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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (18 page)

BOOK: El sueño del celta
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Un helado silencio había caído sobre el patio des de que Roger Casement abrió la boca. El ruido de la ca lle parecía haber disminuido. Se advertía una inmovilidad curiosa, como si todos esos señores que, un momento atrás, bebían, comían, conversaban, se movían y gesticulaban, hubieran sido víctimas de una súbita parálisis. Roger tenía las miradas puestas sobre él. Un clima de recelo y desaprobación había reemplazado la atmósfera cordial.

—La Compañía de Julio C. Arana está dispuesta a colaborar en defensa de su buen nombre —dijo, casi gritando, el señor Pablo Zumaeta—. No tenemos nada que ocultar. El barco en el que van al Putumayo es el mejor de nuestra empresa. Allá tendrán todas las facilidades, para que comprueben con sus propios ojos lo infame de esas calumnias.

—Se lo agradecemos, señor —asintió Roger Casement.

Y, en ese mismo momento, en un rapto inusual en él, decidió someter a sus anfitriones a una prueba, que, estaba seguro, desencadenaría reacciones instructivas para él y los comisionados. Con la voz natural que hubiera empleado para hablar del tenis o la lluvia, preguntó:

—A propósito, señores. ¿Saben ustedes si el periodista Benjamín Saldaña Roca, espero pronunciar correctamente su nombre, se encuentra en Iquitos? ¿Sería posible hablar con él?

Su pregunta hizo el efecto de una bomba. Los asistentes cambiaban miradas de sorpresa y disgusto. Un largo silencio siguió a sus palabras, como si nadie osara tocar un tema tan espinoso.

—¡Pero, cómo! —exclamó por fin el prefecto, exagerando teatralmente el aspaviento—. ¿Hasta Londres ha llegado el nombre de ese chantajista?

—Así es, señor —asintió Roger Casement—. Las denuncias del señor Saldaña Roca y las del ingeniero Walter Hardenburg hicieron estallar en Londres el escándalo sobre las caucherías del Putumayo. Nadie ha contestado mi pregunta: ¿está en Iquitos el señor Saldaña Roca? ¿Podré verlo?

Hubo otro largo silencio. La incomodidad de los asistentes era notoria. Por fin habló el superior de los agustinos:

—Nadie sabe dónde está, señor Casement —dijo el padre Urrutia, con un español castizo que se diferencia banítidamente del de los loretanos. A él, Roger tenía más dificultad para entenderle—. Desapareció de Iquitos hace ya algún tiempo. Se dice que está en Lima.

—Si no hubiera huido, los iquiteños lo habríamos linchado —afirmó un anciano, agitando un puño colérico.

—Iquitos es tierra de patriotas —exclamó Pablo Zumaeta—. Nadie le perdona a ese sujeto que inventara esas canalladas para desprestigiar al Perú y hundir a la empresa que ha traído el progreso a la Amazonia.

—Lo hizo porque no le resultó la pillería que había preparado —añadió el prefecto—. ¿Les informaron que Saldaña Roca, antes de publicar esas infamias, trató de sacar dinero a la Compañía del señor Arana?

—Como nos negamos, publicó todo ese cuento chino sobre el Putumayo —afirmó Pablo Zumaeta—. Está enjuiciado por libelo, calumnia y coacción y lo espera la cárcel. Por eso huyó.

—No hay como estar sobre el terreno para enterarse de las cosas —comentó Roger Casement.

Las conversaciones particulares deshicieron la conversación general. La cena prosiguió con un plato de pescados amazónicos, uno de los cuales, llamado gamitana, le pareció a Casement de carne delicada y sabrosa. Pero el condimento le dejó un fuerte ardor en la boca.

Al terminar la cena, luego de despedirse del prefecto, conversó brevemente con sus amigos de la Comisión. Según Seymour Bell había sido una imprudencia tocar de modo abrupto el tema del periodista Saldaña Roca, que irritaba tanto a los notables de Iquitos. Pero Louis Bames lo felicitó pues, dijo, les había permitido estudiar la airada reacción de esta gente contra el periodista.

