El sueño más dulce (29 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El sueño más dulce
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—Sí, fue espantoso, me parece que no eres consciente de ello... No imagino un padre peor, ¿tú sí?

—No os pegaba —repuso Frances con un hilo de voz, buscando desesperadamente una circunstancia que mejorase la historia.

Andrew contestó que había cosas peores que las palizas.

A pesar de todo, cuando decidieron organizar una cena para celebrar la publicación de
El hijastro
, el propio Colin añadió el nombre de su padre a la lista de convidados.

«Todo el mundo» volvería a sentarse alrededor de la enorme mesa. «He invitado a todo el mundo», anunció Colin. Sophie, la primera, había aceptado. Geoffrey, Daniel y James, que frecuentaban la casa de Johnny, dijeron que irían, aunque tarde: tenían una reunión. Johnny dijo lo mismo. Jill, a quien Colin había encontrado en la calle, había prometido asistir. Julia protestó que nadie querría la compañía de una vieja aburrida, pero Wilhelm la riñó: «No digas tonterías, querida.» Sylvia le aseguró que haría todo lo posible por escaparse del trabajo.

Pusieron la mesa para once personas. Wilhelm había aportado un pastel maravilloso y muy poco inglés, una espiral alta y redondeada cubierta de algo que semejaba un tul brillante y acartonado y que en realidad era una capa de crema y merengue. Estaba salpicado de pequeñas escamas doradas. Sophie señaló que resultaba más apropiado para llevarlo puesto que para comérselo.

Cuando se sentaron a cenar la mitad de los sitios estaban desocupados, pero enseguida llegó Sophie, acompañada por Roland.

—No, no me sentaré —avisó el joven actor, hechizando a los presentes con su poderoso atractivo—. Sólo he venido a darte la enhorabuena, Colin. Como sabes, soy un trepador impenitente, y tenía que congraciarme contigo por si llegas a convertirte en un escritor famoso.

Besó a Frances y luego a Andrew —que se lo tomó con humor—, le estrechó la mano a Colin, saludó a Julia con una inclinación de la cabeza y a Wilhelm con una exagerada reverencia.

—Hasta luego, cariño —le dijo a Sophie. Y luego—: Tengo una función dentro de veinte minutos. —Poco después oyeron el rugido de su coche.

Sophie y Colin, que estaban sentados el uno al lado del otro, se besaban, se abrazaban y unían sus mejillas. Todos se permitieron fantasear con que Sophie abandonaría a Roland, que la hacía infeliz, y luego ella y Colin...

Brindaron. Sirvieron la comida. En mitad de la cena, se presentó Sylvia. Como de costumbre, estaba desencajada: parecía a punto de caer rendida, y sabían que lo haría en cualquier momento. La acompañaba un joven colega a quien definió como otra víctima del sistema. Ambos se sentaron, aceptaron sendas copas de vino y permitieron que les sirvieran la comida, pero estaban quedándose dormidos en la silla.

—Será mejor que subáis a la cama —sugirió Frances.

Se levantaron como fantasmas y se marcharon.

—Qué sistema tan extraño —opinó Julia con una voz áspera que últimamente sonaba amenazadora y triste—. ¿Cómo es posible que traten tan mal a estos jóvenes?

Jill llegó tarde, con actitud culpable. Ahora era una mujer robusta, con una cabellera rubia y encrespada y ropa que parecía especialmente diseñada para conferirle un aspecto competente, lo que resultó comprensible cuando anunció que se presentaría como candidata a concejala en las elecciones municipales. Se mostraba muy efusiva y no paraba de decir lo mucho que se alegraba de haber vuelto: vivía a setecientos metros de distancia. Sin que nadie se lo pidiera, les informó de que Rose era periodista y «políticamente muy activa».

—¿Puedo preguntar qué causa ha acaparado su atención? —quiso saber Julia.

Jill, que no entendió a qué se refería la pregunta, pues no había más que una causa, la Revolución, contestó que Rose estaba «metida en todo».

Johnny llegó hacia el final de la alegre velada. Últimamente tenía un aire más marcial que nunca, serio y taciturno. Llevaba una chaqueta de camuflaje y, debajo, un jersey negro de cuello cisne y tejanos negros. Su cabello gris estaba cortado casi al rape. Le tendió una mano a Colin y dijo:

—Enhorabuena. —Luego, dirigiéndose a su madre—: Espero que te encuentres bien, Mutti.

