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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (21 page)

BOOK: El sueño del celta
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—La vamos a hacer sobre el terreno —le recordó Roger Casement—. Muy seria, téngalo por seguro.

—¿Usted cree que Arana, que yo, que los administradores de la Peruvian Amazon Company somos suicidas para matar indígenas? ¿No sabe que el problema número uno de los caucheros es la falta de recolectores? Cada trabajador es algo precioso para nosotros. Si esas matanzas fueran ciertas no quedaría ya en el Putumayo un solo indio. Se habrían largado todos, ¿no es cierto? Nadie quiere vivir don de lo azotan, lo mutilan y lo matan. Esa acusación es de una imbecilidad sin límites, señor Casement. Si los indígenas huyen, nosotros nos arruinamos y la industria del caucho se hunde. Eso lo saben nuestros empleados, allá. Y, por eso, se esfuerzan por tener a los salvajes contentos.

Miró a los miembros de la Comisión, uno por uno. Estaba siempre indignado, pero, ahora, también, entristecido. Hacía unas muecas que parecían pucheros.

—No es fácil tratarlos bien, tenerlos satisfechos —confesó, bajando la voz—. Son muy primitivos. ¿Ustedes saben lo que eso significa? Algunas tribus son caníbales. No lo podemos permitir ¿no es cierto? No es cristiano, no es humano. Lo prohibimos y a veces se enojan y actúan como lo que son: salvajes. ¿Debemos dejar que ahoguen a los niños que nacen con deformidades? El labio leporino, por ejemplo. No, porque el infanticidio tampoco es cristiano ¿no es verdad? En fin. Ustedes lo verán con sus propios ojos. Entonces, comprenderán la injusticia que está cometiendo Inglaterra con el señor Julio C. Arana y con una compañía que, a costa de enormes sacrificios, está transformando este país.

A Roger Casement se le ocurrió que Pablo Zumaeta iba a soltar unos lagrimones. Pero se equivocó. El gerente les hizo una sonrisa amistosa.

—He hablado mucho y ahora les toca a ustedes —se disculpó—. Pregúntenme lo que quieran y yo les responderé con franqueza. No tenemos nada que ocultar.

Durante cerca de una hora los miembros de la Comisión interrogaron al gerente general de la Peruvian Amazon Company. Les respondía con largas tiradas que, a veces, despistaban al intérprete, quien le hacía repetir pa labras y frases. Roger no intervino en el interrogatorio y en muchos momentos se distrajo. Era evidente que Zumaeta jamás diría la verdad, negaría todo, repetiría los argumentos con que la Compañía de Arana había respondido en Londres a las críticas de los periódicos. Había, tal vez, ocasionales excesos cometidos por individuos in temperantes, pero no era política de la Peruvian Amazon Company torturar, esclavizar ni menos matar a los indígenas. Lo prohibía la ley y hubiera sido cosa de locos aterrorizar a los braceros que escaseaban tanto en el Putumayo. Roger se sentía transportado en el espacio y en el tiempo al Congo. Los mismos horrores, el mismo desprecio de la verdad. La diferencia, que Zumaeta hablaba en español y los funcionarios belgas en francés. Negaban lo evidente con la misma desenvoltura porque ambos creían que recolectar caucho y ganar dinero era un ideal de los cristianos que justificaba las peores fechorías contra esos paganos que, por supuesto, eran siempre antropófagos y asesinos de sus propios hijos.

Cuando salieron del local de la Peruvian Amazon Company Roger acompañó a sus colegas hasta la casi ta donde los habían hospedado. En vez de regresar directamente a casa del cónsul británico, dio un paseo por Iquitos, sin rumbo. Siempre le había gustado caminar, solo o en compañía de algún amigo, al empezar y al terminar el día. Podía hacerlo horas, pero en las calles sin asfaltar de Iquitos tropezaba a menudo en huecos y charcos lle nos de agua, donde croaban las ranas. El bullicio era enorme. Bares, restaurantes, burdeles, salones de baile y garitos de apuestas estaban llenos de gente, bebiendo, comiendo, bailando o discutiendo. Y, en todas las puertas, racimos de chiquillos semidesnudos, espiando. Vio desaparecer en el horizonte los últimos arreboles del crepúsculo e hizo el resto de la caminata a oscuras, por calles iluminadas a trechos por las lámparas de los bares. Se dio cuenta que había llegado a ese canchón cuadrangular que tenía el pomposo nombre de Plaza de Armas. Dio una vuelta alrededor y de pronto sintió que alguien, sentado en una banca, lo saludaba en portugués: «
Boa noite
, señor Casement». Era el padre Ricardo Urrutia, superior de los agustinos de Iquitos a quien había conocido en la cena que les ofreció el prefecto. Se sentó a su lado en la banca de madera.