—Es una pena que no podamos hablar con él —re puso Casement—. Me hubiera gustado conocerlo.

Se despidieron y Roger y el cónsul regresaron caminando a casa de este último, por la misma ruta que habían venido. El bullicio, la francachela, los cantos, bailes, brindis y peleas habían subido de tono y a Roger le sorprendió la abundancia de chiquillos —desarrapados, semidesnudos, descalzos— apostados en las puertas de bares y prostíbulos, espiando con caras picaras lo que ocurría adentro. Había también muchos perros escarbando las basuras.

—No pierda su tiempo buscándolo, porque no lo va a encontrar —dijo el señor Stirs—. Lo más probable es que Saldaña Roca esté muerto.

Roger Casement no se sorprendió. El también sospechaba, al ver la violencia verbal que el solo nombre del periodista había provocado, que su desaparición fuera definitiva.

—¿Usted lo conoció?

El cónsul tenía una calva redonda y su cráneo re lucía como si estuviera lleno de gotitas de agua. Caminaba despacio, tentando las tierras fangosas con su bastón, temeroso tal vez de pisar una serpiente o una rata.

—Conversamos dos o tres veces —dijo Mr. Stirs—. Era un hombre bajito y un poco contrahecho. Lo que aquí llaman un cholo, un cholito. Es decir, un mestizo. Los cholos suelen ser suaves y ceremoniosos. Pero Saldaña Ro ca, no. Era brusco, muy seguro de sí mismo. Con una de esas miradas fijas que tienen los creyentes y los fanáticos y que a mí, la verdad, me ponen siempre muy nervioso. Mi temperamento no va por ahí. No tengo gran admiración por los mártires, señor Casement. Ni por los héroes. Esas gentes que se inmolan por la verdad o la justicia a menudo hacen más daño del que quieren remediar.

Roger Casement no dijo nada: trataba de imaginar se a ese hombre pequeño, con deformaciones físicas, de un corazón y una voluntad parecidas a las de Edmund D. Morel. Un mártir y un héroe, sí. Lo imaginaba entintando con su propias manos las planchas metálicas de sus semanarios
La Felpa y La Sanción
. Los editaría en una pequeña imprenta artesanal que, sin duda, funcionaría en un rincón de su hogar. Esta vivienda modesta sería, también, la redacción y la administración de sus dos periodiquitos.

—Espero que no tome usted a mal mis palabras —se excusó el cónsul británico, arrepentido de pronto de lo que acababa de decir—. El señor Saldaña Roca fue muy valiente haciendo esas denuncias, por supuesto. Un temerario, poco menos que un suicida, al presentar una denuncia judicial contra la Casa Arana por torturas, secuestros, flagelaciones y crímenes en las caucherías del Putumayo. El no era ningún ingenuo. Sabía muy bien lo que le iba a ocurrir.

—¿Qué le ocurrió?

—Lo previsible —dijo el señor Stirs, sin pizca de emoción—. Le quemaron la imprenta de la calle Moro na. La puede usted ver aún, toda chamuscada. Le tirotearon la casa, también. Los disparos están a la vista todavía, en la calle Próspero. Tuvo que sacar a su hijo del colegio de los padres agustinos, porque los compañeros le hacían la vida imposible. Se vio obligado a despachar a su familia a algún sitio secreto, quién sabe cuál, pues su vida peligraba. Tuvo que cerrar sus dos periodiquitos porque nadie le volvió a dar un aviso ni imprenta alguna de Iquitos aceptó imprimirlos. Dos veces lo balearon en la calle, como advertencia. Las dos veces se salvó de milagro. Una de ellas lo dejó cojo, con una bala incrustada en la pantorrilla. La última vez que se lo vio fue en febrero de 1909, en el malecón. Lo llevaban a empujones hacia el río. Tenía la cara hinchada por los golpes que le había dado una pandilla. Lo treparon a una embarcación con rumbo a Yurimaguas. Nunca más se supo de él. Puede ser que con siguiera huir a Lima. Ojalá. También que, amarrado de pies y manos y con heridas sangrantes, lo echaran al río para que las pirañas acabaran con él. Si fue así, sus huesos, que es lo único que no se comen esos bichos, ya deben haber llegado al Atlántico. Supongo que no le digo nada que usted no sepa. En el Congo vería historias iguales o peores.

