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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (4 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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Se me olvida casi todo. Sólo con decir su nombre me siento bien.

4

Tardé dos días en pisar de nuevo la calle de Marcos Caballero. Cuando acabó el estreno aquel 29 de agosto, esperé a la salida del cine y les seguí hasta la fiesta posterior que celebraron en una sala cercana (de este modo no me despegué de su
troupe)
y esperé durante horas en la acera de enfrente. Aquella noche Marcos llevaba un traje negro, con zapatos negros y camisa negra, de la fiesta salió con unos pantalones vaqueros, una camiseta blanca y unas zapatillas del mismo color. Cuando abandonó el local, le seguí hasta su casa. Fue entonces cuando sorprendentemente me descubrí a mí misma más serena —ninguno se dio cuenta de mi presencia, seguramente ebrios—, y me convertí en una sombra de su figura. Para mí acababan de empezar los títulos de crédito de la película, la mayoría de las veces presagio de la incertidumbre. Ángeles Alarcón era yo. La protagonista más desconocida de mi barrio, la mujer con más secretos enquistados en la memoria, la que dejaba colar a las vecinas por esperar un rato más en la cola, la huidiza, mentirosa por necesidad, la soñadora, la mujer que entraba sola al cine aunque fuera acompañada, la que compraba comida de gatos y alpiste, la que soñaba con ser Audrey Hepburn en cada joyería… Me había aprendido las frases de todas las películas y retenía diálogos enteros. Ahora Ángeles Alarcón tenía todos los títulos de crédito delante de sí misma, pero en secreto. Esa noche de estreno dejé atrás a la mujer miedosa y tantos años solitaria para dedicarme sólo a él.

Marcos era delgado y tonificado a la manera de un deportista de élite, tenía —ya lo he dicho— los ojos verdes. Su pelo cogía algo de alboroto cuidado que caía sobre la frente de medio lado; de espalda ancha y paso firme, a veces simulaba que daba patadas a las cosas por la calle. En cualquier caso, solía jugar a caminar bromeando, de esos que están invitados por la vida y tienen algo de impetuosos. Todo esto lo imagino yo ahora porque, aquella noche de fiesta en la que averigüé el lugar donde vivía, le acompañaban a su casa varios miembros del equipo de la película —imagino—, que continuaban hablando del tema protegiéndolo de los extraños de la noche.

—Creo que es la noche más emocionante de mi vida.

—Eres la hostia, tío.

—No imaginas cómo me siento.

—Yo medio borracho. Tú es que no has cogido una copa.

—Quería vivirlo. Es que no quiero que se me olvide. ¡Es mi sueño!

—Había cada tía…, acojonante, eh. Joder, qué bestial.

—En la puerta era como los estrenos de los americanos. ¡No voy a pegar ojo!

—Joder, ¡y es tu primera película!

—… Buff…, menos mal que no he bebido. ¡Estoy feliz!

—Pues grítalo, coño.

—¿Aquí en la calle?

—Grita.

Marcos cogió aire y gritó: «Estoy feliz, ¡¡feliiiiz!!». Sonó tan fuerte que el eco entre los edificios hizo que vibrara toda mi piel.

—¿A qué hora quedamos mañana? Estoy muerto.

—Ya te dormirás una siesta en el coche.

—Había una que me gritaba tequieros.

—Ni me he dado cuenta. He entrado como un zombi en el cine detrás de ti.

—A empujones, dirás. Recuerda lo de mañana.

—Lo que quiero es recordar lo de hoy.

Era la primera vez que escuchaba su voz. Tal vez iba borracho, tal vez era la noche, pero sonaba tan adulto, tan mayor, tan sereno... Su voz resonaba como ciertos pasos en ciertos callejones: seguros, firmes, sigilosos.

—Por cierto, ¿te fijaste en la música de los títulos de crédito? —añadió Marcos ya en su portal—. Es como una versión de
Moon River
.

—Sí, aflamencada. Anda, duerme. Te veo mañana.

—Me subo a casa.

—Buenas noches, estrella.

—… ¿Es verdad que me gritaban tequieros?

—Sobre todo una de primera fila.

—¿Y qué más?

—Anda, vete a dormir. Hasta mañana.