—Cuando no llueve, es agradable salir a ver las estrellas y a respirar un poco de aire fresco —dijo el agustino, en portugués—. Siempre que uno se tape los oídos, para no oír ese ruido infernal. Ya le habrán contado de esta casa de hierro que se compró un cauchero medio loco en Europa); que están armando en esa esquina. Se exhibió en París, en la Gran Exposición de 1889, parece. Dicen que será un club social. ¿Se imagina ese horno, una casa de metal en el clima de Iquitos? Por ahora es una cueva de murciélagos. Duermen ahí decenas de ellos, colgados de una pata.

Roger Casement le dijo que hablara en español, que él lo entendía. Pero el padre Urrutia, que había pasa do más de diez años de su vida entre los agustinos de Ceará, en Brasil, prefirió seguir hablando en portugués. Llevaba menos de un año en la Amazonia peruana.

—Ya sé que usted no ha estado nunca en las Gaucherías del señor Arana. Pero, sin duda, sabe mucho de lo que ocurre allá. ¿Puedo pedirle su opinión? ¿Pueden ser ciertas esas acusaciones de Saldaña Roca, de Walter Hardenburg?

El sacerdote suspiró.

—Pueden serlo, por desgracia, señor Casement —murmuró—. Aquí estamos muy lejos del Putumayo. Mil, mil doscientos kilómetros lo menos. Si, a pesar de estar en una ciudad con autoridades, prefecto, jueces, militares, policías, ocurren las cosas que sabemos, ¿qué no sucederá allá donde sólo existen los empleados de la Compañía?

Volvió a suspirar, ahora con angustia.

—Aquí, el gran problema es la compra y venta de niñas indígenas —dijo, con la voz lastimada—. Por más que nos afanamos tratando de encontrarle una solución, no damos con ella.

«El Congo, otra vez. El Congo, por todas partes».

—Usted ha oído hablar de las famosas «correrías» —añadió el agustino—. Esos asaltos a las aldeas indígenas para capturar recolectores. Los asaltantes no sólo se roban a los hombres. También a los niños y a las niñas. Para venderlos aquí. A veces los llevan hasta Manaos, donde, al parecer, obtienen mejor precio. En Iquitos, una familia compra una sirvientita por veinte o treinta soles a lo más. Todas tienen una, dos, cinco sirvientitas. Esclavas, en realidad. Trabajando día y noche, durmiendo con los animales, recibiendo palizas por cualquier motivo, además, claro, de servir para la iniciación sexual de los hijos de la familia.

Volvió a suspirar;; quedó jadeando.

—¿No se puede hacer nada con las autoridades?

—Se podría, en principio —dijo el padre Urrutia—. La esclavitud está abolida en el Perú hace más de medio siglo. Se podría recurrir a la policía y a los jueces. Pero todos ellos tienen también sus sirvientitas compradas. Además, qué harían las autoridades con las niñas que res caten. Quedarse con ellas o venderlas, por supuesto. Y no siempre a las familias. A veces, a los prostíbulos, para lo que usted se imagina.

—¿No hay manera de que vuelvan a sus tribus?

—Las tribus de por acá ya casi no existen. Los padres fueron secuestrados y arreados a las caucherías. No hay dónde llevarlas. ¿Para qué rescatar a esas pobres criaturas? En esas condiciones, tal vez el mal menor es que sigan en las familias. Algunos las tratan bien, se encariñan con ellas. ¿Le parece monstruoso?

—Monstruoso —repitió Roger Casement.

