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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (20 page)

BOOK: El sueño del celta
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—Las heridas tardan en cerrarse —matizó Roger.

—No es para tanto, señores —trató de levantarles el ánimo Mr. Stirs, quien comía de muy buen humor—. Una buena siesta loretana y se sentirían mejor. Con las autoridades y los jefes de la Peruvian Amazon Company les irá mejor que con los negros, ya verán.

En vez de dormir siesta, Roger, sentado en la pequeña mesita que hacía de velador en su dormitorio, escribió en su cuaderno de notas todo lo que recordaba de la conversación con Eponim Thomas Campbell e hizo resúmenes de los testimonios que los comisionados habían recogido de los otros dos barbadenses. Después, en papel aparte, anotó las preguntas que haría esa tarde al prefecto Rey Lama y al gerente de la Compañía, Pablo Zumaeta, quien, le había revelado el señor Stirs, era cuñado de Julio C. Arana.

El prefecto recibió a la Comisión en su despacho y les ofreció vasos de cerveza, jugos de frutas y tazas de café. Había hecho traer sillas y les repartió unos abanicos de paja para que se airearan. Seguía con el pantalón de montar y las botas que lucía la víspera, pero ya no llevaba el chaleco bordado, sino una chaqueta blanca de lino y una camisa cerrada hasta el cuello, como los blusones rusos. Tenía un aire distinguido con sus sienes nevadas y sus maneras elegantes. Les hizo saber que era diplomático de carrera. Había servido varios años en Europa y asumió esta prefectura por exigencia del propio presidente de la Re pública —señaló la fotografía de la pared, un hombre pequeño y elegante, vestido de frac y tongo, con una banda terciada sobre el pecho—, Augusto B. Leguía.

—Quien les hace llegar por mi intermedio sus saludos más cordiales —añadió.

—Qué bueno que hable inglés y podamos prescindir del intérprete, señor prefecto —respondió Casement.

—Mi inglés es muy malo —lo interrumpió con coquetería Rey Lama—. Tendrán ustedes que ser indulgentes.

—El Gobierno británico lamenta que sus requerimientos para que el Gobierno del presidente Leguía inicie una investigación sobre las denuncias en el Putumayo hayan sido inútiles.

—Hay una acción judicial en marcha, señor Casement —lo atajó el prefecto—. Mi Gobierno no necesitó de Su Majestad para iniciarla. Para eso ha designado un juez especial que está ya en camino hacia Iquitos. Un distinguido magistrado: el juez Carlos A. Valcárcel. Usted sa be que las distancias entre Lima e Iquitos son enormes.

—Pero, en ese caso, para qué enviar un juez desde Lima —intervino Louis Barnes—. ¿No hay jueces en Iquitos? Ayer, en la cena que nos ofreció, nos presentó a algunos magistrados.

Roger Casement advirtió que Rey Lama lanzaba sobre Barnes una mirada piadosa, la que merece un niño que no ha alcanzado la edad de la razón o un adulto imbécil.

—Esta charla es confidencial ¿no es cierto, señores? —preguntó al fin.

Todas las cabezas asintieron. El prefecto vaciló todavía antes de responder.

—Que mi Gobierno envíe un juez desde Lima a investigar es una prueba de su buena fe —explicó—. Lo más fácil hubiera sido pedir a un juez instructor local que lo hiciera. Pero, entonces…

Se calló, incómodo.

—A buen entendedor, pocas palabras —añadió.

—¿Quiere usted decir que ningún juez de Iquitos se atrevería a enfrentarse a la Compañía del señor Arana? —preguntó Roger Casement, suavemente.

—Esto no es la culta y próspera Inglaterra, señores —murmuró apesadumbrado el prefecto. Tenía un vaso de agua en la mano y se lo bebió de un trago—. Si una persona tarda meses en venir aquí desde Lima, los emolumentos de magistrados, autoridades, militares, funcionarios, tardan todavía más. O, simplemente, no llegan nunca. ¿Y de qué pueden sobrevivir esas gentes mientras esperan sus sueldos?

