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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (5 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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Alguna de las mañanas que iba al encuentro de Marcos Caballero no esperaba ver mucho más de lo que me había tenido encandilada el día anterior. La libreta de notas era la única persona con la que mantenía una conversación taciturna diariamente. Levantaba la vista a sus ventanas intentando verle en el reflejo del cristal, buscando el faro iluminado otra vez. No es que ambicionara más, pero suspiraba por él. Y él no estaba. Había llegado a pensar que Marcos no se quedaba nunca en casa. Y yo allí, pasando hojas y sumando horas. Su ausencia hacía de esa ventana un cráter en el edificio: un nicho en mi paisaje visual.

A los usuarios del autobús no les gustaba mucho que me quedara sentada todo el rato en la parada, cuando veía con el rabilo del ojo alguna mala cara, volvía a airearme caminando en otra ronda de vigilancia. Llevaba días comiéndome las mismas fachadas y las mismas aceras. Había contado los pasos entre una esquina y la otra, incluso el número de barras del paso de cebra (seis), el número de la expendeduría de tabaco (524), me había fascinado el número de barrotes de los balcones de forja. Resulta que los del primer piso tienen cuatro de ancho y conforme suben las alturas, son más estrechos y sólo tienen uno, o dos. Los domingos eran soporíferos para la espera. Me quedaba pensando más en mis cosas y apenas anotaba nada nuevo. Llegaba a quedarme hipnotizada por el rojo y verde del semáforo cansino sin decir nada, atontada mirando al frente. Pero entonces llegaba el lunes y algunas de las rutinas de la gente me eran familiares. Estaba aprendiendo mucho, el tiempo que pasaba empujándome a mí misma por las calles era sobre todo aburrido, pero veía cómo la gente se relacionaba entre sí. Lo curioso es que los anónimos de la tarde se saludaban más que los anónimos de la mañana. La señora del bolso blanco sólo sonreía al tropezarse con algún conocido, luego seguía seca caminando; los señores de pantalón beis y chaqueta azul (idéntica) se mostraban más habladores si coincidían después de la comida que en horas de trabajo y cartera en mano. Me aburría inmensamente. En las mañanas existían puntos álgidos, y las tardes daban lugar a las cadencias.

Y, un día, me agotaba. Al día siguiente pensaba no volver. Tenía la sensación de estar encerrada en la calle, esperando robotizada. Dando tiempo al tiempo. Me había percatado de que no hay mucha gente enamorada, y los que lo están no lo demuestran. Sea como sea, apenas anotaba «besos» en mi libreta. Si se abrazaban, no tardaban en soltarse. La normalidad no me gustaba. El hombre besa mal, me estaba dando cuenta día a día. Tiene por costumbre mirar a lo lejos o apretar los labios tras el beso. La mujer, en cambio, tuerce la cabeza hacia un lado visiblemente afectada por la acción beso. Lo sé porque yo he sido mal besada tantas veces.

Mi marido era el buenazo del pueblo. Y mi abuela se empeñó en que me casara con él. Era el hijo único de los transportistas de la comarca, que, además, también tenían una tienda de paquetería y armas para la caza. Me iba con él al cine porque allí en la sala era el único sitio en el que daba igual que él no me diera conversación, su mutismo parecía una afonía constante, mal curada. Allí, callados, empezamos a querernos o a habituarnos mirando domingo a domingo en la sala de cine las historias de otros. Yo sentía que lo tenía al lado, pero sólo lo sentía, sin más. A la salida le preguntaba.

—¿Te gustó?

—Mucho.

—¿Qué te gustó más?

—Los paisajes.

—Dan ganas de ir, ¿verdad?

—Es lejos.

—Claro, es lejos, pero dan ganas de ir.

—Sí.

