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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (35 page)

BOOK: El susurro del diablo
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—Señor Yoshitake, ¿qué…? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

El estado hipnótico se vio suspendido. La palabra clave ya no tenía validez alguna. Mamoru lo supo en cuanto reparó en los ojos de Yoshitake.

—Yo, yo… —Yoshitake, boquiabierto, miró al chico—. Mamoru, ¿qué estás haciendo aquí?

—¿Lo conoce? —preguntó el guarda de seguridad.

—Pues sí, pero… —Yoshitake se concentró en Mamoru y después alzó la mirada hacia la ventana por la que la nieve se estaba filtrando—. Puede marcharse —despidió al guarda de seguridad que, antes de abandonar la habitación, lanzó a Mamoru una mirada suspicaz.

Los dos estaban solos.

Mamoru miró a Yoshitake a la cara. En el rabillo de los ojos se marcaban algunas arrugas, y su rostro había palidecido de tal modo que casi no quedaba rastro de su bronceado. El abrigo abierto le daba un aspecto descuidado, callejero.

—Hay algo que olvidé decirle.

Mamoru se agarró al borde de la mesa para ponerse en pie. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle que se extendía blanca y cubierta por un arcoíris de paraguas que se deslizaban hacia un lado y otro.

Cerró la ventana y echó los postigos. Entonces, se volvió sobre sí mismo para encararse con Yoshitake.

—Ya no volveremos a vernos. Esta es la última vez. —Antes de marcharse del despacho, lo miró por encima del hombro. Todavía sentado en el suelo, parecía encogido, carcomido por los remordimientos.

Mamoru bajó con tranquilidad la escalera y aun así tuvo que sentarse una vez para tomar aliento. Para cuando salió del edificio, la nieve caía con muchísima fuerza. Tanto su chaqueta como sus pantalones no tardaron en teñirse de blanco. Pensó que no estaría mal quedarse allí plantado para siempre, como un muñeco de nieve.

Sin embargo, emprendió la marcha. Contemplaba las huellas que dejaba sobre la nieve a medida que avanzaba. Se había dado por vencido antes de coronar la cima.

Encontró una cabina telefónica, marcó un número y dejó que sonara. ¿Se encontraría Harasawa demasiado débil como para coger el teléfono?

—¿Sí? —respondió, por fin, una voz afónica.

—Soy yo.

Siguió un largo silencio.

—¿Oye? ¿Puedes oírme? Esta noche no tenemos niebla, sino nieve. —A Mamoru empezó a temblarle la barbilla—. ¿Me oyes? Está nevando. No pude hacerlo. Creí que sería capaz, pero fracasé. ¿Lo entiendes? No pude hacer lo que tú hiciste. No permití que Yoshitake muriese. —La nieve que le cubría el pómulo comenzó a derretirse y a caerle por la mejilla—. No pude matarlo… No pude matar al hombre que asesinó a mi padre. ¡Tiene gracia!

Mamoru se echó a reír mientras golpeaba el interior de la cabina telefónica con el puño. No podía parar.

—¡Eres un hombre muy perspicaz! Loco de remate, pero hiciste lo que consideraste correcto. Yo ni siquiera sé discernir lo que está bien de lo que está mal. No quiero saber nada más de este asunto. Habría preferido permanecer al margen de todo. Hijo de puta, ¡ojalá te hubiese matado a ti!

Fuera, la nieve se había vuelto ventisca y arremetía con fuerza contra la cabina telefónica, rugiendo. Mamoru apoyó el auricular sobre su cabeza y cerró los ojos.

—Adiós, chico —dijo la voz. Y entonces, se oyó un suave clic, como si el anciano hubiese colgado el teléfono con suma delicadeza.

En el largo viaje de vuelta a casa, Mamoru tuvo un nebuloso sueño. Se había transformado en un mago que zarandeaba su varita mágica en un intento por atraer a un conejo que no tenía intención de aparecer.