—¿De la generosidad de la Peruvian Amazon Company? —sugirió el botánico Walter Folk.

—No pongan en mi boca palabras que no he dicho —respingó Rey Lama, alzando una mano—. La Compañía del señor Arana adelanta sus salarios a los funcionarios en calidad de préstamo. Esas sumas deben ser devueltas, en principio, con un módico interés. No es un regalo. No hay cohecho. Es un acuerdo honorable con el Estado. Pero, aun así, es natural que magistrados que viven gracias a aquellos préstamos no sean todo lo imparciales tratándose de la Compañía del señor Arana. ¿Lo entienden, verdad? El Gobierno ha enviado un juez desde Lima a fin de que realice una investigación absolutamente independiente. ¿No es la mejor demostración de que está empeñado en averiguar la verdad?

Los comisionados bebieron de sus vasos de agua o cerveza, confusos y desmoralizados. «¿Cuántos de ellos estarán ya buscando un pretexto para regresar a Europa?», pensaba Roger. No preveían nada de esto, sin duda. Con la excepción tal vez de Louis Barnes, que había vivido en África, los otros no imaginaban que en el resto del mundo no todo funcionaba de la misma manera que en el Imperio británico.

—¿Hay autoridades en la región que vamos a visitar? —preguntó Roger.

—Salvo inspectores que pasan por allí a la muerte de un obispo, ninguna —dijo Rey Lama—. Es una región muy alejada. Hasta hace pocos años, selva virgen, poblada sólo por tribus salvajes. ¿Qué autoridad podía mandar el Gobierno allá? ¿Y a qué? ¿A que se la comieran los caníbales?

Si ahora hay vida comercial allá, trabajo, un comienzo de modernidad, se debe a Julio C. Arana y sus hermanos. De ben considerar eso, también. Ellos han sido los primeros en conquistar esas tierras peruanas para el Perú. Sin la Compañía, todo el Putumayo hubiera sido ya ocupado por Colombia, que buena gana le tiene a esa región. No pueden dejar de lado ese aspecto, señores. El Putumayo no es Inglaterra. Es un mundo aislado, remoto, de paganos que, cuando tienen hijos mellizos o con alguna deformación física, los ahogan en el río. Julio C. Arana ha sido un pionero, ha llevado allá barcos, medicinas, la religión católica, vestidos, el español. Los abusos deben ser sancionados, desde luego. Pero, no lo olviden, se trata de una tierra que despierta codicias. ¿No les parece extraño que en las acusaciones del señor Hardenburg todos los caucheros peruanos sean unos monstruos y los colombianos unos arcángeles llenos de compasión con los indígenas? Yo he leído los artículos de la revista
Truth
. ¿No les pareció raro? Qué casualidad que los colombianos, empeñados en apoderarse de esas tierras, hayan encontrado un valedor como el señor Hardenburg que sólo vio violencia y abusos entre los pe ruanos, y ni un solo caso semejante entre los colombianos. El trabajó antes de venir al Perú en los ferrocarriles del Cauca, recuerden. ¿No podría tratarse de un agente?

Acezó, fatigado, y optó por tomar un trago de cerveza. Los miró, uno por uno, con una mirada que parecía decir: «Un punto a mi favor ¿cierto?».

—Flagelaciones, mutilaciones, violaciones, asesinatos —murmuró Henry Fielgald—. ¿A eso llama usted llevar la modernidad al Putumayo, señor prefecto? No sólo Hardenburg ha dado un testimonio. También Saldaña Roca, su compatriota. Tres capataces de Barbados, a los que interrogamos esta mañana, han confirmado esos horrores. Ellos mismos reconocen haberlos cometido.

