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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (23 page)

BOOK: El sueño del celta
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La única vez que Casement recordaba haber discrepado con el capitán Robert Monteith fue una tarde, en el campo militar de Zossen, luego de una charla de Casement a los miembros de la Brigada Irlandesa. Estaban tomando una taza de té en la cantina cuando Roger, por alguna razón que no recordaba, mencionó a Eivind Adler Christensen. La cara del capitán se descompuso en una mueca de disgusto.

—Ya veo que no tiene un buen recuerdo de Christensen —le bromeó—. ¿Le guarda rencor por hacerlo viajar de polizonte de New York a Noruega?

Monteith no sonreía. Se había puesto muy serio.

—No, señor —masculló entre dientes—. No por eso.

—¿Por qué, entonces?

Monteith vaciló, incómodo.

—Porque siempre he creído que el noruego es un espía de la inteligencia británica.

Roger recordó que aquella frase le había hecho el efecto de un puñetazo en el estómago.

—¿Tiene usted alguna prueba de semejante cosa?

—Ninguna, señor. Puro pálpito.

Casement lo reprendió y le ordenó que no volviera a lanzar semejante conjetura sin tener pruebas. El capitán balbuceó una disculpa. Ahora, Roger hubiera dado cualquier cosa por ver a Monteith aunque fuera unos instantes para pedirle perdón por haberlo reñido aquella vez: «Tenía usted toda la razón del mundo, buen amigo. Su intuición era exacta. Eivind es algo peor que un espía: un verdadero demonio. Y yo, un imbécil y un ingenuo por creer en él».

Eivind, otra de sus grandes equivocaciones en esta ultima etapa de su vida. Cualquiera que no fuera ese «niño grande» que era él, como se lo habían dicho alguna vez Alice Stopford Green y Herbert Ward, hubiera advertido algo sospechoso en la manera como esa encamación de Lucifer entró en su vida. Roger, no. El había creído en el encuentro casual, en una conjura del azar.

Ocurrió en julio de 1914, el mismo día que llegó a New York para promover los Irish Volunteers entre las comunidades irlandesas de los Estados Unidos, conseguir apoyo y armas, y entrevistarse con los líderes nacionalistas de la filial norteamericana del IRB, llamada Clan na Gael, los veteranos luchadores
John
Devoy y Joseph McGarrity. Había salido a dar una vuelta por Manhattan, huyendo del húmedo y candente cuartito de hotel abrasado por el verano neoyorquino, cuando fue abordado por un joven rubio y apuesto como un dios vikingo, cuya simpatía, encanto y desparpajo lo sedujeron de inmediato. Eivind era alto, atlético, de caminar algo felino, una mirada azul profunda y una sonrisa entre arcangélica y canalla. No tenía un centavo y se lo hizo saber con una mueca cómica, mostrándole las fundas de sus bolsillos vacíos. Roger lo invitó a tomar una cerveza y a comer algo. Y le creyó todo lo que el noruego le contó: tenía veinticuatro años y había huido de su casa en Noruega a los doce. Viajando como polizonte se las arregló para llegar a Glasgow. Desde entonces, había trabajado como fogonero en barcos escandinavos e ingleses por todos los mares del mundo. Ahora, varado en New York, malvivía como podía.

¡Y Roger se lo había creído! En su estrecho camastro, se encogió, adolorido, con otro de esos calambres en el estómago que le cortaban la respiración. Lo acometían en los momentos de gran tensión nerviosa. Contuvo las ganas de llorar. Cada vez que le ocurría apiadarse y avergonzar se de sí mismo hasta el extremo de que se le llenaran los ojos de lágrimas, se sentía luego deprimido y asqueado. Nunca había sido un sentimental propenso a exhibir sus emociones, siempre había sabido disimular los tumultos que agitaban sus sentimientos tras una máscara de perfecta serenidad. Pero su carácter era otro desde que llegó a Berlín acompañado por Eivind Adler Christensen el último día de octubre de 1914. ¿Había contribuido al cambio que estuviera ya enfermo, quebrado y con los nervios rotos? En los últimos meses de Alemania sobre todo, cuando, pese a las inyecciones de entusiasmo que quería inocularle el capitán Robert Monteith, comprendió que había fracasado su proyecto de la Brigada Irlandesa, comenzó a sentir que el Gobierno alemán desconfiaba de él (creyéndolo acaso un espía británico) y supo que su denuncia de la supuesta conjura del cónsul británico Findlay en Noruega para matarlo no tenía la re percusión internacional que él esperaba. El puntillazo fue descubrir que sus compañeros del IRB y los Irish Volunteers en Irlanda le ocultaron hasta el último momento sus planes para el Alzamiento de Semana Santa. («Tenían que tomar precauciones, por razones de seguridad», lo tranquilizaba Robert Monteith). Además, se empeñaron en que permaneciera en Alemania y le prohibieron que fuera a unirse a ellos. («Piensan en su salud, señor», los excusaba Monteith). No, no pensaban en su salud. Ellos también recelaban de él porque sabían que estaba en contra de una acción arma da si no coincidía con una ofensiva bélica alemana. El y Monteith tomaron el submarino alemán contraviniendo las órdenes de los dirigentes nacionalistas.