Era el sueño de un viejo loco y decrépito.

En cuanto Mamoru entró por la puerta de su casa, se desplomó. Su familia lo instaló en su cama, donde permaneció diez días.

Tenía neumonía, y el médico recomendó la hospitalización inmediata. A una fiebre muy alta se le sumaba el profundo sueño en el que quedó atrapado. De vez en cuando, mascullaba algo y se removía, pero ninguno de los Asano comprendía sus palabras.

No estaba inconsciente del todo. Tenía una vaga impresión de lo que sucedía a su alrededor y podía distinguir las diferentes caras que emergían en su campo de visión. Reconoció a Taizo y a Yoriko, y a Maki que le palpaba la frente. A veces, estaba seguro de que su madre se sentaba junto a él, y en cuanto tenía esa sensación, intentaba incorporarse.

No vio la cara de su padre. Intentó con todas sus fuerzas recordarla, pero no lo logró. Cuando estaba despierto, escuchaba las conversaciones entre Yoriko y Maki.

—¿Por qué haría algo tan estúpido? Ni siquiera se llevó un paraguas y con esta nevada…

Maki, sentada a su lado, le miraba a la cara.

—¿Mamá? —dijo con tono sosegado—. ¿Alguna vez has tenido la sensación de que nos oculta algo?

Yoriko se tomó su tiempo para contestar.

—Pues ahora que lo mencionas…

—A menudo me pregunto por qué, pero no logro dar con una respuesta. No tengo ni idea de qué puede tratarse.

—Yo tampoco.

—He llegado a la conclusión de que nos oculta algo que, quizás, sea mejor no mencionar. Ha decido no contarnos lo que quiera que sea por nuestro bien, y se lo ha guardado para sí mismo. Me apena mucho, pero estoy segura de que esa es la explicación. He pensado, mamá —prosiguió Maki—; que quizá intenta protegernos. Así que prométeme que no le harás ninguna pregunta. Esperaremos hasta que decida contárnoslo. Es lo único que podemos hacer.

—Te lo prometo —repuso Yoriko.

Entonces, Taizo entró en la habitación.

—¿Dónde has estado, papá?

—He salido a comprar hielo.

Cuando Mamoru empezó a recuperarse, se sucedieron varias visitas.

Anego prorrumpió en llanto en cuanto asomó por la puerta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Mamoru con debilidad—. Me pones los pelos de punta —bromeó.

—¡Idiota! —Ni siquiera se molestó en enjugarse la cara—. Pero dado que aún sigues con esa bocaza tuya, supongo que no vas a morirte.

—Yo no. Me moriría de vergüenza si una neumonía acabase conmigo.

—¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Tenía la impresión de que te encontrabas muy lejos de aquí.

—Pues estuve aquí todo este tiempo.

—No, estabas en otra parte.

—Bueno, ya he vuelto. Y seré todo oídos cada vez que hables. Claro que con la voz tan chillona que tienes, sería imposible no hacerlo.

Cuando Yoichi Miyashita fue a verlo, Mamoru tenía un favor que pedirle.

—¿Podrías conseguirme una copia de ese dibujo,
Las musas inquietantes
?

—Claro, lo recortaré de cualquier libro.

—Me encantaría tenerlo.

—Tus deseos son órdenes. —Yoichi parecía feliz, pero algo desconcertado—. Pero ¿cómo es que de repente te gusta?

—No sé si me gusta o no, pero creo que por fin ha dejado de carecer de sentido.

Cuando Takano fue a visitarlo, lo primero que hizo el chico fue preguntar por las pantallas de vídeo.

—Todavía estoy en pie de guerra y seguiré enfrentándome a los mandamases de los almacenes —contestó Takano—. Pero no es más que una batalla. Y el rumor se extiende como la pólvora entre los empleados.

—¿Les has contado a todos el asunto de la publicidad subliminal?

