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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (14 page)

BOOK: El susurro del diablo
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Hashimoto le lanzó una mirada cargada de excusas.

—Sí, bueno, lo cierto es que ahora no leo mucho. No ocurre nada medianamente emocionante y lo que hasta ahora leía estaba tan mal redactado que acabé perdiendo el interés.

—Pero sabe quién es Yoko Sugano. La fotografía, la entrevista… ¿Verdad?

No proporcionaban los nombres de las protagonistas del reportaje, sino que las llamaban señorita A, señorita B y así sucesivamente.

Hashimoto desvió la mirada hacia la ventana, casi como si hubiese olvidado que Mamoru estaba allí.

—Sí, es ella. —Se volvió hacia su invitado y continuó con tono sosegado—: Yoko Sugano era parte de esa entrevista. Yo estuve allí hablando con ella. La recuerdo porque, aunque ganaba menos dinero que las demás, era la más bonita.

Mamoru se sintió tan aliviado que la cabeza le dio vueltas.

—Entonces, ¿también conocía a las demás?

—No, tuve que buscar mujeres dispuestas a hablar conmigo. Les pagué una buena cantidad, por supuesto. Cada una recibió 100.000 yenes por dos horas de entrevista, sin contar la cena y el taxi.

—¿Por qué tanto dinero?

—Para que pudiese utilizar sus fotografías. —Hashimoto se echó a reír en cuanto reparó en la expresión de desconcierto de Mamoru—. No les conté nada de eso, está claro. Se supone que guardarían el anonimato. Les dije que tomaría fotografías pero no las publicaría. Estaban acostumbradas a ganar dinero sin hacer prácticamente nada, aunque deberían haber sabido que yo no haría semejante inversión sin esperar nada a cambio. —A Hashimoto se lo veía disfrutar—. Cuando el reportaje vio la luz, todas protestaron. Yoko Sugano también llamó.

—¿Y qué le dijo?

—«¿Cómo has podido? ¡Me has arruinado la vida!». Cosas por el estilo. Y yo contesté: «No te preocupes, mujer. Tu círculo de amigos no encaja con el público objetivo de la revista y jamás se toparán con tu fotografía. Nadie lo sabrá nunca». Ella empezó a llorar. Era obvio que no tenía lo que debía tener para realizar un trabajo de semejantes características.

Mamoru sabía que Yoko estaba aterrada. Se mudó de casa y cambió de número de teléfono. Rememoró el mensaje en su contestador automático: «No puedes escapar».

—¿Y las cuatro se conocían de antes de la entrevista?

—No creo. Supongo que se hicieron amigas después. A mí no me gustaría nada congeniar demasiado con alguien que conozca ese aspecto de mi vida.

Hashimoto se puso de pie con una idea en mente. Recogió una de las botellas esparcidas en el suelo y escarbó entre las pilas de papeles que se acumulaban en la mesa hasta dar con un vaso sucio que se ocultaba bajo unos cuantos volúmenes sobre economía.

—Eres menor, ¿verdad? Así que no puedo ofrecerte nada para beber.

Mamoru no hubiese tomado una copa de esa botella ni aún teniendo la mayoría de edad.

Hashimoto, por su parte, llenó el vaso y se desplomó de nuevo en el asiento, engullendo algo de líquido durante el proceso.

—¡El rey de los whiskys! —exclamó, apuntando a la botella.

Mamoru se entretuvo planteándose que tal vez Hashimoto hubiese desperdiciado buena parte de su existencia como fiel vasallo de dicho coronado soberano. Y eso que con la nariz hundida en el vaso, olfateando el brebaje, no mostraba ni un ápice de remordimiento, sino más bien lo contrario. Al chico le palpitaba el corazón cada vez con más fuerza.

—¿Acaso tienes idea de lo que hacían esas mujeres? ¿De lo que significa «amantes de alquiler»?

Mamoru asintió. Durante el trayecto, sentado en el compartimiento del tren, había leído el reportaje con extrema discreción y estaba bastante seguro de saber lo que implicaba ese concepto.

—Para que lo sepas, lo único que yo añadí fueron esas «citas» a pie de foto. Eso sí que fue invención mía. Fue un error por mi parte que no hace justicia al gremio de la prostitución. Las verdaderas prostitutas sí que ofrecen a sus clientes algo a cambio de dinero.

Una solitaria mosca cruzó zumbando la habitación. Hashimoto intentó alejarla de un manotazo. Señaló al chico con el vaso.

—Vale. A ver si lo entiendes así. Imagina que trabajas en una empresa de informática, que eres camionero o profesor de instituto. Lo que sea. El caso es que siempre andas ocupado, con muchísimo curro y trabajando en turnos diferentes. Pasas días enteros sin ver a una mujer. Y un día, recibes una llamada de una.

Hashimoto se llevó un auricular imaginario a la oreja e imitó el sonido de un teléfono.

—¿Mamoru Kusaka? Un amigo en común me ha dado tu teléfono. ¿Crees que podríamos vernos? Sé que no es muy correcto que las chicas llamen a los chicos, pero tu amigo dice que eres un trozo de pan. Y ya que no tienes novia, ¿por qué no lo intentamos tú y yo?