Pero, de todos sus fracasos, el más grande había sido confiar tan ciega y estúpidamente en Eivind/Lucifer. Este lo acompañó a Filadelfia, a visitar a Joseph McGarrity.

Y estuvo a su lado, en New York, en el mitin organizado por
John
Quinn en el que Roger habló ante un auditorio repleto de miembros de la Antigua Orden de los Hibernios, y, también, en el desfile de más de mil Irish Volunteers en Filadelfia, el 2 de agosto, a los que Roger arengó entre atronadores aplausos.

Desde el primer momento notó la desconfianza que Christensen provocaba en los dirigentes nacionalistas de los Estados Unidos. Pero él fue tan enérgico, asegurándoles que debían confiar en la discreción y la lealtad de Eivind como en las de él mismo, que los dirigentes del IRB/Clan na Gael terminaron por aceptar la presencia del noruego en todas las actividades públicas de Roger (no en las reuniones políticas privadas) en los Estados Unidos. Y consintieron que viajara con él, como su ayudante, a Berlín.

Lo extraordinario era que a Roger ni siquiera el extraño episodio de Christiania lo hizo entrar en sospechas. Acababan de llegar a la capital noruega, rumbo a Alemania, cuando, el mismo día de la llegada, Eivind, que había salido a dar un paseo solo, fue —según le contó— abordado por desconocidos, secuestrado y llevado a la fuerza al consulado británico en 79 Drammensveien. Allí fue interrogado por el mismo cónsul, Mr. Mansfeldt de Cardonnel Findlay. Este le ofreció dinero para que revelara la identidad y las intenciones con que venía a Noruega su acompañante. Eivind juró a Roger que no había revelado nada y que lo habían soltado luego de que él prometiera al cónsul averiguar lo que querían saber sobre ese señor del que ignoraba todo, al que acompañaba como mero guía por una ciudad —por un país— que aquél des conocía.

¡Y Roger se había tragado esa fantástica mentira sin pensar por un segundo que era víctima de una emboscada! ¡Había caído en ella como un niño idiota!

¿Trabajaba ya entonces Eivind Adler Christensen para los servicios británicos? El capitán de navio Reginald Hall, jefe de la Inteligencia Naval británica, y Basil Thom son, jefe del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard, sus interrogadores desde que lo trajeron detenido a Londres —tuvo con ellos larguísimos y cordiales intercambios—, le dieron contradictorias indicaciones sobre el escandinavo. Pero Roger no se hacía ilusiones al respecto. Ahora estaba seguro que era absolutamente falso que Eivind hubiera sido secuestrado en las calles de Christiania y llevado a la fuerza donde el cónsul de pomposo apellido: Mansfeldt de Cardonnel Findlay. Los interroga dores le enseñaron, para desmoralizarlo sin duda —él había comprobado lo finos psicólogos que eran ambos—, el informe del cónsul británico en la capital noruega a su jefe del Foreign Office, sobre la intempestiva llegada al consulado de 79 Drammensveien de Eivind Adler Christen sen, exigiendo hablar con el cónsul en persona. Y cómo reveló a éste, cuando el diplomático accedió a recibirlo, que acompañaba a un dirigente nacionalista irlandés que viajaba rumbo a Alemania con pasaporte falso y el nombre supuesto de James Landy. Pidió dinero a cambio de esta información y el cónsul le entregó veinticinco coronas. Eivind le ofreció seguir proporcionando material privado y secreto sobre el personaje de incógnito siempre y cuan do el Gobierno inglés lo recompensara con largueza.

De otro lado, Reginald Hall y Basil Thomson hi cieron saber a Roger que todos sus movimientos en Alemania —entrevistas con altos funcionarios, militares y ministros del Gobierno en el Ministerio de Relaciones Exteriores de la Wilhelmstrasse así como sus encuentros con prisioneros irlandeses en Limburg— habían sido registrados con gran precisión por la inteligencia británica. De modo que Eivind, a la vez que simulaba complotar con Roger, preparando una trampa al cónsul Mansfeldt de Cardonnel Findlay, siguió comunicando al Gobierno inglés todo lo que él decía, hacía, escribía, y sobre quiénes recibía y a quiénes visitaba en su estancia alemana. «He sido un imbécil y merezco mi suerte», se repitió por enésima vez.

En eso se abrió la puerta de la celda. Le traían el almuerzo. ¿Ya era mediodía? Sumido en sus recuerdos, se le había pasado la mañana sin sentirlo. Si todos los días fueran así, qué maravilla. Probó apenas unos bocados del caldo desabrido y el guiso de coles con trozos de pescado. Cuando el guardián vino a llevarse los platos, Roger le pidió permiso para ir a limpiar el balde con excrementos y orina. Una vez al día le permitían salir a la letrina a vaciarlo y enjuagarlo. Cuando volvió a la celda, se tumbó de nuevo en su camastro. La cara risueña y hermosa de niño travieso de Eivind/Lucifer volvió a su memoria y, con ella, el desánimo y los ramalazos de amargura. Lo oyó susurrar «Te amo» en su oído y le pareció que se enredaba en él y lo estrujaba. Se oyó gemir.