—Verás, tengo que encontrar apoyo. He entrado a formar parte del sindicato. Cuando les muestre a los líderes sindicales el vídeo, se levantarán de un salto de sus sillas. Y puesto que eso casi acaba conmigo, seguro que no me falta fuerza de persuasión.

»Tienes que recuperarte pronto, todos te esperamos. Sato se muere por contarte su último viaje al desierto. Algo sobre que el viento es un ente viviente…

La mente de Mamoru se asemejaba al péndulo de un reloj antiguo en su perpetuo balanceo. No podía pensar en otra cosa que no fuese en Yoshitake o Harasawa. Quería poder dejar la mente en blanco.

A finales de febrero, la zona de Kanto se vio sorprendida por otra fuerte nevada.

Esa misma mañana, en cuanto Taizo vio a Mamoru y a Maki marcharse de casa, les dijo que ojalá tuviese aún su licencia para llevarles él mismo a la oficina y al instituto.

Taizo renunció a su puesto en Shin Nippon y se reincorporó a Tokai Taxis. Pretendía empezar a conducir en cuanto le restituyeran su carné. La muerte de Yoko Sugano supuso un golpe tan duro para él que necesitó algo mucho más fuerte para volver a querer conducir un automóvil.

Y ese algo le llegó bajo la forma de una carta.

Con una caligrafía hermosa, fue remitida por la mujer que Taizo había llevado en su taxi la noche del accidente. La misma a la que, pese a estar ya fuera de servicio, recogió en esa urbanización.

Ella quería llegar cuanto antes al aeropuerto para tomar el primer avión que saliese hacia el país donde se encontraba su marido, el cual acababa de sufrir un infarto. Cuando finalmente llegó al hospital, el médico le dijo que no podían hacer nada para salvarlo. La última esperanza, añadió este, lo único que tal vez podía traerle de vuelta a la vida, era escucharla decir su nombre.

La mujer tomó a su marido de la mano y pronunció su nombre con todo el amor que encerraba su corazón. Le dijo una y otra vez que estaba a su lado y no se apartaría de él hasta que volviese en sí. Su marido la escuchó y respondió. No tardó en recuperarse.

De no llegar al hospital cuando lo hice, de no haberme recogido usted en su taxi, habría llegado al aeropuerto más tarde y me habría visto obligada a tomar el siguiente vuelo. Jamás habría conseguido traer de vuelta a mi marido.

Le escribo esta carta para darle las gracias. Por favor, no abandone nunca su trabajo porque hay personas que realmente lo necesitan. Señor Asano, en su taxi, usted trajo consigo la vida de mi marido.

La misiva permitió a Taizo izar y hacer ondear de nuevo la bandera de su dignidad que, hasta ese momento, se había quedado estancada a media asta.

Llegó el mes de marzo sin ninguna noticia de la supuesta confesión de Harasawa.

Pese a la preocupación que mostró la familia Asano, Mamoru hizo un viaje a Hirakawa el primer fin de semana del mes. Quería averiguar qué había sido de su padre esa mañana de hacía doce años.

Las flores de los ciruelos empezaban a abrirse en Hirakawa, y las cimas de las montañas seguían cubiertas por un manto de nieve. Mamoru empezó su búsqueda en la biblioteca de la ciudad, donde sacó prestado un mapa de la época. Con el dedo, trazó el camino que había recorrido su padre entonces y, por extrapolación, averiguó sus intenciones antes de que ese coche sellara su destino.

Aún quedaba nieve en la colina que custodiaba el cementerio público donde descansaban los restos de Keiko Kusaka y de Gramps.

—Ya sé hacia dónde se dirigía papá —les informó Mamoru a sus seres queridos.

Doce años atrás, había un pequeño edificio a los pies de esa misma montaña. La carretera por la que Toshio caminaba no era sino un atajo para llegar hasta allí. Y se marchó tan temprano para no provocar confusión alguna en su trabajo. Ese edificio no era otro que la comisaría de policía. La comisaría de la prefectura de Hirakawa.