—Bastante bien —respondió Julia.

Johnny se volvió hacia Wilhelm:

—Ah, ha venido. Excelente. —Saludó a Frances con una inclinación de la cabeza y le comentó a Andrew—: Me alegro de que estés estudiando Derecho Internacional. Nos resultará útil. —Se acordó de Sophie y le hizo una breve reverencia, mientras que a Jill, a quien conocía bien, le dispensó un saludo de camarada.

Cuando se sentó, Frances le llenó el plato y Wilhelm le sirvió vino. El camarada Johnny alzó su copa para brindar por los compañeros obreros del mundo y luego continuó con el discurso que había pronunciado en el mitin al que acababa de asistir, aunque primero transmitió las disculpas de Geoffrey, James y Daniel, que estaban convencidos de que todos entenderían que la lucha era lo primero. El imperialismo americano..., la maquinaria militar-industrial..., el servil papel de Gran Bretaña..., la guerra de Vietnam...

No obstante, Julia, que se sentía angustiada por lo que estaba ocurriendo en Vietnam, lo interrumpió para preguntar:

—¿Podrías informarme mejor, Johnny? Me gustaría mucho saber algo más al respecto. No consigo entender cuál es la causa de esta guerra.

—¿La causa? ¿Necesitas preguntarlo, Mutti? Es económica, naturalmente. —Prosiguió con su perorata, deteniéndose únicamente para llevarse comida a la boca.

Colin lo detuvo.

—Un momento. Para un momento. ¿Has leído mi libro? No me has dicho nada.

Johnny dejó el cuchillo y el tenedor y miró a su hijo con expresión grave.

—Sí, lo he leído.

—¿Y qué te parece?

Aquella imprudencia dejó boquiabiertos a Frances, a Julia y sobre todo a Andrew, como si Colin hubiera decidido pinchar con un palo a un león a quien nadie hubiera provocado hasta el momento.

—Si de verdad te importa mi opinión, te la daré, Colin; pero para ello debo insistir en mis principios: no me interesan los subproductos de un sistema podrido, y tu libro lo es. Es subjetivo, personal y no intenta contemplar los acontecimientos desde una óptica política. Esta clase de texto, al que llaman «literatura», es el detritus del capitalismo, y los escritores como tú son siervos burgueses.

—¡Bah, cierra el pico! —exclamó Frances—. Compórtate como un ser humano por una vez en tu vida.

—¿A sí? Cómo te delatas, Frances, «Un ser humano»... ¿Para quién crees que trabajamos yo y todos mis camaradas, si no es para la humanidad?

—Papá —terció Colin, pálido y compungido—. Me gustaría que dejaras a un lado la propaganda política y me dijeras qué piensas realmente de mi libro.

Padre e hijo estaban inclinados sobre la mesa, el uno hacia el otro; Colin, como alguien a quien amenazaran con darle una paliza, y Johnny, con aire triunfal y la convicción de hallarse en posesión de la verdad. ¿Se había reconocido en el libro? Probablemente no.

—Ya lo has oído. He leído el libro, y te estoy diciendo lo que pienso. Nadie me inspira más desprecio que un liberal. Y eso es lo que eres, lo que sois todos. Sois los gacetilleros del decadente sistema capitalista.

Colin se levantó y salió de la cocina. Lo oyeron subir los escalones de dos en dos.

—Ahora vete, Johnny —pidió Julia—. Vete, por favor.

Johnny siguió sentado con aire reflexivo: ¿estaría pensando que podría haberse comportado de otra manera? Se zampó rápidamente lo que le quedaba en el plato y apuró el vino.

—Muy bien, Mutti. Me estás echando de mi casa. —Se levantó e instantes después sonó un portazo en el vestíbulo.

Sophie, deshecha en llanto, echó a correr en pos de Colin.

—Ha sido horrible.

Jill rompió el silencio:

—Pero es un gran hombre, es tan maravilloso... —Miró alrededor, y al detectar disgusto e ira en todos los semblantes, agregó—: Creo que debería irme. —Nadie la detuvo—. Muchas gracias por invitarme.