—A mí, a nosotros, también nos lo parece —dijo el padre Urrutia—. Nos pasamos horas en la misión, devanándonos los sesos. ¿Qué solución darle? No la encontramos. Hemos hecho una gestión, en Roma, a ver si pueden venir unas monjas y abrir aquí una escuelita para esas niñas. Que por lo menos reciban alguna instrucción. ¿Pero, aceptarán las familias enviarlas a la escuela? Muy pocas, en todo caso. Las consideran animalitos.

Volvió a suspirar. Había hablado con tanta amar gura que Roger, contagiado por la pesadumbre del religioso, sintió ganas de regresar a casa del cónsul británico. Se puso de pie.

—Usted puede hacer algo, señor Casement —le dijo el padre Urrutia, a manera de despedida, estrechándole la mano—. Es una especie de milagro lo que ha pasado. Quiero decir, esas denuncias, el escándalo en Europa. La llegada de esta Comisión a Loreto. Si alguien puede ayudar a esa pobre gente, son ustedes. Rezaré para que vuelvan sanos y salvos del Putumayo.

Roger regresó caminando muy despacio, sin mirar lo que ocurría en los bares y prostíbulos de donde salían las voces, los cantos, el rasgueo de las guitarras. Pensaba en esos niños arrancados de sus tribus, separados de sus familias, enfardelados en la sentina de una lancha, traídos a Iquitos, vendidos en veinte o treinta soles a una familia donde pasarían su vida barriendo, fregando, cocinando, limpiando excusados, lavando ropa sucia, insultados, golpeados y a veces estuprados por el patrón o los hijos del patrón. La historia de siempre. La historia de nunca acabar.

IX

Cuando la puerta de la celda se abrió y vio en el umbral la gruesa silueta del
sheriff
, Roger Casement pensó que tenía visita —Gee o Alice, tal vez—, pero el carcelero, en vez de indicarle que se levantara y lo siguiera al locutorio, se lo quedó mirando de una extraña manera, sin decir nada. «Rechazaron la petición», pensó. Permaneció tumbado, seguro de que si se ponía de pie el temblor en las piernas lo haría desplomarse al suelo.

—¿Siempre quiere una ducha? —preguntó la voz fría y lenta del
sheriff
«¿Mi última voluntad?», pensó. «Después del baño, el verdugo».

—Esto va contra el reglamento —murmuró el
sheriff
, con cierta emoción—. Pero hoy se cumple el primer aniversario de la muerte de mi hijo en Francia. Quiero ofrecer a su memoria un acto de compasión.

—Se lo agradezco —dijo Roger, levantándose. ¿Qué mosca le había picado al
sheriff
? De cuándo acá esas amabilidades con él.

Le pareció que la sangre de sus venas, detenida al ver asomar al carcelero en la puerta de su celda, volvía a circular por su cuerpo. Salió al largo y chamuscado pasillo y siguió al obeso carcelero al baño, un recinto oscuro, con excusados desportillados en fila junto a una pared, una hilera de duchas en la pared opuesta y unos recipientes de cemento sin enlucir con unos caños oxidados que vertían el agua. El
sheriff
permaneció de pie, en la entrada del lugar, mientras Roger se desnudaba, colgaba su uniforme azul y su gorro de presidiario en un clavo de la pared y se metía a la ducha. El chorro de agua le produjo un escalo frío de pies a cabeza y, a la vez, una sensación de alegría y gratitud. Cerró los ojos y, antes de jabonarse con la pastilla que recogió de una de las cajas de goma colgadas en la pared, mientras se frotaba los brazos y las piernas, sintió deslizarse el agua fría por su cuerpo. Estaba contento y exaltado. Con ese chorro de agua no sólo desaparecía la suciedad acumulada en su cuerpo en tantos días, también preocupaciones, angustias y remordimientos. Se jabonó y se enjuagó un buen rato hasta que el
sheriff
le indicó desde lejos con una palmada que se diera prisa. Roger se secó con la misma ropa que se puso encima. No tenía peine y se alisó los cabellos con las manos.

—No sabe lo agradecido que le estoy por este baño,
sheriff
—dijo, mientras regresaban a la celda—. Me ha devuelto la vida, la salud.

El carcelero le respondió con un ininteligible murmullo.

Al volver a tenderse en su camastro, Roger intentó retomar la lectura de la
Imitación de Cristo
, de Tomás de Kempis, pero no conseguía concentrarse y devolvió el libro al suelo.