Habían llegado a la casa del cónsul. Este encendió la lamparilla de la salita de la entrada y ofreció a Casement una copa de oporto. Se sentaron junto a la terraza y encendieron cigarrillos. La luna había desaparecido detrás de unas nubes pero quedaban estrellas en el cielo. Al bullicio lejano de las calles se mezclaba el sincrónico rumor de los insectos y el chapaleo de las aguas al chocar contra las ramas y juncos de las orillas.

—¿De qué le sirvió tanta valentía al pobre Benjamín Saldaña Roca? —reflexionó el cónsul, alzando los hombros—. De nada. Desgració a su familia y a lo mejor perdió la vida. Nosotros, aquí, perdimos esos dos periodiquitos,
La Felpa y La Sanción
, que era divertido leer todas las semanas, por sus chismografías.

—No creo que su sacrificio fuera totalmente inútil —lo corrigió Roger Casement, suavemente—. Sin Saldaña Roca, no estaríamos aquí. A menos, claro, que usted piense que nuestra venida tampoco servirá para nada.

—Dios no lo quiera —exclamó el cónsul—. Tiene usted razón. Todo el escándalo allá en Estados Unidos, en Europa. Sí, Saldaña Roca empezó todo eso con sus denuncias. Y, luego, las de Walter Hardenburg. He dicho una tontería. Espero que su venida sirva de algo y que cambien las cosas. Perdóneme, señor Casement. Vivir tantos años en la Amazonia me ha vuelto un poco escéptico sobre la idea de progreso. En Iquitos, uno termina por no creer en nada de eso. Sobre todo, en que algún día la justicia vaya a hacer retroceder a la injusticia. Tal vez sea hora de que regrese a Inglaterra, a darme un baño de optimismo inglés. Ya veo que a usted todos estos años sirviendo a la Corona en Brasil no lo han vuelto pesimista. Quién como usted. Lo envidio.

Cuando se dieron las buenas noches y se retiraron a sus habitaciones, Roger permaneció desvelado mucho rato. ¿Había hecho bien en aceptar este encargo? Cuando, unos meses atrás, sir Edward Grey, el ministro de Relaciones Exteriores, lo llamó a su despacho y le dijo: «El escándalo sobre los crímenes del Putumayo ha alcanzado unos límites intolerables. La opinión pública exige que el Gobierno haga algo. Nadie como usted para viajar allá. Irá también una comisión investigadora, de gente independiente que la propia Peruvian Amazon Company ha decidido enviar. Pero yo quiero que usted, aunque viaje con ellos, prepare un informe personal para el Gobierno. Usted tiene gran prestigio por lo que hizo en el Congo. Es un especialista en atrocidades. No puede negarse». Su primera reacción había sido buscar una excusa y rehusar. Luego, reflexionando, se dijo que, precisamente por su labor en el Congo, tenía la obligación moral de aceptar. ¿Había hecho bien? El escepticismo de Mr. Stirs le parecía un mal presagio. De tanto en tanto, la expresión de sir Edward Grey, «especialista en atrocidades», le repicaba en la cabeza.

A diferencia del cónsul, él creía que Benjamín Saldaña Roca había prestado un gran servicio a la Amazonia, a su país, a la humanidad. Las acusaciones del periodista en
La Sanción. Bisemanario Comercial, Político y Literario
, eran lo primero que había leído sobre las caucherías del Putumayo, luego de su conversación con sir Edward, quien le dio cuatro días para decidirse a viajar con la Comisión investigadora. De inmediato el Foreign Office puso en sus manos un legajo de documentos, en los que destacaban dos testimonios directos de personas que habían estado en aquella región: los artículos del ingeniero norteame ricano Walter Hardenburg en el semanario londinense
Truth
y los artículos de Benjamín Saldaña Roca, parte de los cuales habían sido traducidos al inglés por The AntiSlavery and Aborigines' Protection Society, una institución humanitaria.