—Deben ser castigados, entonces —afirmó el prefecto—. Y lo hubieran sido si en el Putumayo hubiera jueces, policías, autoridades. Por ahora no hay nada, salvo barbarie. No defiendo a nadie. No excuso a nadie. Vayan. Vean con sus propios ojos. Juzguen por sí mismos. Mi Gobierno hubiera podido prohibirles el ingreso al Perú, pues somos un país soberano y Gran Bretaña no tiene por qué inmiscuirse en nuestros asuntos. Pero no lo ha hecho. Por el contrario, me ha dado instrucciones de otorgarles todas las facilidades. El presidente Leguía es un gran admirador de Inglaterra, señores. El quisiera que el Perú sea un día un gran país, como el de ustedes. Por eso están aquí, libres de ir a cualquier parte y de averiguarlo todo.

Rompió a llover a cántaros. La luz amainó y el repiqueteo del agua contra la calamina era tan fuerte que pareció que el techo se vendría abajo y las trombas de agua caerían sobre ellos. Rey Lama había adoptado una expresión melancólica.

—Tengo una esposa y cuatro hijos a los que adoro —dijo, con una sonrisa tristona—. Hace un año que no los veo y sabe Dios si los veré de nuevo. Pero, cuando el presidente Leguía me pidió que viniera a servir a mi país, en este rincón apartado del mundo, no vacilé. No estoy aquí para defender a criminales, señores. Todo lo contra rio. Sólo les pido que comprendan que no es lo mismo trabajar, comerciar, montar una industria en el corazón de la Amazonia, que hacerlo en Inglaterra. Si algún día esta selva alcanza los niveles de vida de Europa occidental será gracias a hombres como Julio C. Arana.

Estuvieron todavía largo rato en la oficina del prefecto. Le hicieron muchas preguntas y él contestó a todas, a veces de manera evasiva y a veces con crudeza. Roger Casement no acababa de hacerse una idea clara del personaje. A ratos le parecía un cínico representando un papel, y, otras, un buen hombre, con una responsabilidad abrumadora de la que trataba de salir lo más airoso que podía. Una cosa era segura: Rey Lama sabía que aquellas atrocidades existían y no le gustaba, pero su trabajo le exigía minimizarlas como pudiera.

Cuando se despidieron del prefecto había dejado de llover. En la calle, los techos de las casas goteaban todavía, había charcos por doquier donde chapoteaban los sapos y el aire se había llenado de moscardones y zancudos que los acribillaron de picaduras. Cabizbajos, callados, fueron hacia la Peruvian Amazon Company, una amplia mansión con techo de tejas y azulejos en la fachada donde los esperaba el gerente general, Pablo Zumaeta, para la última entrevista del día. Les quedaban unos minutos y dieron una vuelta al gran descampado que era la Plaza de Armas. Contemplaron, curiosos, la casa de metal del ingeniero Gustave Eiffel des plegando sus vértebras de fierro a la intemperie como el esqueleto de un animal antediluviano. Los bares y restaurantes de los alrededores estaban ya abiertos y la música y el bullicio atronaban el atardecer de Iquitos.

La Peruvian Amazon Company, en la calle Perú, a pocos metros de la Plaza de Armas, era la construcción más grande y sólida de Iquitos. De dos pisos, construida con cemento y planchas metálicas, tenía sus muros pinta dos de verde claro y en la salita contigua a su oficina, donde Pablo Zumaeta los recibió, había un ventilador de anchas aspas de madera suspendido del techo, inmóvil, esperando la electricidad. Pese al fuerte calor, el señor Zumaeta, que debía raspar la cincuentena, llevaba un traje oscuro con un chaleco de fantasía, un corbatín de lazo y unos botines que brillaban. Dio la mano ceremoniosamen te a cada uno y a todos les fue preguntando, en un español marcado por el cantarín acento amazónico que Roger Casement había aprendido a identificar, si estaban bien alojados, si Iquitos era hospitalaria con ellos, si necesitaban algo. A todos les repitió que tenía órdenes cablegrafiadas desde Londres por el señor Julio C. Arana en persona de darles todas las facilidades para el éxito de su misión. Al nombrar a Arana, el gerente de la Peruvian Amazon Company hizo una reverencia al gran retrato que colgaba de una de las paredes.

