—¿Quiénes?
Hizo un guiño el otro, sin responder, como si compartiesen un secreto divertido. Max no había oído nunca aquel nombre.
—Viajante de comercio, dice.
—Exacto.
—¿Qué clase de comercio?
Mostaza ensanchó un poco más la sonrisa, que parecía llevar puesta con la misma desenvoltura que el nudo de pajarita: visible, simpática y quizás un poco holgada. Pero el reflejo metálico seguía en sus ojos, como si el cristal de las gafas le enfriase la mirada.
—Hoy en día todos los comercios se relacionan, ¿no cree?… Pero eso es lo de menos. Lo importante es que tengo una historia que contarle… Una historia sobre el financiero Tomás Ferriol.
Sostuvo Max aquello, impertérrito, mientras se llevaba la copa de vino —un perfecto borgoña— a los labios. Volvió a dejarla exactamente sobre la marca que ésta había impreso en el mantel de hilo blanco.
—Disculpe… ¿Sobre quién, ha dicho?
—Oh, vamos. Por favor. Créame. Le aseguro que es una interesante historia… ¿Permite que se la cuente?
Tocó Max la copa de vino, sin cogerla esta vez. Pese a la ventana abierta, sentía un calor súbito. Incómodo.
—Tiene cinco minutos.
—No sea tacaño… Escuche, y verá cómo me concede más.
En tono de voz discreto, mordisqueando de vez en cuando la pipa apagada, Mostaza empezó a contar. Tomás Ferriol, refirió, estaba entre el grupo de monárquicos que el pasado año habían apoyado el golpe militar en España. En realidad fue él quien corrió con los primeros gastos, y seguía haciéndolo. Como todo el mundo sabía, su inmensa fortuna lo había convertido en banquero oficioso del bando rebelde.
—Reconozca —se interrumpió mientras apuntaba a Max con el caño de la pipa— que mi relato empieza a interesarle.
—Puede ser.
—Ya se lo dije. Soy bueno contando historias.
Y Mostaza siguió con la suya. La oposición de Ferriol a la República no era sólo ideológica: en varias ocasiones había intentado pactar con sucesivos gobiernos republicanos, sin que el intento llegase a cuajar. Desconfiaban de él, con motivo. En 1934 hubo una investigación judicial que estuvo a punto de meterlo en la cárcel, y de la que se zafó moviendo mucho dinero y muchas influencias. Desde entonces, su posición política podía resumirse en unas palabras pronunciadas por él en una cena con amigos: «La República, o yo». Y en eso llevaba año y medio, en aniquilar a la República. Todo el mundo sabía que su dinero había estado detrás de los sucesos de julio del pasado año. Después de una entrevista mantenida en San Juan de Luz con un mensajero de los conspiradores, Ferriol había pagado de su bolsillo, a través de una cuenta en la banca Kleinwort, el avión y el piloto que entre el 18 y el 19 de julio llevaron al general Franco de Canarias a Marruecos. Y mientras ese avión estaba en el aire, cinco petroleros de la Texaco, que se encontraban en alta mar con veinticinco mil toneladas para la compañía estatal Campsa, cambiaron su rumbo para dirigirse a la zona bajo control de los sublevados. La orden telegráfica fue «
Don’t worry about payment
»: no se preocupen por el pago. Ese pago corrió por cuenta de Tomás Ferriol, y seguía corriendo. Se calculaba que, sólo en suministros de petróleo y combustible a los rebeldes, el financiero llevaba invertido un millón de dólares.
—Pero no se trata únicamente de petróleo —añadió Mostaza tras una pausa para que Max asimilase aquella información—. Sabemos que Ferriol se entrevistó con el general Mola en su cuartel general de Pamplona, en los primeros días de la sublevación, para enseñarle una lista con avales por valor de seiscientos millones de pesetas… El detalle curioso, propio de su estilo, es que no le dio dinero, ni se lo propuso. Se limitó a mostrarle su sólida posición como avalista. A ofrecerse para respaldarlo todo… Eso incluía sus contactos empresariales y financieros en Alemania e Italia.
Se interrumpió, chupando la pipa apagada y sin apartar los ojos de Max, mientras un camarero retiraba el plato vacío de éste y otro le servía el principal, que era un entrecot
à la niçoise
. El rectángulo de sol se había desplazado un poco desde el suelo, hasta alcanzar el mantel blanco de la mesa. Ahora su resplandor iluminaba desde abajo el rostro de Mostaza, resaltando una fea cicatriz en el lado izquierdo del cuello, bajo la mandíbula, que Max no había advertido antes.
—Los rebeldes —siguió contando Mostaza cuando estuvieron solos de nuevo— también necesitaban aviación. Apoyo aéreo militar, primero para transporte de las tropas sublevadas en Marruecos a la península, y luego para emplearlo en acciones de bombardeo. A los cuatro días de la rebelión, el general Franco en persona pidió diez aviones Junker a Alemania, a través del agregado militar nazi para Francia y Portugal. De Italia se encargó Ferriol —se inclinaba un poco sobre la mesa, apoyándose en los codos—… ¿Ve cómo a todo llegamos, por fin?