Así empecé a callar. Él elegía las películas para ver y yo me sentaba a su lado. Los dos mirando la pantalla cogidos de la mano. Me entrelazaba los dedos en las escenas tiernas, y yo no sentía pasión alguna, aunque me parecía como un buenazo amordazado por su destino. Y yo no quería ese destino.

«El agua es insípida, pero es necesaria», me dijo mi abuela cuando intenté explicar que era un desabrido. Yo sabía que el agua era necesaria, pero en misa la mezclaban con vino, ¡por algo sería!… Fueron así años de dicha, digo, pero la felicidad está hecha también de confeti, y el colorido no aparecía por ningún lado. Algo tan liviano como el confeti podía haber alegrado aquellas tardes de cine, pero —me lo decía mi abuela— únicamente debía acostumbrarme a él. Agua. Agua para quitar la sed. Agua. Hay hombres que son simplemente agua. Agua. Creo que aquellos días de butacas no numeradas y cine fueron los que me hicieron aprender a caminar mirando al cielo tecnicolor. Esperando otra agua, otra película.

Los ojos muchas veces se me iban hasta uno de los balcones de la calle de Marcos Caballero. En uno de los que tenían más barrotes, justo en el primero del número 89, allí aparecía siempre a la misma hora una señora de coleta canosa con una taza en las manos. Insisto, a la misma hora, matemáticamente. La bata que vestía era espantosa y, sin duda, no era de su talla. Anotación: heredada. Pero me gustaba su forma de quedarse paralizada en el balcón con los ojos clavados en la calle. Anotación: campante. Lo bueno de la escena, se repetía cada día, era el joven que dos alturas más arriba se asomaba en calzoncillos alegremente y miraba hacia abajo, buscándola. Se quedaba en el balcón. En ese momento se ponía a regar las plantas hasta que el goteo daba con la señora de la coleta canosa y esta se enfurecía mirando hacia arriba. «¡Otra vez!»

—¡Sinvergüenza!

Y tocaban el timbre los de correos y ella entraba irritada hacia su casa. Un día, como se repetía muchas veces, saqué mi cámara de fotos para inmortalizar esa escena de película italiana, me parecía la más evocadora del barrio. El timbre en la calle, la decepción en el primero y el lozano del cuarto. Tal vez era amigo de Marcos, por la edad. Ya todo era posible en mi imaginación. Al fin y al cabo, alguna de las personas que estaba vigilando desde hacía días tenía que conocerle. Hice una foto al portal. Y otra a su balcón. Debía averiguar dónde tomaba café, sus costumbres, reunir todos sus hábitos…, pero me daba cuenta conforme pasaban los días de que me sería más fácil encontrar a un ladrón que volver a coincidir con Marcos. Yo iba apuntando todo de forma cansina. La mayoría de las veces por entretenimiento, para no perder la cabeza en esta desesperante vigilia.

Había varios carteles que anunciaban la película de Marcos en las marquesinas de publicidad («en los mejores cines»), así que me movía como una autómata calle arriba calle abajo contando anuncios. Lo miraba en el cartel y la muerta viviente en la que me estaba convirtiendo cogía algo de vida. La secuencia se repetía todos los días. Pero entonces, un viernes, cuando más fatigada estaba…, pasó.

Mi recuento en ese momento era circular. Un estanco con todas las marcas de tabaco a la vista; una farmacia llena de productos para evitar las manchas de nicotina en los dientes y pastillas para adelgazar; en la tienda, ropa de todas las talas con mujeres gordas felices; en el bar, oferta de bocadillo y café a dos cincuenta; y en la sucursal, créditos a buen interés para «estar tranquilos toda la vida» y que me devolvían la mirada anestesiada al cartel de seguros en el que garantizaban la felicidad en la playa dominicana. Me quedé mirando pensativa, era un círculo total. En una de esas vueltas absurdas ojeando todo para hacer tiempo en mi aburrimiento, un coche frenó en la puerta del número 2, dio dos bocinazos y Marcos se coló apresuradamente. No me di cuenta hasta que no escuché su voz y arrancó el coche. Se me acababa de escapar. Mierda. Fue un instante en que lo atisbé con claridad, entre la puerta y el asiento, pero sólo un segundo. Girarse había sido una malísima idea. Tanto mirar el seguro, tanto dar vueltas embobada, tanto crédito dominicano había sido tontería. Claro, yo miraba a todos, pero a mí nadie me miraba para avisarme.

