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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (46 page)

BOOK: El sueño del celta
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—El está ahí, Roger. Le escucha. Sabe lo que siente. Que lo necesita. No le fallará. Si hay algo que le puedo garantizar, de lo que estoy absolutamente seguro, es que Dios no le fallará.

En la oscuridad, estirado en su camastro, Roger pensó que el padre Carey se había impuesto una tarea tanto o más heroica que los rebeldes de las barricadas: llevar consuelo y paz a esos seres desesperados, destrozados, que iban a pasar muchos años en una celda o se preparaban para subir al patíbulo. Quehacer terrible, deshumanizador, que debió llevar muchos días al padre Carey, al principio de su ministerio sobre todo, a la desesperación. Pero sabía disimularlo. Guardaba siempre la calma y en todo momento transmitía ese sentimiento de comprensión, de solidaridad, que a él le hacía tanto bien. Alguna vez habían hablado del Alzamiento.

—¿Qué hubiera hecho usted, padre Carey, si hubiera estado en Dublín en esos días?

—Ir allí a prestar ayuda espiritual a quien la necesitara, como hicieron tantos sacerdotes.

Añadió que no hacía falta coincidir con la idea de los rebeldes de que la libertad de Irlanda se conseguiría sólo con las armas para prestarles sostén espiritual.

Desde luego, no era lo que creía el padre Carey, él había alentado siempre un rechazo visceral a la violencia. Pero hubiera ido a confesar, a dar la comunión, a rezar por quien lo solicitara, a ayudar a los enfermeros y a los médicos. Así lo había hecho buen número de religiosos y de religiosas y la jerarquía los había apoyado. Los pastores tenían que estar donde estaba el rebaño ¿no es cierto?

Todo eso era verdad, pero también lo era que la idea de Dios no cabía en el limitado recinto de la razón humana. Había que meterla allí con calzador porque nunca encajaba del todo. El y Herbert Ward habían hablado muchas veces de este asunto. «En lo que se refiere a Dios hay que creer, no razonar», decía Herbert. «Si razonas, Dios se esfuma como una bocanada de humo».

Roger se había pasado la vida creyendo y dudando. Ni siquiera ahora, a las puertas de la muerte, era capaz de creer en Dios con la fe resuelta con que creían su madre, su padre o sus hermanos. Qué suerte tenían aquellos para quienes la existencia del Ser Supremo no había sido nunca un problema, sino una certeza gracias a la cual el mundo se les ordenaba y todo encontraba su explicación y razón de ser. Quienes creían de ese modo alcanzarían sin duda una resignación ante la muerte que nunca conocerían los que, como él, habían vivido jugando a las escondidas con Dios. Roger recordó que alguna vez había escrito un poema con ese título: «A las escondidas con Dios». Pero Herbert Ward le aseguró que era muy malo y él lo echó a la basura. Lástima. Le hubiera gustado releerlo y corregir lo ahora.

Comenzaba a amanecer. Asomaba un rayito de luz entre los barrotes de la alta ventana. Pronto vendrían a llevarse la palangana de los orines y el excremento y a traerle el desayuno.

Le pareció que el primer refrigerio del día tardaba en llegar más que otras veces. El sol ya estaba alto en el cielo y una luz dorada y fría iluminaba su celda. Llevaba un buen rato leyendo y releyendo las máximas de Tomás de Kempis sobre la desconfianza hacia el saber que vuelve arrogantes a los seres humanos y la pérdida de tiempo que es «el mucho cavilar sobre cosas oscuras y misteriosas» cuya ignorancia ni siquiera se nos reprocharía en el juicio final, cuando sintió que la gran llave giraba en la cerradura y se abría la puerta de la celda.

—Buenos días —dijo el guardia, dejando en el suelo el panecillo de harina negra y la taza de café. ¿O sería hoy de té? Pues, obedeciendo a inexplicables razones, el desayuno cambiaba de té a café o de éste a té con frecuencia.