Pensó en el capitán Robert Monteith, su asistente y amigo los últimos seis meses que pasó en Alemania. ¡Hombre magnífico! Leal, eficiente y heroico. Fue su compañero de viaje y de pellejerías en el submarino alemán U-19 que los trajo, junto con el sargento Daniel Julián Bailey, alias Julián Beverly, hasta la costa de Tralee, en Irlanda, donde los tres estuvieron a punto de morir ahogados por no saber remar. ¡Por no saber remar! Así era: pequeñas tonterías podían mezclarse con los grandes asuntos y desbaratarlos. Recordó el amanecer grisáceo, lluvioso, de mar encrespado y espesa neblina del Viernes Santo 21 de abril de 1916, y a ellos tres, en el movedizo bote con tres remos en que los había dejado el submarino alemán antes de desaparecer en medio de la bruma. «Buena suerte» les gritó el capitán Raimund Weissbach a manera de despedida. Tuvo de nuevo la horrible sensación de impotencia, tratando de sujetar ese bote encabritado por las olas y los tumbos, y la incapacidad de los improvisados remeros para enderezarlo en dirección a la costa, que ninguno sabía dónde estaba. La embarcación giraba, subía, bajaba, saltaba, trazaba círculos de radio variable, y, como ninguno de los tres conseguía capearlas, las olas, que golpeaban al bote de costado, lo zarandeaban de tal modo que en cualquier momento lo volcarían. En efecto, lo volcaron. Durante unos minutos los tres estuvieron a punto de ahogarse. Chapoteaban, tragaban agua salada, hasta que consiguieron en derezar el bote y, ayudándose, encaramarse de nuevo en él. Roger recordó al valeroso Monteith, con su mano infectada por el accidente que tuvo en Alemania, en el puerto de Heligoland, tratando de aprender a conducir una lancha a motor. Atracaron allí para cambiar de submarino porque el U-2 en el que embarcaron en Wilhelmshaven tuvo un desperfecto. Aquella herida lo había atormentado toda la semana de viaje entre Heligoland y Tralee Bay. Roger, que hizo la travesía con atroces mareos y vómitos, sin casi probar bocado ni levantarse de la estrecha litera, recordaba la estoica paciencia de Monteith con la hinchazón de su herida. Los desinflamantes que le pusieron los marineros alemanes del U-19 no sirvieron de nada. Su mano siguió supurando y el capitán Weissbach, comandante del U-19, predijo que si, al desembarcar, no lo curaban de inmediato, aquella herida se gangrenaría.

La última vez que vio al capitán Robert Monteith fue en las ruinas del McKenna's Fort, ese mismo amanecer del 21 de abril, cuando sus dos compañeros decidieron que Roger se quedara escondido allí, mientras ellos iban andando a pedir ayuda a los Voluntarios de Tralee. Lo decidieron porque era él quien corría el mayor riesgo de ser reconocido por los soldados —la presa más codiciada para los perros de guardia del Imperio— y porque Roger ya no resistía más. Enfermo y debilitado, había caído al suelo dos veces, exhausto, y la segunda vez permaneció varios minutos sin sentido. Sus amigos lo dejaron entre las ruinas del Fuerte McKenna con un revólver y una bolsita de ropa, luego de estrecharle las manos. Roger recordó cómo, al ver a las alondras revoloteando a su alrededor y oír su canto y descubrir que estaba rodeado de violetas salvajes que brotaban entre los arenales de Tralee Bay, pensó que había llegado a Irlanda por fin. Los ojos se le llenaron de lágrimas. El capitán Monteith, al partir, le hizo el saludo militar. Pequeño, fortachón, ágil, incansable, patriota irlandés hasta el tuétano de sus huesos, en los seis meses que habían convivido en Alemania Roger no le oyó una queja ni advirtió el menor síntoma de desfallecimiento en su adjunto, pese a los fracasos que había tenido en el campo de Limburg por la resistencia —cuando no la abierta hostilidad— de los prisioneros a inscribirse en la Brigada Irlandesa que Roger quiso formar para luchar junto a Alemania («pero no a las órdenes de ésta») por la independencia de Irlanda.

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