«Tengo que verte», me quedé pensando.

Volví a pasar por la cafetería Rocablanca y me entró la risa, un poco de vergüenza ajena por la situación del desayuno con churros a lo Audrey. Dentro, tras el cristal, estaba el camarero. No se dio cuenta de mi presencia en la calle. He llegado a mirarme en muchos escaparates igual que en un espejo infinidad de veces, la realidad es mala. De todas las personas que conozco, la que menos se quiere a sí misma soy yo.

6

Como quien escribe en el agua. Perdida. Los días siguientes continué yendo a su casa con la intención de verle, pero lo hice mucho más temprano para que no se me escapara otra vez. A las ocho estaba ya en su barrio. Uno de esos días, Marcos se percató de que alguien le había seguido. Esa mañana salió de casa a las nueve y veinticinco minutos, justo a la hora en la que el hombre de los cubos de basura los iba guardando de portal en portal, después de haberlos rociado con agua apresuradamente.

—Buenas… —dijo sin levantar la cabeza de los plásticos.

—Buenos días, Manuel, que pase un buen día —correspondió Marcos. Descubrí que el hombre de los cubos se llamaba Manuel y que se conocían, porque apenas cruzaron la mirada; mientras uno echaba agua absorto en sus pensamientos, el otro levantaba la vista al cielo como buscando el parte meteorológico a golpe de vista. A través del aire las noticias vuelan. En cuanto Marcos se puso las gafas de sol y ejercitó el cuello para todos los lados, la joven de rizos de la zapatería contigua al portal abrió puntual la persiana de su escaparate dejando sordos a la mitad de los que pasaban por la calle. Hizo un gesto con la barbilla y alertó a la compañera —que se acercaba comiendo un cruasán medio sacado de la bolsa— de que Marcos estaba allí. Una señora de negro con bolso negro apoyada en la parada del autobús se dio cuenta también de su presencia justo cuando abría la cartera, besaba una estampa o foto guardada y sacaba su metrobús. Un grupo de ecuatorianos mochila en ristre y vestidos de uniforme azul piropearon a la chica de rizos y uno de ellos se dio cuenta de Marcos. «Mira, el actor», pareció decir con el codo a su compañero. Los dos ejecutivos —tal vez pareja— que huían en taxis distintos después de una mirada delicada y rutinaria también repararon en su vecino. Y en ese momento escuché el rumor de un grupo de estudiantes que se acercaba, me di cuenta de que no pasaba desapercibido para nadie. La zapatera ya había pasado al interior del negocio caminando de espaldas. Era curiosa.

Marcos se dio cuenta de casi todos los gestos porque, tal y como hizo en días sucesivos, caminaba indiscreto analizando las caras de los transeúntes para buscar muecas nuevas o expresiones desconocidas; al verlos, al descubrir un mohín diferente en los extraños, cambiaba el rictus imitándolos. Debía de estar aprendiendo un nuevo papel y buscaba gestos para acompañar al personaje. Tengo mucha imaginación. Al golpear la persiana en el techo de la zapatería se apagó el letrero luminoso, al tiempo que Marcos comenzó a correr calle abajo siguiendo el descenso del agua de los cubos: calle de la Palma y la bajada posterior que lleva hacia la Corredera Baja de San Pablo. Tomé nota.

—No me lo puedo creer, se ha vuelto a estropear —dijo la zapatera.

—¿De qué hablas? ¿Del cartel? —preguntó la compañera, escéptica.