En este punto de la noche, Marcos abrió la puerta y se coló en su casa. Yo me quedé esperando silenciosa en la parada del autobús, fingí sentarme a la espera apoyada en la propaganda. Unos seguros del hogar que garantizaban mucha felicidad para toda la vida con una paradisiaca playa dominicana y una sonriente familia en primer plano. «Aseguramos su felicidad.» Yo la acababa de asegurar también. Marcos apareció de nuevo en su balcón. Bueno, su silueta recortada al trasluz de sus cortinas. Tomé nota de la dirección exacta y salí hacia casa como una absurda, pero campante y segura de lo que estaba haciendo. Por fin era una absurda feliz.

Ya eran las siete y media de la mañana, me compré unos churros en uno de los bares cercanos que estaban amaneciendo a la clientela. Rocablanca. Y ahora es cuando tengo que decirlo, compré los churros porque los vi humear en el ventanal del bar al mirarme de reojo en el cristal. Estaba agotada y el sonido de la persiana barriéndose hacia arriba me despertó súbitamente. Me quedé parada ante el aroma de los aceitosos churros como una Audrey Hepburn convertida en Holy Golightly ante mis propios brillantes. Por eso empecé a tararear
Moon River
mientras encendían las luces de la cafetería y me brindaban los buenos días desde dentro dos camareros. De tanto sueño no estaba para cánticos, pero hice un esfuerzo para completar la escena que estaba imaginando en mi cabeza, lentamente pasé al interior del bar y me apoyé en uno de los taburetes que se alineaban en la barra. En voz muy baja, como si no quisiera molestar al camarero, dije:

—Unos churros, por favor.

—¿Café con leche?

—También.

Y me salí de nuevo al escaparate/ventanal como si me hubiera poseído la Holy madrileña que habita en todas las mujeres que paseamos solas por la capital. No me hizo falta bajarme las gafas de sol hasta la punta de la nariz para darme cuenta de que, por fin, me había convertido en la protagonista de mi propia película. De hecho nunca he conocido, hasta ahora, a una mujer que no quiera ser la protagonista de un cuento de hadas y tirite de amor por un amor imposible. O posible. Fundamentalmente tiritamos de amor cuando existe la posibilidad de que se haga cierto y, asustadas, acabamos enredadas en la historia que se cuela por el deseo inmaduro de las Holys.

Con los churros en la mano me volví a mirar en el reflejo, más próxima que antes al vidrio, y fantaseé con la idea de que una cámara de cine me grabase detrás de mi espalda con la música de inicio de la película. «Moon river, wider than a mile. I’m crossing you in style some day…» Me vi desde fuera de mí. Había esa luz que sólo aparece en las películas de lujo, amor y fantasía. La calle yerma de gente y yo frente a mi reflejo como única compañía masticando unos churros aceitosos. Al igual que Holy, llegaba de una fiesta que no era mía, pero, a diferencia de ella, estaba desayunando churros como simulados diamantes. Esperé el amanecer como los marineros esperan la hora de llegar a puerto; una luz, la del balcón de Marcos encendido y apagado después, me sirvió de faro para sentir que mi vida empezaba a ordenarse en el número exacto de una calle de Madrid.

5

Mi compañera de celda me mira mal. Tampoco me resulta extraño porque estoy acostumbrada a que me miren mal toda mi vida. Mi padre gritaba a mamá día sí día también. Y la cocina fue el refugio en el que, como esta celda, macerábamos peras al vino, hacíamos conserva de tomate dulce o guardábamos uva en sal para convertirla en agraz. A mi madre le gustaba cerrar la puerta con la excusa de que no salieran los humos, pero yo sabía que era para protegernos de otros humos que habitaban en el salón. Él, mi padre (no puedo llamarle «mi padre» en voz alta, no sé cómo consigo escribirlo), tosía escupiendo y eructaba apoyado en la ventana, a la vista de todos. Y fumaba, y fumaba, y fumaba.

Gaby, la colombiana que está instalada conmigo, tiene treinta y tres años pero aparenta los míos. Tiene la tripa descolgada y las manos secas. Me mira mal, pero no quería decir que me mira mal, apenas abre el párpado izquierdo.

—Me lo rompieron antes de entrar aquí.

Mi madre también se curó durante semanas una herida en la ceja que cicatrizó mal de puro profundo que era el corte. Se lo curó ella sola porque no quiso ir al médico. Me dijo que se había golpeado con la cabecera de la cama al levantarse de madrugada, pero era mentira. Siempre mentía. Y esto lo he heredado de ella. Mentir me protege. Aquella noche escuché el golpe seco desde mi habitación. Pero no era el impacto de una persona al caer sobre la madera. Fue él, como tantas otras veces. Yo empecé a dormir con la puerta de mi cuarto cerrada, no quería —no soportaba— escuchar los gritos mudos de mamá al retirarse de los fuertes bofetones y porrazos. Me tapaba los oídos y formaba un eco interior murmurando letras y números. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco…, contar me ha vuelto a salvar de la desesperación aquí también.