Hashimoto habló con un tono absurdamente agudo y sin dejar de parpadear. De no encontrarse en tales circunstancias, Mamoru hubiese estallado en carcajadas.

—Al principio, albergarías tus dudas y preguntarías quién le ha proporcionado tu número de teléfono. Ella se echaría a reír y alegaría que ha prometido guardar el secreto. Entonces, volvería a llamarte, una y otra vez. Y tú, cansado, solo y harto de cenar comida fría, accedes a conocerla. ¿Qué hay de malo en ello? Tienes algo de tiempo libre y una chica dispuesta a pasarlo contigo.

Mamoru asintió, sin apartar la vista de la cara de Hashimoto. El había recibido una llamada similar de una chica con voz alegre que empezó haciéndole preguntas para algún tipo de encuesta.

—Resulta que la chica que acude a la cita es una belleza —prosiguió Hashimoto—. Antes de que te des cuenta, estáis charlando como si os conocieseis de toda la vida. Ella no deja de sonreír y, encima, es una chica muy lista. Está
encantada
de conocer a alguien como tú, y eso también te hace feliz. Empezáis a veros con regularidad. Primero, vais al cine, a dar un paseo… O quizás un día decides comprar algo para almorzar y llevarla a algún sitio. Tú, por supuesto, corres con todos los gastos porque ella es una señorita. Empieza a gustarte. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Es guapa, inteligente y actúa como si estuviese locamente enamorada de ti.

»Un día aparece en una de vuestras citas con dos entradas y te invita a acompañarla. Se trata de un desfile en el que exhibirán abrigos de piel o quimonos. O tal vez solo sea una entrada con descuento para una feria de joyería. El caso es que te rodea con el brazo y os marcháis juntos a dondequiera que sea. La exposición está llena de parejas como vosotros. Todos se detienen en las diferentes casetas y charlan con los vendedores. A tu novia le encanta todo lo que ve pero, vaya, ¡es tan
caro
! El vendedor sugiere que utilice su tarjeta de crédito. Ella se lo piensa y, entonces, te pregunta si no te importa pagar porque no tiene saldo suficiente para cubrir todos sus gastos. O puede que seas tú quien tome la iniciativa y se lo regales. Al fin y al cabo, ella se lo merece todo.

Hashimoto no había acabado aún.

—Hasta que llega el día que te cuenta que trabaja para una compañía de financiación al consumidor. Se queja de no haber conseguido cumplir con los objetivos de venta que le impone la dirección. Y por si fuera poco, están en medio de una campaña de captación y ella está muy por detrás de sus compañeras de oficina. Te pregunta si puede utilizar tu nombre para fingir ante sus supervisores que está haciendo progresos. Jura que no pasa nada, que no te causará ningún problema. O es posible que te proponga hacer algún tipo de inversión. Tiene una amiga que trabaja en el mercado de valores y te comenta que esa oportunidad de forrarse solo se presenta una vez en la vida. Dispone de la información, no existe el menor riesgo. Podréis utilizar las ganancias para iros juntos de viaje. Tal vez diga que puede hacerte miembro de un balneario de lujo a un precio de ganga. Después lo podrás revender a otra persona y sacar unos beneficios considerables.

»Tú ya te imaginas escenas idílicas y le entregas todos tus ahorros. Ella está agradecida, sumamente agradecida. Dice que incluso puede que te de un beso.

Hashimoto apuró el whisky de un trago.

—Y ahí acaba todo —espetó con brusquedad—. De repente, no hay más llamadas. Tú intentas localizarla, y cada vez que llamas salta el contestador automático. Si responde, finge estar ocupada y declina todas tus ofertas. Tal vez responda otro hombre con ese tono de voz que augura que te vas a mear en los pantalones. Te preocuparás. Te sentirás incluso más solo de lo que te sentías antes de conocerla. Será entonces cuando llegue a tu buzón el primer aviso por impago.

«Somos prostitutas modernas: nos pagas para que nos enamoremos de ti.»

—Las joyas que le compraste. El abrigo de piel. El pago de la tarjeta de miembro del balneario que adquiriste para complacerla. Todo de una vez. Y se come la mitad de tu sueldo. Y es entonces cuando caes en la cuenta: solo te estaba utilizando para sacarte pasta.

Hashimoto levantó los brazos en un gesto de resignación.

—Pero ya es demasiado tarde. Y tienes que pagar. O puede que decidas acudir a alguna asociación de protección al consumidor. Allí te pedirán que presentes una queja si quieres tener la posibilidad de librarte de las obligaciones contratadas. Pero ¿qué hay de todo el tiempo que has malgastado con ella? ¿Qué ha ocurrido con tus sueños?

El tono de Hashimoto se hacía más estridente por momentos, y su resultona fachada de borracho se veía remplazada por una expresión mucho más grave e implacable.