—Otra vez. Tú no quites ojo a la tienda, voy a la ferretería.

«Cartel fundido», anoté en mi libreta de forma mecánica. La visión del luminoso parpadeando me pareció una contraseña, un guiño hacia mí. Habían pasado quizá sólo cuatro o cinco minutos cuando arranqué a caminar hacia la panadería de la esquina para esperarle. Primero sentí un hambre atroz al descubrir un arsenal de bollería recién hecha, después, unos celos espantosos. A mí me había costado un bochorno entre adolescentes chochas tener una foto de mi actor, y aquí en la panadería tenían colocado su retrato firmado («Para mi horno favorito, Marcos») entre un bodegón de panes de diferentes sabores. Una horterada de premio: el altar de Marcos estaba formado con rosquillas de anís y bolos cubiertos de sésamo y pipas; había un bloque de edificios simulando una ciudad que eran simples panes de molde colocados en vertical al más puro estilo Benidorm o Nueva York. Sentí empacho ante la cursilada y me dieron ganas de buscar una piedra y ponerme bruta con el escaparate.

—Buenos días —sonaron las campanillas de la puerta y todas se giraron hacia mí.

—Buenos días.

—¿Qué desea? —me preguntaron.

—No, no, puedo esperar. Están esas dos señoras delante de mí.

—Estamos atendidas —dijeron al mismo tiempo, tan ridículamente que me entró una risa tonta primero y luego aquello se convirtió en una situación embarazosa porque fui una descarada.

—Están atendidas —repetí imitándolas.

—Son hermanas —me explicó la panadera cuando las dos teñidas salieron a la calle.

—¿Monjas? —pregunté.

—No, mujer, hermanas hermanas, hermanas de verdad. Menos mal que usted se ha reído porque desde que vienen al horno siempre he tenido ganas.

—Es que tienen una voz…

—De pito. «Estamos atendidas» —repitió la dueña con coña.

—«… atendidas», ja ja —repetí—. Eran como dos meninas conjuntaditas. Nos va a castigar Dios.

—Dios no está para estas cosas. Quite, quite. Bueno, dígame, ¿qué desea?

La señora Matilde vio por el cristal de la puerta de entrada cómo Manuel se acercaba a por los cubos de basura y saludaba con la mano desde la calle. Yo me quedé mirando la ofrenda que le tenían dispuesta a Marcos en el escaparate. Estaba dudosa. El tiempo se alargó porque entró una pareja y me acerqué a mirar de cerca la foto con intención de besarle con los dedos. Necesitaba poner las cosas en orden en mi vida, pero sobre todo necesitaba sentirle cerca. Levanté la mano hacia el retrato, sentí mis yemas en su cara y en ese preciso instante de comunión y ausencia empezó a desmontarse el pabellón fotográfico como si la India entera estuviera sacrificando a todas las vacas sagradas en el Ganges. Me sentí morir. Peor incluso cuando toda la panadería salió al mostrador alertada por los gritos de Matilde. No sabía si huir corriendo hacia la puerta o Lamar al 091 en previsión de la somanta de palos que vi amenazante en la mirada de la dueña.

—¡Calma! —gritó. Atendió a la pareja y vino hacia mí humillada por la escena que acababa de montarse.

—Perdone, perdone, perdone, perdone… —me doblegué abochornada. Quería postrarme a sus pies, que me pisoteara, que hiciera justo sometimiento a la destroza que acababa de causarle.

—No hace falta que se mortifique. Es sólo pan.

Calma. Sentí la calma de su mano en mi espalda cuando se acercó al epicentro del terremoto panadero. Era la segunda vez que me calmaban así. La primera fue la mano de plástico de Julia, en la Gran Vía. Se me había quedado cara de boba, culpable del escenario que en segundos pasó de ofrenda turístico-nacional a zona catastrófica.

BOOK: El susurro de la caracola
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