El día siguiente lo pasé también, casi entero, con la esperanza de verle. Paseé un rato por su barrio para hacerme a la vida que le rodeaba y me compré alguna cosa… Una libreta para ir tomando notas de horarios, entradas y salidas de Marcos; la verdad que para no ser detective me parecía la primera regla que debía cumplir. Amén de la invisibilidad. Metí la libreta en mi bolso. El barrio era muy distinto al mío. La gente era más joven, más guapa. Y todo estaba lleno de escaparates que escondían los precios de las prendas. El horno era un espectáculo para la vista, no había visto cosa igual. Era un derroche de variedades de pan, con tonos diferentes, más o menos tostado, y en la vitrina —parecía una joyería— había tartas de las que sacan los americanos en sus películas: con moras, con frutas, con chocolate de colores. En una estantería de madera, así como de la Casa de la Pradera, tenían mermeladas y dulces envasados en frascos tapados con tela de cuadritos. No quise mirar los precios. En la charcutería cercana, sólo «calidad» según el cartel, había decenas de tipos de jamón, unos colgados y el resto expuestos con jugosos cortes en mostradores iluminados por luz de neón. Había también varias agencias de viajes, con destinos que salían por la tele. Y, aunque el barrio me pareció amable, un circuito de edificios y tiendas ordenadas en el que daba la sensación de que al cuarto día crees que los conoces a la perfección a todos, eché en falta cabinas telefónicas. Todos caminaban con móviles en la mano, o incluso auriculares, hablando en voz alta. Todos parecían tener más dinero en este barrio. De hecho, en el supermercado, junto al cajero, había un hombre que abría la puerta a las señoras y le daban monedas porque las ayudaba a cargar las bolsas en el coche. No vi muchos carros de la compra, al contrario que en mi barrio.

Tuve claro que si seguía yendo automáticamente todos los días por la zona, podía tropezarme con las mismas personas como si estuvieran girando de forma circular en unas vías imaginarias. También con Marcos. Una vez todos ponían sus actividades en marcha, la teatralidad de la calle era idéntica entre unos y otros. Quizá alguno miraba mi cara, pero no me veía. Quizá un joven que cruzaba el semáforo se tropezaba conmigo, pero yo le era invisible. A ese y a todos.

Apenas estuve unas horas estudiando el terreno, de once a tres, pero al día siguiente reconocí las facciones de la señora que entró al banco sonriendo, salió descompuesta y entró en la cafetería; incluso a la que se coló en la peluquería y salió diferente, coloreada y cargada de revistas caminando resuelta hacia un taxi. Todo consiste en mirar, observar; tomar nota si se hace necesario.

Esta era mi libreta de anotaciones, la tengo aquí en prisión y me ayuda leerlo:

Observo el semáforo. Estoy aburrida. Se acerca una mujer despeinada. Dos horas. Rizado. Sonrisa. Para mí que sólo le ha cambiado la expresión.

Mujer de gris. Lleva prisas. Toca timbre pero nota que está abierta. Empuja puerta sucursal. Tarda cuarenta y cinco minutos. Triste. Alterada. Parece que llora. La mujer revisa una lista entre manos.

Bus.

Hombre de traje. Amigo de traje bronceado baja de coche caro. Veinte minutos. Chica joven. Beso. Gesto fraternal de apoyo. Caricia en la mano. Hija.

Hombre de mediana edad con camisa arremangada. Susurra en voz baja. Se acerca a las personas. Viene a mí. Disimulo. Sigo aburrida. Le veo susurrar a los demás. Pide dinero.

Opto por bajar la cabeza y centrar la mirada en mis zapatos.

Nota a mano: quizá todo consiste en ser una relojera de los otros, esperar y descifrar sin datos qué está pasando alrededor, sólo lo que observo, sin más preguntas. Esa puede ser la estrategia para entrar en el escenario de Marcos Caballero.