Había viajado mucho, vivido intensas experiencias, conocido a toda clase de gentes, investigado crímenes atroces contra pueblos primitivos y comunidades indígenas de dos continentes. ¿Y era posible que todavía lo dejara estupefacto una personalidad de tanta doblez, inescrupulosidad y vileza como la del Lucifer escandinavo? Le había mentido, lo había engañado sistemáticamente a la vez que, mostrándose risueño, servicial y afectuoso, lo acompañaba como un perro fiel, lo servía, se interesaba por su salud, iba a comprarle medicinas, llamaba al médico, le ponía el termómetro. Pero también le sacaba todo el dinero que podía.

Y luego se inventaba esos viajes a Noruega con el pretexto de ir a visitar a su madre, a su hermana, para correr al consulado a dar informes sobre las actividades conspiratorias, políticas y militares de su jefe y amante. Y asimismo cobraba también allí por esas delaciones. ¡Y él que creía manejar el hilo de la trama! Roger había instruido a Eivind, ya que los británicos querían matarlo —según el noruego, el cónsul Mansfeldt de Cardonnel Findlay se lo había asegurado de manera literal—, para que le siguiera la corriente, hasta obtener pruebas de las intenciones criminales de los funcionarios británicos contra él. Eso también se lo había comunica do Eivind al cónsul ¿por cuántas coronas o libras esterlinas? Y, por eso, lo que Roger creyó sería una operación publicitaria demoledora contra el Gobierno británico —acusarlo públicamente de montar homicidios contra sus adversarios violentando la soberanía de países terceros— no tuvo la menor repercusión. Su carta pública a sir Edward Grey, de la que había enviado copia a todos los Gobiernos representados en Berlín, no mereció siquiera acuse de recibo de una sola embajada.

Pero lo peor —Roger volvió a sentir aquel estrujón en el estómago— vino después, al final de los largos interrogatorios en Scotland Yard, cuando creía que Eivind/ Lucifer no volvería a infiltrarse en esos diálogos. ¡El golpe final! El nombre de Roger Casement estaba en todos los periódicos de Europa y del mundo —un diplomático británico ennoblecido y condecorado por la Corona iba a ser juzgado por traidor a la patria— y la noticia de su inminente proceso se anunciaba por doquier. Entonces, en el consulado británico de Filadelfia se presentó Eivind Adler Christensen proponiendo, por intermedio del cónsul, viajar a Inglaterra para testimoniar contra Casement, siempre y cuando el Gobierno inglés corriera con todos sus gastos de viaje y estadía «y recibiera una remuneración aceptable». Roger no dudó un segundo de que aquel informe del cónsul británico de Filadelfia que le mostraron Reginald Hall y Basil Thomson fuera auténtico. Por fortuna, la rubicunda cara del Luzbel escandinavo no llegó a comparecer en el banquillo de los testigos durante los cuatro días del proceso en Oíd Bailey. Porque al verlo tal vez Roger no hubiera podido aguantar la rabia y las ganas de apretarle el pescuezo.

¿Era ésa la cara, la mente, el retorcimiento viperino del pecado original? En una de sus conversaciones con Edmund D. Morel, cuando ambos se preguntaban cómo era posible que gentes que habían recibido una educación cristiana, cultas y civilizadas, perpetraran y fueran cómplices de esos crímenes espantosos que ambos habían documentado en el Congo, Roger dijo: «Cuando se agotan las explicaciones históricas, sociológicas, psicológicas, culturales, queda todavía un vasto campo en la tiniebla para llegar a la raíz de la maldad de los seres humanos, Bull dog. Si lo quieres entender, hay un solo camino: dejar de razonar y acudir a la religión: eso es el pecado original». «Esa explicación no explica nada,
Tiger
». Discutieron mucho rato, sin llegar a conclusión alguna. Morel afirmaba: «Si la razón última de la maldad es el pecado original, entonces no hay solución. Si los hombres estamos hechos para el mal y lo llevamos en el alma ¿por qué luchar entonces para poner remedio a lo que es irremediable?».

No había que caer en el pesimismo, el
Bulldog
tenía razón. No todos los seres humanos eran Eivind Adler Christensen. Había otros, nobles, idealistas, buenos y generosos, como el capitán Robert Monteith y el propio Morel. Roger se entristeció. El
Bulldog
no había firmado ninguna de las peticiones a su favor. Sin duda, desaprobaba que su amigo (¿ex amigo, ahora, como Herbert Ward?) hubiera tomado partido por Alemania. Aunque estaba contra la guerra y hacía campaña pacifista y había sido enjuiciado por ello, sin duda Morel no le perdonaba su adhesión al Káiser. Acaso lo consideraba también un traidor. Como Conrad.

Roger suspiró. Había perdido muchos amigos admirables y queridos, como esos dos. ¡Cuántos más le habrían vuelto la espalda! Pero, pese a todo ello, no había cambiado de manera de pensar. No, no se había equivocado. Seguía creyendo que, en este conflicto, si Alemania ganaba, Irlanda estaría más cerca de la independencia.

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