—Buenos días —dijo Roger, poniéndose de pie y yendo a coger la palangana—. ¿Se ha tardado usted hoy más que otros días o me equivoco?

Fiel a la consigna del silencio, el guardia no le con testó y a él le pareció que evitaba mirarlo a los ojos. Se apartó de la puerta para dejarlo pasar y Roger salió al lar go pasillo lleno de tiznes cargando la palangana. El guardia caminaba a dos pasos detrás de él. Sintió que su ánimo mejoraba con la reverberación del sol veraniego en las gruesas paredes y en las piedras del suelo, produciendo unos brillos que parecían chispas. Pensó en los parques de Londres, en la Serpentina y los altos plátanos, álamos y castaños de Hyde Park y lo hermoso que sería caminar ahora mismo por allí, anónimo entre los deportistas que montaban caballo o bicicleta y las familias con niños que, aprovechando el buen tiempo, habían salido a pasar el día al aire libre.

En el baño desierto —debía haber instrucciones de que a él le fijaran horas distintas de las de los otros presos para el aseo— vació y fregó la palangana. Luego, se sentó en el excusado sin ningún éxito —el estreñimiento había sido un problema de toda su vida— y, por fin, quitándose el blusón azul de presidiario, se lavó y fregó el cuerpo y la cara vigorosamente. Se secó con la toalla medio húmeda que colgaba de una armella. Regresó a su celda con la palangana limpia, despacio, disfrutando del sol que caía sobre el pasillo de las ventanas enrejadas de lo alto del muro y de los ruidos —voces ininteligibles, bocinas, pasos, motores, chirridos—, que le daban la impresión de haber entrado en el tiempo otra vez y que desaparecieron apenas el guardia cerró con llave la puerta de su celda.

La bebida podía ser té o café. No le importó lo desabrida que estaba, pues el líquido, al bajar por su pecho hacia su estómago, le hizo bien y le quitó la acidez que siempre lo aquejaba en las mañanas. Se guardó el panecillo por si le daba hambre más tarde.

Echado en su camastro, retomó la lectura de la
Imitación de Cristo
. A ratos le parecía de una ingenuidad infantil, pero, a veces, al volver una página, se encontraba con un pensamiento que lo inquietaba e inducía a cerrar el libro. Se ponía a meditar. El monje decía que era útil que el hombre sufriera de cuando en cuando penas y adversidades, porque eso le recordaba su condición: estaba «desterrado en esta tierra» y no debía tener esperanza alguna en las cosas de este mundo, sólo en las del más allá. Era cierto. El frailecillo alemán, allá en su convento de Agnetenberg, hacía quinientos años había dado en el clavo, expresado una verdad que Roger vivió en carne propia. O, mejor dicho, desde que, niño, la muerte de su madre lo sumió en una orfandad de la que nunca más se pudo librar. Esa era la palabra que mejor describía lo que se había sentido siempre, en Escocia, en Inglaterra, en el África, en el Brasil, en Iquitos, en el Putumayo: un desterrado. Buena parte de su vida se había jactado de esa condición de ciudadano del mundo que, según Alice, Yeats admiraba en él: alguien que no es de ninguna parte por que lo es de todas. Mucho tiempo se había dicho que ese privilegio le deparaba una libertad que desconocían quienes vivían anclados en un solo lugar. Pero Tomás de Kempis tenía razón. No se había sentido nunca de ninguna parte porque ésa era la condición humana: el destierro en este valle de lágrimas, destino transitorio hasta que con la muerte y el más allá hombres y mujeres volverían al redil, a su fuente nutricia, a donde vivirían toda la eternidad.

En cambio, la receta de Tomás de Kempis para resistir las tentaciones era cándida. ¿Habría tenido tentaciones alguna vez, allá, en su convento solitario, ese hombre pío? Si las tuvo, no debió serle tan fácil resistirlas y derrotar al «diablo, que nunca duerme y anda siempre rondando y buscando a quien devorar». Tomás de Kempis decía que nadie era tan perfecto que no tuviera tentaciones y que era imposible que un cristiano pudiera verse exonerado de la «concupiscencia», la fuente de todas ellas.