Frances hizo ademán de cortar el pastel, pero Julia se estaba poniendo en pie con la ayuda de Wilhelm.

—Estoy avergonzada. Muy avergonzada. —Se marchó a su habitación, seguida por Wilhelm.

Sólo quedaban Andrew y su madre.

Frances empezó a dar puñetazos contra la mesa, con la cara alzada hacia el techo y los ojos arrasados en lágrimas.

—Lo mataré —murmuró—. Uno de estos días lo mataré. ¿Cómo ha podido hacer eso? No lo entiendo.

—Escucha, mamá...

Sin embargo, Frances prosiguió con sus lamentos, e incluso se tiró del pelo como si quisiera arrancárselo.

—Lo mataré. ¿Cómo ha podido herir a Colin de esa manera? Se habría contentado con una palabra amable.

—Mamá, escúchame. Para. Escúchame.

Frances dejó caer las manos, apoyó los puños sobre la mesa y aguardó.

—¿Sabes que hay algo que nunca has entendido? Y me extraña que no te hayas dado cuenta. Johnny es un idiota. Un imbécil. ¿Cómo es posible que no lo hayas notado?

Al pronunciar la palabra «idiota» Frances sintió como si los platillos de una balanza oscilaran sobre su cabeza. Claro que era idiota. Pero ella nunca lo había admitido, y no lo había hecho por culpa del Gran Sueño. Después de todo lo que había tenido que soportar de parte de Johnny, nunca había sido capaz de decirse a sí misma que era un idiota, sencillamente.

—El problema es su falta de sensibilidad —insistió—. Ha sido tan despiadado...

—Pero, mamá, todos ellos lo son. ¿Por qué te crees que los admiran?

Entonces, sorprendiéndose a sí misma, Frances apoyó la cabeza sobre sus brazos, entre los platos sucios. Prorrumpió en sollozos. Andrew esperó, y cada vez que creía que su madre se había recuperado, las lágrimas volvían a brotar. Él también estaba pálido y tembloroso. Nunca había visto llorar a Frances ni criticar a Johnny de esa manera. Aunque sabía que no lo atacaba para protegerlos a él y a Colin, nunca había imaginado que estuviera conteniendo un torrente de lágrimas de furia; al menos no las había derramado delante de él y Colin. Y en ese momento pensaba que había hecho bien al no llorar ni quejarse en su presencia. Le habían entrado náuseas. Al fin y al cabo, Johnny era su padre..., y Andrew sabía que en ciertos aspectos se parecía a él. Johnny jamás alcanzaría ese grado de introspección. Andrew estaba condenado a vivir observándose con ojo crítico; con una actitud indulgente, incluso humorística, pero siempre juzgándose.

Ahora se irguió en la silla e hizo girar la copa entre los dedos mientras su madre sollozaba. Finalmente se bebió el vino, se levantó y posó una mano en el hombro de su madre.

—Deja todo esto como está, mamá. Ya limpiaremos por la mañana. Y vete a la cama. No merece la pena, ¿sabes? Johnny no cambiará.

Se alejó y llamó a la puerta de su abuela. Wilhelm abrió y dijo en voz alta:

—Julia se ha tomado un Valium. Está muy alterada.

Titubeó junto a la puerta de Colin y oyó cantar a Sophie: estaba cantando para su hermano.

Después echó una ojeada al cuarto de Sylvia. Se había acostado vestida, y su joven acompañante yacía en el suelo, durmiendo con la cabeza apoyada sobre un cojín. No parecía una posición cómoda, pero saltaba a la vista que a él no le importaba.

Andrew se dirigió a su habitación y encendió un porro: ante las emergencias emocionales, recurría a la marihuana y al jazz tradicional, sobre todo al blues. La música clásica era para los momentos alegres. De lo contrario recitaba en voz baja todos los poemas que sabía —muchos— para asegurarse de que permanecían intactos en su memoria, o leía a Montaigne, aunque lo guardaba en secreto, porque se le antojaba el consuelo de un viejo, no de un joven.