Mientras unos domésticos indios, descalzos y con túnicas blancas, pasaban fuentes con bebidas, Casement contempló un rato la cara seria, cuadrada, morena, de ojos penetrantes, del dueño de la Peruvian Amazon Company. Arana llevaba la cabeza cubierta con una gorrita francesa (le béret) y su traje parecía cortado por uno de los buenos sastres parisinos o, acaso, del Savile Row de Londres. ¿Se ría cierto que este todopoderoso rey del caucho con palacetes en Biarritz, Ginebra y los jardines del Kensington Road londinense, comenzó su carrera vendiendo sombre ros de paja por las calles de Rioja, la aldea perdida de la selva amazónica donde nació? Su mirada revelaba buena conciencia y gran satisfacción de sí mismo.

Pablo Zumaeta, a través del intérprete, les anunció que el mejor barco de la Compañía, el
Liberal
, estaba listo para que se embarcaran. Les había puesto al más experimentado capitán en los ríos de la Amazonia y a los mejores tripulantes. Aun así, la navegación hasta el Putumayo les exigiría sacrificios. Tardaba entre ocho y diez días, dependiendo del tiempo. Y, antes de que alguno de los miembros de la Comisión tuviera tiempo de hacerle una pregunta, se apresuró a alcanzar a Roger Casement un alto de papeles, en un cartapacio:

—Les he preparado esta documentación, adelantándome a algunas de sus preocupaciones —explicó—. Son las disposiciones de la Compañía a los administrado res, jefes, subjefes y capataces de estaciones en lo que con cierne al trato del personal.

Zumaeta disimulaba su nerviosismo elevando la voz y gesticulando. Mientras exhibía los papeles llenos de inscripciones, sellos y firmas, enumeraba lo que contenían con tono y ademanes de orador de plazuela:

—Prohibición estricta de impartir castigos físicos a los indígenas, esposas e hijos y allegados, y de ofenderlos de palabra u obra. Reprenderlos y aconsejarlos de manera severa cuando hayan cometido una falta comprobada. Según la gravedad de la falta, podrán ser multados o, en caso de falta muy grave, despedidos. Si la falta tiene connotaciones delictivas, transferirlos a la autoridad competente más cercana.

Se demoró resumiendo las indicaciones, orientadas —lo repetía sin cesar— a evitar que se cometieran «abusos contra los nativos». Hacía paréntesis para explicar que, «siendo los seres humanos lo que son», aveces los emplea dos violaban esas disposiciones. Cuando ocurría, la Compañía sancionaba al responsable.

—Lo importante es que hacemos lo posible y lo imposible para evitar que se cometan abusos en las caucherías. Si se cometieron, fue excepcional, obra de algún descarriado que no respetó nuestra política para con los indígenas.

Tomó asiento. Había hablado mucho y con tanta energía que se lo notaba agotado. Se limpió el sudor de la cara con un pañuelo ya empapado.

—¿Encontraremos en el Putumayo a los jefes de estación incriminados por Saldaña Roca y por el ingeniero Hardenburg o habrán huido?

—Ninguno de nuestros empleados ha huido —se indignó el gerente de la Peruvian Amazon Company—. ¿Por qué lo habrían hecho? ¿Por las calumnias de dos chantajistas que, como no pudieron sacarnos plata, se inventa ron esas infamias?

—Mutilaciones, asesinatos, flagelaciones —recitó Roger Casement—. De decenas, acaso centenares de personas. Son acusaciones que han conmovido a todo el mundo civilizado.

—A mí también me conmoverían si hubieran su cedido —protestó indignado Pablo Zumaeta—. Lo que ahora me conmueve es que gentes cultas e inteligentes como ustedes den crédito a semejantes patrañas sin una previa investigación.

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