Max se había esforzado en seguir comiendo con naturalidad, pero le resultaba difícil. Tras dos bocados, dejó cuchillo y tenedor juntos en un lado del plato, en la posición exacta de las cinco del reloj. Después se pasó la servilleta por los labios, apoyó los puños almidonados de su camisa en el borde del mantel y miró a Mostaza sin hacer comentarios. La oferta italiana, seguía contando éste tras la breve pausa, se planteó a través del ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano. Primero en una conversación privada que él y Ferriol tuvieron en Roma, y luego por intercambio de cartas que detallaban la operación. Italia tenía dispuestos en Cerdeña doce aviones Savoia; y Ciano, tras consultar con Mussolini, prometió que estarían en Tetuán a disposición de los militares rebeldes en la primera semana de agosto, previo desembolso de un millón de libras esterlinas. Mola y Franco no tenían esa suma, pero Ferriol sí. De manera que adelantó una parte y avaló el resto. El 30 de julio, los doce aviones salían hacia Marruecos. Tres se perdieron sobre el mar, pero el resto llegó a tiempo para transportar tropas moras y legionarios a la península. Cuatro días después, el mercante italiano
Emilio Morlandi
, que había salido de La Spezia fletado por Ferriol con armas y combustible para esos aviones, atracaba en Melilla.
—Ya le he dicho que Italia pidió un millón de libras por los Savoia; pero Ciano es un hombre con un tren de vida alto. Muy alto. Su mujer, Edda, es hija del Duce y eso le proporciona innumerables ventajas, aunque también obliga a gastar mucho dinero… ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—Lo celebro, porque ahora llegamos a la parte que lo relaciona a usted con el asunto.
Un camarero retiraba el plato de Max, casi intacto. Seguía éste inmóvil, las manos en el borde de la mesa, mirando a su interlocutor.
—¿Y qué le hace pensar que yo tengo relación con eso?
Mostaza no respondió en seguida. Se había vuelto a mirar la botella de vino, inclinada en su cesta de mimbre.
—¿Qué está bebiendo, si disculpa mi curiosidad?
—Chambertin —repuso Max sin inmutarse.
—¿Año?
—Mil novecientos once.
—¿Aguantó el corcho?
—Éste sí.
—Magnífico… Con gusto tomaría un poco.
Hizo Max una seña al camarero, que trajo una copa y la llenó. Mostaza dejó la pipa sobre el mantel y contempló el vino al trasluz, admirando el color intenso del borgoña. Luego se llevó la copa a los labios, paladeándolo con visible placer.
—Llevo tiempo tras de usted —dijo de pronto, como si acabara de recordar la pregunta de Max—. Esos dos tipos, los italianos…
Lo dejó ahí, reservándole el trabajo de imaginar en qué momento una pista lo había llevado a la otra.
—Luego averigüé cuanto pude sobre sus antecedentes.
Dicho eso, Mostaza retomó el hilo del relato. Hitler y su gobierno detestaban a Ciano. Éste, que no carecía de sentido común, se había mostrado siempre partidario de que Italia se mantuviera al margen de ciertos intereses de Berlín. Y seguía opinando igual. Por eso, hombre precavido, mantenía discretos depósitos bancarios en los lugares adecuados. Por si acaso. Una cuenta bien provista que tenía en Inglaterra tuvo que trasladarla por razones políticas; pero ahora se las arreglaba con bancos continentales. Suizos, principalmente.
—Ciano pidió un cuatro por ciento de comisión personal en el asunto de los Savoia: cuarenta mil libras. Casi medio millón de pesetas, que fue avalado por Ferriol con cargo a una cuenta de la Société Suisse de Zúrich hasta que se pagó en efectivo, con oro incautado al Banco de España en Palma de Mallorca… ¿Qué le parece?
—Que es mucho dinero.
—Más que eso —Mostaza bebió más vino—. Es un escándalo político a gran escala.
Pese a su sangre fría, Max no se esforzaba ya en disimular el interés.
—Comprendo —comentó—. Siempre y cuando se haga público, me está queriendo decir.
—Ése es el punto —con un dedo, Mostaza evitó que una gota de vino se deslizase por el tallo de su copa hasta el mantel—. Quienes me hablaron de usted, señor Costa, lo describieron como un tipo apuesto y muy listo… Lo primero no me hace mella, si permite que se lo diga. Soy de gustos convencionales, por lo general. Pero celebro confirmar lo otro.
Hizo una pausa, paladeando más borgoña.
—Tomás Ferriol es un zorro astuto —prosiguió—, y lo quiso todo por escrito. Había urgencia, era negocio seguro, y por otra parte las comisiones de Ciano no son ningún secreto en Roma. El suegro está al tanto de todo y no se opone, siempre que las cosas discurran, como hasta ahora, de forma discreta… Así que Ferriol se las ingenió para que el asunto de los aviones quedase registrado documentalmente, incluidas tres cartas en las que Ciano, con firma de su puño y letra, menciona su cuatro por ciento… El resto le será fácil de imaginar.