Wilhelm había dejado a Julia en un sillón, envuelta en una manta y empeñada en que no tenía sueño. Aun así, dormitó un poco y luego, cuando la ansiedad pudo más que el Valium, despertó. Se quitó de encima la manta, irritada al oír al perro, que estaba alborotando en la habitación de abajo. También oyó cantar a Sophie, si bien pensó que se trataba de la radio. Vio que salía luz por debajo de la puerta del cuarto de Andrew. Bajó sigilosamente por la escalera, preguntándose si entrar o no, pero continuó bajando y llegó al rellano de Sylvia. Una rendija iluminada le indicó que Frances seguía despierta. Se apoderó de ella la sensación de que debía ir a verla y sentarse con ella, hacer algo, buscar las palabras adecuadas..., pero ¿qué palabras?

Hizo girar suavemente el pomo de la puerta de Sylvia y entró en una habitación donde la luz de la luna cubría a la joven y acababa de alcanzar al muchacho que descansaba en el suelo. Se había olvidado de él, y de pronto su corazón le recordó su terrible e inadmisible desdicha. Poco tiempo antes, Wilhelm le había dicho que Sylvia se casaría y que ella, Julia, no debía angustiarse. «De manera que eso es lo que piensa de mí», había protestado Julia para sí, aunque sabía que él estaba en lo cierto. Sylvia se casaría, aunque no precisamente con ese hombre. De lo contrario, ¿no estaría en la cama junto a ella? A Julia le parecía terrible que un joven de sexo masculino, un «colega», durmiera en la habitación de Sylvia. «Son como cachorros en un cesto —pensó—, se lamen mutuamente y luego se duermen como si tal cosa. Debería tener alguna importancia la presencia de un hombre en la habitación de una jovencita. Debería significar algo.» Julia se sentó en la silla que solía ocupar para obligar a la pequeña Sylvia a comer, aunque de esto último hacía siglos. En ese instante vio su rostro con claridad, y cuando la luz de la luna avanzó por el suelo, también el del hombre. Bueno, si no era ese joven de aspecto agradable, sería otro.

Sentía que nunca había querido a nadie aparte de Sylvia, que esa niña había sido la gran pasión de su vida; oh, sí, sabía que quería a Sylvia porque no le habían permitido amar a Johnny. Pero eso era una tontería, porque también sabía —con la cabeza— lo mucho que había añorado a Philip durante la guerra y lo mucho que la había amado él después. Los rayos de luz que incidían sobre la cama y el suelo se asemejaban a la arbitrariedad de la memoria, al resaltar primero una cosa y luego otra. Cuando volvía la vista sobre el camino de su vida, ciertos períodos que antaño habían presentado un carácter distintivo quedaban reducidos a una especie de fórmula: ésos fueron los cinco años de la Primera Guerra Mundial; aquella pequeña porción, la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, aquellos cinco años se le habían hecho eternos mientras estaba inmersa en ellos, siempre fiel en sus pensamientos y sentimientos hacia un soldado enemigo. La Segunda Guerra Mundial se había convertido en una sombra movediza en su memoria; la época en que había perdido a su marido a causa del agotamiento y porque él no estaba en condiciones de contarle nada de lo que hacía, había sido horrible, y a menudo había pensado que no hallaría el modo de soportarla. Por las noches yacía junto a un hombre preocupado por la forma en que destruirían el país de su mujer, y ella estaba obligada a alegrarse de que quisieran destruirlo; y se había alegrado, aunque a veces había sentido que las bombas caían sobre su corazón. Sin embargo, ahora podía decirle a Wilhelm, que se había visto forzado a huir del monstruoso régimen que se negaba a calificar de alemán: «Eso fue durante la guerra... No, la Segunda», como si se refiriera a un ítem de una lista que había que mantener actualizada y exacta, señalando un acontecimiento a continuación del otro; o acaso fuera como la luz de la luna y las sombras en un camino, que aunque parecen tener unos límites precisos mientras se avanza entre ellas, luego, al mirar hacia atrás, se percibe un bosque atravesado por una franja oscura salpicada de fragmentos de luz. «
Ich habe gelebt una geliebt
», murmuró. Era la frase de Schiller que seguía grabada en su memoria después de sesenta y cinco años; pero la pronunció como una pregunta: «¿He vivido y amado?»

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