—Fuiste un enclenque. Un idiota indefenso e inocente. Y ahora has de pagar por ello. Sin embargo, no has sido el único en caer en su red. Ella ha estado engañando a algún otro idiota al mismo tiempo. Tipos como tú. Pero por muy estúpido e ignorante que pueda ser un hombre, aún tiene derecho a soñar. Los sueños no pueden comprarse con dinero. Ni tampoco venderse. ¿Entiendes lo que quiero decir? La chica que se arrimó a ti rompió una regla que jamás debería romperse. Fue detrás de ti
porque
tú eras un hombre solo, un primo. Y ella sabía que podría sacarte hasta el último yen.

Hashimoto empezaba a jadear. Abrió la botella, se sirvió otro vaso de whisky y lo apuró de un trago.

—De verdad que no quise vender esa entrevista a
Canal de Información
. No fui yo quien inventó ese título sensacionalista. Un niño sabría dirigir una revista mejor que ese editor. Menudo imbécil. —Miró a Mamoru—. Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle.

»Esas chicas preciosas con sus ropas de diseño… Cuando las tienes frente a ti te da la sensación de que no serían capaces de matar una mosca. Fueron educadas por buenos padres, en buenos hogares. Asistieron a escuelas decentes y todas tuvieron novio. ¡Pero si incluso contribuyeron a las obras de caridad que se celebran a finales de año! Se sienten
orgullosas
de lo que hacen para ganarse la vida. ¿Puedes creerlo? ¡Orgullosas! Se jactan de que su objetivo son los hombres solitarios. Los que llegan a sus apartamentos vacíos, los que no tienen a dónde ir los domingos y van a comprar de noche a la tienda donde llenan sus carritos de platos precocinados. Se divierten arrebatando a esos hombres todo lo que tienen. Se ríen de ellos porque para agradarlas se gastan una pasta en una simple prenda que ellas acaban tirando en la basura de una estación de tren.

Hashimoto estaba enfadado. Se inclinó hacia adelante y, apestando a alcohol, señaló a Mamoru con el dedo.

—Jovencito, esas mujeres son escoria. No siento ni una pizca de simpatía por ellas. Si una de ellas ha muerto, se ha llevado su merecido.

Antes de marcharse, Mamoru dio a Hashimoto la dirección y el número de teléfono de su tía y tío.

—¿Estaría dispuesto a contar esa misma historia a nuestro abogado e incluso a declarar ante la policía? —preguntó.

—Supongo que tendré que hacerlo —repuso este, encogiéndose de hombros—. Tal vez alguien fuese detrás de Yoko Sugano. O puede que ya no pudiese más y optase por acabar con su miserable vida. ¿Y necesitas que lo demuestre?

—Eso es.

Hashimoto hurgó en un armario y sacó una abultada carpeta que lanzó a Mamoru.

—Ahí están las transcripciones de la entrevista y todas las fotos. —Las imágenes eran nítidas; en el reverso aparecían los nombres de cada chica: Yoko Sugano, Fumie Kato, Atsuko Mita y Kazuko Takagi—. Si te sirve de algo, todo tuyo.

—Genial.

—Ahora que lo pienso, alguien más se pasó por aquí por la misma historia. Me explicó que quería demandar a la estafadora que lo desplumó, que necesitaba todos los datos que le pudiera proporcionar sobre ella. Le verdad es que fue muy generoso por la copia que le facilité de ese mismo expediente. —Hashimoto alzó la botella, en un gesto triunfal—. No sé si ha inciado acciones legales. Llama de vez en cuando y, eso sí, jamás olvida mandarme más whisky.

—Bien, pues haremos lo que podamos para complacerlo.

—Haz lo que te parezca correcto —masculló Hashimoto entre risas.

Al reparar en la carpeta que yacía sobre la mesa, Mamoru recordó que Akemi Mizuno había mencionado que otra persona se interesó por el mismo asunto.

—Oiga, ese benefactor suyo, ¿no se trataría de un hombre mayor, por casualidad?

—Sí, justamente. Un tipo entrado en años. ¿Cómo lo has sabido?

—Creo que dio con usted por la misma vía que yo. Compró al editor de la revista los ejemplares sobrantes. ¿Le dijo a cuál de las chicas pretendía demandar?

Hashimoto dio un golpecito con el dedo en la fotografía de Kazuko Takagi.

—A esta.

Aún con su ejemplar de la revista en la mano, Mamoru se puso en pie.

—Guarde el expediente de momento. Ya le contactaré cuando lo necesitemos. Llame a este número si por motivos de trabajo ha de salir de la ciudad —explicó, apuntando al número que acababa de escribir en la libreta.

Hashimoto permaneció sentado y agitó los brazos hacia todo el desorden que lo rodeaba.

—Hablas con demasiada seriedad para no ser más que un crío. ¿Acaso tengo pinta de irme de viaje?

—Tiene razón. ¿Sobre qué está escribiendo ahora mismo?

—¿A ti qué te parece? —rebatió Hashimoto, alzando la botella de whisky.

—No sabría qué decir.

—Yo tampoco. Mi mujer se ha largado, ¿sabes?

Las ebrias carcajadas de Hashimoto lo escoltaron hasta la salida.

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