«Iba a entregarse por el delito de malversación.»

En el expreso de vuelta a Tokio, Mamoru entendía por fin lo que Gramps había querido decirle. «Tu padre no era malo sino débil. Todos ocultamos en nuestro interior esa debilidad. Tú también. Y cuando te des cuenta de que está ahí, entenderás lo que hizo tu padre».

Su padre fue débil, pero no cobarde. Intentó enmendar todo el daño que había causado al apropiarse de algo que no le pertenecía. Con esa conclusión se quedaba el chico.

«Hice lo correcto. Papá, ¿crees que hice lo correcto? No maté a Yoshitake. No pude. Sí. Eso fue lo correcto.»

La confesión de Harasawa llegó a manos de la policía a finales del mes de marzo. Causó gran sensación e incluso sorprendió a Mamoru que ya lo había dado por imposible. La policía, entre la desenfrenada expectación de los periodistas y todos los vecinos, procedió al registro del apartamento del asesino confeso.

Las fotografías de las cuatro mujeres fueron mostradas en periódicos y revistas, y encabezaron los titulares de programas sensacionalistas en televisión.

Un día, cuando el telediario mostró la fotografía de Kazuko Takagi, Yoriko señaló la pantalla, sorprendida.

—¡Es la mujer que fue al velatorio de Yoko Sugano! Me ayudó cuando me lanzaron ese zapato.

Pese a las llamadas que denunciaban la red de estafadoras profesionales, Mamoru se tranquilizaba pensando que aquello no era más que fruto de la efusión del momento y que pronto todos se olvidarían del caso. La tormenta estalló con fuerza, pero no tardaría en remitir. Entretanto, todo lo que quedaba a merced de dicha tempestad estaba destinado a ser arrasado… La hermana pequeña de Yoko Sugano, por ejemplo. Mamoru pensaba en ella a menudo, aunque no había nada que pudiese hacer para ayudarla.

Tal y como Harasawa prometió, no hizo alusión alguna a Yoshitake en su confesión, por lo que este mantuvo intacto su prestigio. Seguía con su fama de buen samaritano. Sin embargo los medios de comunicación encontraron la conexión entre él y una de las mujeres y volvieron a llamar a su puerta. Mamoru apagaba la televisión o la radio en cuanto escuchaba su nombre, por lo que jamás supo si accedió a responder a las preguntas de la prensa.

Se disparó el interés público por la hipnosis. Cualquier escrito, ya fuera el más austero de los estudios o el manual más elemental, volaba de las estanterías de Laurel en cuanto el personal aparecía con sus carros para reponer las existencias. Mamoru compró uno de esos libros y conforme avanzaba en su lectura, se convenció de que Harasawa estaba equivocado.

El anciano afirmó que era capaz de hipnotizar a cualquiera y de llevarlo a la autodestrucción. Era precisamente en ese punto donde discrepaba. De acuerdo, fue capaz de manipularlos, de hacer que huyeran, pero la única razón por la que lo logró fue porque, en el fondo, esos sujetos sabían que tenían motivos para salir huyendo.

Dicho de otro modo, se arrepentían de sus actos y temían ser descubiertos. Por ende, los resultados no eran extrapolables a cualquiera. En la mente de esas mujeres germinaban las semillas de la culpabilidad. Lo único que hizo Harasawa fue cosechar sus amargos frutos.

Harasawa solo castigó a criminales obsesionados con la persistente amenaza que representaba la justicia. Mamoru pensó que, sin duda, muchos otros malhechores que seguían impunes merecían pagar el mismo precio por sus crímenes. Quizá la oscuridad en la que el brujo vivía le hacía imposible discernir lo que era justo de lo que no. Y Mamoru lamentó no haber reparado en ese punto e intentar explicárselo a Harasawa cuando aún no era demasiado tarde.

BOOK: El susurro del diablo
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