—¿Por qué desean recuperar ahora esas cartas?
Con gesto satisfecho, Mostaza contemplaba su copa casi vacía.
—Las razones pueden ser muchas. Tensiones internas en el gobierno italiano, donde la posición de Ciano se ve contestada por otras familias fascistas. Precaución de éste ante el futuro, ahora que la victoria de los rebeldes cabe dentro de lo posible. O tal vez el deseo de arrebatar a Ferriol un material que puede servirle para chantajes diplomáticos… El caso es que Ciano quiere esas cartas, y a usted lo han contratado para conseguirlas.
Era todo tan abrumadoramente obvio, que Max dejó de lado sus anteriores reservas.
—Sigo sin entender algo que tal vez también dije a otros. Por qué yo… Italia debe de tener espías adecuados.
—Lo veo de un modo muy simple —Mostaza había cogido la pipa, y tras sacar una bolsa de hule con tabaco procedía a llenar la cazoleta presionando con el pulgar—. Esto es Francia, y la situación política internacional es delicada. Usted es un individuo sin filiación política. Un apátrida en tal sentido, por decirlo de alguna manera.
—Tengo pasaporte venezolano.
—De ésos puedo comprar yo media docena, si me permite la bravata. Y tiene además antecedentes policiales, probados o no, en varios países de Europa y América… Si algo saliera mal, correría con la responsabilidad. Ellos podrían negarlo todo.
—¿Y qué tecla toca usted en todo esto?
Mostaza, que había sacado una caja de fósforos y encendía la pipa, lo miró entre las primeras bocanadas de humo. Casi con sorpresa.
—Vaya, creí que se había dado cuenta, a estas alturas. Yo trabajo para la República española. Estoy del lado de los buenos… Suponiendo que podamos hablar de un lado bueno en esta clase de historias.
Lector muy superficial —transatlánticos, trenes y hoteles— de relatos por entregas de los que se publicaban en revistas ilustradas, Max había asociado siempre la palabra
espía
con sofisticadas aventureras internacionales y con individuos siniestros que procuraban dejarse ver poco a la luz del día. Por eso le sorprendió la naturalidad con que Fito Mostaza se ofreció a acompañarlo de vuelta al hotel Negresco, dando un agradable —el adjetivo fue del propio Mostaza— paseo por la Promenade. No hubo objeción por su parte, y anduvieron un trecho conversando como dos conocidos que se ocuparan de asuntos banales, igual que el resto de la gente que a esa hora se movía entre las fachadas de los hoteles y la orilla del mar. De tal modo, fumando con mucha calma su pipa y con el arrugado panamá haciéndole sombra en los lentes, Mostaza terminó de exponer los detalles del asunto mientras respondía a las preguntas que Max —pese a la aparente tranquilidad de la situación, éste no bajaba la guardia— formulaba de vez en cuando.
—Resumiendo: le pagaremos más que los fascistas… Sin contar el lógico agradecimiento de la República.
—Valga lo que valga eso —se permitió ironizar Max.
Mostaza rió suave, entre dientes. Casi bonachón. La cicatriz bajo la mandíbula daba un tono equívoco a aquella risa.
—No sea malvado, señor Costa. A fin de cuentas represento al gobierno legítimo de España. Democracia frente a fascismo, ya sabe.
Balanceando el bastón, el antiguo bailarín mundano lo observaba de reojo. De no ser por las gafas, el agente español tendría aspecto de jockey vestido con ropa de calle; y aún parecía más menudo y frágil de pie y en movimiento. Sin embargo, uno de los reflejos automáticos del oficio de Max incluía clasificar a hombres y mujeres mediante detalles no expresos, o no formulados. En su mundo incierto, un ademán o una palabra convencionales tenían el mismo poco valor, en cuanto a información útil, que el gesto de un jugador de cartas experimentado que comprobase una mano oculta para su adversario. Eran otros los códigos de lectura que Max había adquirido con la experiencia. Y los tres cuartos de hora que llevaba junto a Fito Mostaza bastaban para advertir que su tono bonachón, aquella simpática naturalidad de quien decía trabajar en el lado bueno de las cosas, podían ser más peligrosos que la hosca rudeza de la pareja de agentes del Gobierno italiano. A los que, por otra parte, le sorprendía no descubrir emboscados detrás de periódicos en un banco del paseo, siguiéndoles la huella para comprobar, con lógico desagrado, cómo Fito Mostaza les complicaba la vida.
—¿Por qué no roban ustedes las cartas?
Anduvo Mostaza unos pasos sin responder. Al cabo hizo un ademán desenvuelto.
—¿Sabe lo que suele decir Tomás Ferriol?… Que a él no le interesa comprar a políticos antes de las elecciones, sin saber si llegarán o no al poder. Sale más barato comprarlos cuando ya gobiernan.
Chupó su pipa en silencio, enérgicamente, dejando atrás un rastro de humo de tabaco.