El había sido débil y sucumbido a la concupiscencia muchas veces. No tantas como había escrito en sus agendas y cuadernos de notas, aunque, sin duda, escribir lo que no se había vivido, lo que sólo se había querido vivir, era también una manera —cobarde y tímida— de vivirlo y por lo tanto de rendirse a la tentación. ¿Se pagaba por ello a pesar de no haberlo disfrutado de verdad, sino de esa manera incierta e inasible como se vivían las fantasías? ¿Tendría que pagar por todo aquello que no hizo, que sólo deseó y escribió? Dios sabría discriminar y seguramente sancionaría aquellas faltas retóricas de manera más liviana que los pecados cometidos de verdad.

De todos modos, escribir lo que no se vivía para hacerse la idea de vivirlo, llevaba ya implícito un castigo: la sensación de fracaso y frustración con que terminaban siempre los juegos mentirosos de sus diarios. (Y también los hechos vividos, por lo demás). Pero, ahora, esos juegos irresponsables habían puesto en manos del enemigo un arma formidable para envilecer su nombre y su memoria.

Por otra parte, no era tan fácil saber a qué tentaciones se refería Tomás de Kempis. Podían llegar tan disfraza das, tan encubiertas, que se confundían con cosas benignas, con entusiasmos estéticos. Roger recordó, en aquellos remotos años de su adolescencia, que sus primeras emociones con los cuerpos bien torneados, con los músculos viriles, la armoniosa esbeltez de los adolescentes, no parecían un sentimiento malicioso y concupiscente sino una manifestación de sensibilidad, de entusiasmo estético. Así lo creyó mucho tiempo. Y que era esa misma vocación artística la que lo había incitado a aprender la técnica de la fotografía para capturar en las cartulinas aquellos cuerpos hermosos. En algún momento advirtió, ya viviendo en África, que aquella admiración no era sana, o, mejor dicho, no era sólo sana, sino sana y malsana al mismo tiempo, pues esos cuerpos armoniosos, sudorosos, musculosos, sin gota de grasa, en los que se adivinaba la sensualidad material de los felinos, además de arrobo y admiración, le producían también codicia, deseos, unas ganas locas de acariciarlos. Había sido así como las tentaciones pasaron a ser parte de su vida, a revolucionarla, a llenarla de secretos, angustia, temor, pero también de sobresaltados momentos de placer. Y de remordimientos y amarguras, por supuesto. ¿Haría Dios en el momento supremo las sumas y las restas? ¿Lo perdonaría? ¿Lo castigaría? Se sentía curioso, no atemorizado. Como si no se tratara de él, sino de un ejercicio intelectual o un acertijo.

Y, en eso, oyó sorprendido la gruesa llave forcejean do de nuevo en la cerradura. Cuando la puerta de su celda se abrió, entró una llamarada de luz, ese sol fuerte que de pronto parecía incendiar las mañanas del agosto londinense. Cegado, advirtió que tres personas habían entrado a la celda. No podía distinguir sus caras. Se puso de pie. Al cerrarse la puerta vio que quien estaba más cerca de él, casi tocándolo, era el gobernador de Pentonville Prison, al que sólo había visto un par de veces. Era un hombre mayor, enteco y arrugado. Vestía de oscuro y tenía una expresión grave. Detrás de él estaba el
sheriff
, blanco como el papel. Y un guardia que miraba al suelo. A Roger le pareció que el silencio duraba siglos.

