en medio de estertores horribles. Y en los cañeros del Amazonas que se te introducen en el cuerpo por el ano y te producen hemorragias. En fin…

—Hablemos de otra cosa —dijo Alice—. Basta ya de guerra, de combates, de heridos y de muertos.

Pero, un momento después, le contaba a Roger que entre los centenares de irlandeses deportados y traídos a las cárceles inglesas era impresionante cómo crecían las adhesiones al Sinn Fein y al IRB. Incluso personas moderadas e independientes y conocidos pacifistas se afiliaban a esas organizaciones radicales. Y el gran número de peticiones que aparecían en toda Irlanda pidiendo amnistía para los condenados. También en Estados Unidos, en to das las ciudades donde había comunidades irlandesas, se guían las manifestaciones de protesta contra los excesos de la represión luego del Alzamiento.
John
Devoy había he cho un trabajo fantástico y conseguido que firmara los pedidos de amnistía lo mejor de la sociedad norteamericana, desde artistas y empresarios hasta políticos, profeso res y periodistas. La Cámara de Representantes aprobó una moción, redactada en términos muy severos, condenando las penas de muerte sumarias contra adversarios que habían rendido las armas. Pese a la derrota, las cosas no ha bían empeorado con el Alzamiento. En cuanto a apoyo internacional, la situación nunca había estado mejor para los nacionalistas.

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