Su primera reacción fue la incredulidad: el periodista ese, partiendo de hechos reales, había magnificado de tal modo los abusos que sus artículos transpiraban irrealidad, e, incluso, una imaginación algo sádica. Pero inmediatamente Roger recordó que ésa había sido la reacción de muchos ingleses, europeos y norteamericanos, cuando él y Morel hicieron públicas las iniquidades en el Estado Independiente del Congo: la incredulidad. Así se defendía el ser humano contra todo aquello que mostraba las indescriptibles crueldades a las que podía llegar azuza do por la codicia y sus malos instintos en un mundo sin ley. Si esos horrores habían ocurrido en el Congo ¿por qué no podían haber ocurrido en la Amazonia?

Angustiado, se levantó de la cama y fue a sentarse en la terraza. El cielo estaba oscuro y habían desaparecido también las estrellas. Había menos luces en dirección de la ciudad, pero el bullicio continuaba. Si las denuncias de Saldaña Roca eran ciertas, lo probable era que, como creía el cónsul, el periodista hubiera terminado aventado al río atado de pies y manos y sangrando para atizar el apetito de las pirañas. La manera fatalista y cínica de Mr. Stirs lo irritaba. Como si aquello no ocurriera porque había gente cruel, sino por determinación fatídica, como se mueven los astros o se levantan las mareas. Lo había llamado «un fanático». ¿Un fanático de la justicia? Sí, sin duda. Un temerario. Un hombre modesto, sin dinero ni influencias. Un Morel amazónico. ¿Un creyente, tal vez? Lo había hecho porque creía que el mundo, la sociedad, la vida, no podían seguir siendo esa vergüenza. Roger pensó en su juventud, cuando la experiencia de la maldad y el sufrimiento, en el África, lo inundaron de aquel sentimiento beligerante, de aquella voluntad pugnaz de hacer cualquier cosa para que el mundo mejorara. Sentía algo fraterno por Saldaña Roca. Le hubiera gustado estrechar su mano, ser su amigo, decirle: «Ha hecho usted algo hermoso y noble de su vida, señor».

¿Habría estado allá, en el Putumayo, en la gigantes ca región donde operaba la Compañía de Julio C. Arana? ¿Se habría ido a meter él mismo en la boca del lobo? Sus artículos no lo decían pero las precisiones de nombres, lugares, fechas, indicaban que Saldaña Roca había sido testigo ocular de aquello que contaba. Roger había leído tantas veces los testimonios de Saldaña Roca y de Walter Hardenburg que a ratos le parecía haber estado allá, en persona.

Cerró los ojos y vio la inmensa región, dividida en estaciones, las principales de las cuales eran La Chorrera y El Encanto, cada una de ellas con su jefe. «O, mejor dicho, su monstruo». Eso y sólo eso podían ser gentes como Víctor Macedo y Miguel Loaysa, por ejemplo. Ambos habían protagonizado, a mediados de 1903, su hazaña más memorable. Cerca de ochocientos ocaimas llegaron a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogido en los bosques. Después de pesarlas y almacenar las, el subadministrador de La Chorrera, Fidel Velarde, señaló a su jefe, Víctor Macedo, que estaba allí con Miguel Loaysa, de El Encanto, a los veinticinco ocaimas apartados del resto porque no habían traído la cuota mínima de jebe —látex o caucho— a que estaban obligados. Macedo y Loaysa decidieron dar una buena lección a los salvajes. Indicando a sus capataces —los negros de Barbados— que tuvieran a raya al resto de los ocaimas con sus máuseres, ordenaron a los «muchachos» que envolvieran a los veinticinco en costales empapados de petróleo. Entonces, les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos en antorchas humanas, algunos consiguieron apagar las llamas revolcándose sobre la tierra pero quedaron con terribles quemaduras. Los que se arrojaron al río como bólidos llameantes se ahogaron. Macedo, Loaysa y Velarde remata ron a los heridos con sus revólveres. Cada vez que evocaba aquella escena, Roger sentía vértigo.

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