Finalmente, mirándolo a los ojos, el gobernador habló, con una voz al principio vacilante que se fue volviendo firme a medida que avanzaba en su exposición:

—Cumplo con el deber de comunicarle que esta mañana, 2 de agosto de 1916, el Consejo de Ministros del Gobierno de Su Majestad el rey se ha reunido, estudiado el pedido de clemencia presentado por sus abogados y que lo ha rechazado por la unanimidad de votos de los ministros asistentes. En consecuencia, la sentencia del Tribunal que lo juzgó y lo condenó por alta traición se ejecutará el día de mañana, 3 de agosto de 1916, en el patio de Pentonville Prison, a las nueve de la mañana. De acuerdo a la costumbre establecida, para la ejecución el reo no tiene que vestir el uniforme de presidiario y podrá hacer uso de las prendas civiles de las que fue despojado al entrar a la prisión y que le serán devueltas. Asimismo, cumplo con comunicarle que los capellanes, el sacerdote católico,
father
Carey y
father
MacCarroll, de la misma confesión, estarán disponibles para prestarle ayuda espiritual, si así lo desea. Ellos serán las únicas personas con las que podrá entrevistarse. Si desea dejar algunas cartas a sus familiares con sus últimas disposiciones, el establecimiento le facilitará material de escribir. Si tiene usted alguna otra solicitud que formular, puede hacerlo ahora.

—¿A qué hora podré ver a los capellanes? —preguntó Roger y le pareció que su voz era ronca y glacial.

El gobernador se volvió al
sheriff
cambiaron en susurros algunas frases y fue el
sheriff
quien respondió:

—Vendrán al comienzo de la tarde.

—Gracias.

Luego de un instante de vacilación, las tres personas abandonaron la celda y Roger escuchó cómo el guardia echaba llave a la cerradura.

XIV

La etapa de su vida en que estaría más inmerso en los problemas de Irlanda, Roger Casement la inició viajando a las Islas Canarias, en enero de 1913. A medida que la nave se adentraba en el Atlántico, se le iba quitando un gran peso de encima, se iba desprendiendo de aquellas imágenes de Iquitos, el Putumayo, las plantaciones caucheras, Manaos, los barbadenses, Julio C. Arana, las intrigas del Foreign Office, y recobraba una disponibilidad que ahora podría volcar en los asuntos de su país. Ya había hecho lo que podía por los indígenas de la Amazonia. Arana, uno de sus peores verdugos, no volvería a levantar cabeza: era un hombre desprestigiado y arruinado y no era imposible que terminara sus días en la cárcel. Ahora debía ocuparse de otros indígenas, los de Irlanda. También ellos necesitaban librarse de los «aranas» que los explotaban, aunque con armas más refinadas e hipócritas que las de los caucheros peruanos, colombianos y brasileños.

Pero, pese a la liberación que sentía alejándose de Londres, tanto en la travesía como en el mes que permaneció en Las Palmas, estuvo fastidiado por el deterioro de su salud. Los dolores en la cadera y en la espalda debidos a la artritis le sobrevenían a cualquier hora del día y de la noche. Los analgésicos no le hacían el efecto de antes. Debía permanecer horas tendido en la cama de su hotel o en un sillón de la terraza sudando frío. Andaba con dificultad, siempre con bastón, y ya no pudo emprender las largas caminatas por la campiña o por las faldas de los cerros como en viajes anteriores por temor a que en pleno paseo lo paralizara el dolor. Sus mejores recuerdos de esas semanas de principios de 1913 serían las horas que pasó sumergido en el pasado de Irlanda gracias a la lectura de un libro de Alice Stopford Green,
The Old Irish World
/El mundo antiguo de Irlanda), en el que la historia, la mitología, la leyenda y las tradiciones se mezclaban para retratar una sociedad de aventura y fantasía, de conflictos y creatividad, en la que un pueblo luchador y generoso se crecía ante una naturaleza difícil y hacía gala de coraje e inventiva con sus canciones, sus danzas, sus juegos arriesgados, sus ritos y costumbres: todo un patrimonio que la ocupación inglesa vino a tronchar y a tratar de aniquilar, sin conseguirlo del todo.

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