Mis cualidades no eran las de James Stewart, pero siempre tuve mucho olfato para los demás; para mí —tan cenicienta— he sido una desorientada toda la vida. En la primera de las semanas en las que me dispuse a moverme en su barrio, descubrí que no hacía falta ser tan sigilosa como imaginaba. Las mejores horas eran las de la mañana, todo eran trabajadores, funcionarios y muchas señoras. Las visitas al banco de la esquina eran muchas, sin embargo aluciné al comprobar que muchos de los anónimos eran los mismos del día anterior. Esa semana un hombre de jersey marrón a rayas repitió tres veces cita con los empleados, era un cliente fijo que llegaba susurrando en voz baja números y palabras, se atusaba el pelo al entrar y hacía lo mismo al salir. Cuando estaba dentro se asomaba a la cristalera, entre los carteles, buscando nada. Llevaba zapatos de cordones, mal limpiados.

Otra vez aparecía la mujer de la peluquería. No debía de tener nada que hacer en casa porque era de las que caminan hablando solas. Esta vez con dos bolsas con varias cajas. Masticando palabras. Una rara (como yo) de manual. Llevaba cajas de zapatos. La seguí y me quedé delante de la puerta mirando el escaparate. Dentro las dos dependientas arrugaban la nariz al verla llegar y vaciar las bolsas. Según pude observar, cambiaba el género por otro idéntico para probárselo en casa porque, decía, le daba asco descalzarse en la moqueta marrón. Muy interesante. Tenía un pie más grande que el otro y no le cuadraban los números. He aprendido a leer los labios.

Notas en mi libreta:

A la señora del bolso blanco y gafas de sol (unos setenta y nueve años) nunca le da tiempo a cruzar el semáforo. Se le pone en rojo a mitad de camino. Lo mismo sucede con los dos jubilados que pasan toda la mañana en el banco próximo al quiosco de prensa. Llegan, hablan brevemente y dejan pasar las horas callados, abandonados. Se aburren como yo. Uno de los dos lía tabaco con dificultad porque le tiemblan las manos levemente y tiene los nudillos torcidos hacia dentro. No deben de tener buen oído, las ambulancias que pasan con (esto es curioso) demasiada frecuencia no les alteran la calma.

Les gusta estar mirando sin más, sin contrariedad.

He vuelto a ver a la chica de la bicicleta en bicicleta. Ahora coincido con ella cuando compra un cupón de la Once y se acerca a la papelera a tirar el usado. De momento no le ha tocado nada. Insiste pero no parece tener esperanza, lo hace mecánicamente en su tímida incursión con la fortuna. Su amiga resopla y le insiste en que revise bien cuando tira el boleto a la papelera. Alguno de los días ha vuelto a recogerlo de entre los restos para volver a tirarlo. Esta manera de actuar me recuerda a mí. Todos nos parecemos. Mucha gente decepcionada. La gente no sonríe.

Siempre aparcan los mismos en el parking. A las mismas horas. Ha habido dos colisiones en la rampa de subida porque venían hablando por teléfono. Algunos hacen papeleo y aparcan junto a los contenedores del mercado, bloqueando la descarga del carnicero, otros ni salen del coche y se lo dicen todo desde la ventanilla como si no tuvieran piernas. Podría recordar alguno de los números de teléfono que se han dado. La memoria es mi carga también para cosas absurdas.

La ambulancia que pasa a la misma hora estaciona dos esquinas más abajo. Son enfermos de diálisis que recogen a domicilio, la mayoría ancianos. La ambulancia está veinte minutos parada y vuelve a salir calle abajo. Sus luces intermitentes giran y giran sin emitir sonido alguno y la calle se tiñe de un naranja ocre, como si cayera la noche.

Nota: me gusta ver la forma en la que la multitud espera el semáforo. Ahí es donde se distinguen las prisas y la timidez de algunos que son educados y ceden el paso. Peatón rojo, peatón verde, peatón rojo, peatón verde, peatón rojo…, verde. Es como el inicio de una carrera cada cinco minutos: preparados, listos, ya. Con cada pasada de pelotón cambia el grupo, diferentes pelos, ropas y diferentes prisas. El niño agarrado de su madre, el agazapado detrás de su abuelo, las mujeres charlando, el garrulo de tirantes, el joven sociable que se aparta, los que discuten como cotorras, los silenciosos ausentes… Siguiente pelotón y siguientes diferencias. Rojo, ¡verde! Me gusta mirar cómo se disgrega la tropa que espera la señal y se dispersa en racimo por el paso de cebra. Uno a uno. Aún incapaz de contarlos a todos, intento sumar cada montoncito de anónimos antes de que se ponga en rojo otra vez. Me tomo mi tiempo. Soy una mujer que espera. Los peatones se borran cuando pasan la esquina en la que yo me siento a esperar y aparecen otros. Otros. Él no. Un desfile de zombis. De fantasmas con alma. Peces de ciudad.

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