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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (36 page)

BOOK: El Teorema
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Crowe se golpeó la palma con el puño en una muestra de satisfacción.

—Es Caine. Está en el tren.

—¿Quiere que llame a la caballería?

—Espere. —Crowe levantó una mano—. ¿Cuánto falta para que el tren llegue a Filadelfia?

—Ahora mismo lo compruebo. —Grimes volvió a la parrilla de horarios—. Llegarán dentro de unos cuarenta y siete minutos. —Sonrió—. Van un poco fuera del horario previsto.

—¿Tenemos un helicóptero en la azotea?

—Sí. Listo para despegar. ¿Quiere que llame al piloto?

Crowe ya corría por el pasillo hacia el ascensor. Grimes interpretó que era un sí.

Al cabo de cuatro minutos estaba a dos mil metros por encima de la ciudad. A una velocidad de doscientos diez kilómetros por hora, llegarían prácticamente al mismo tiempo que el tren. Si tenían suerte y soplaba el viento de cola, incluso podrían llegar unos minutos antes. Crowe apretó el botón de su micro.

—Grimes, quiero que envíe a todos los agentes disponibles de la oficina de Filadelfia a la estación. Asegúrese de que todos dispongan de imágenes de Caine y Vaner…

Grimes escuchó con atención durante otro minuto mientras Crowe le detallaba el plan. Sí, señor, David Caine no tardaría en enterarse de lo que significaba ser perseguido.

Caine no podía precisar el momento exacto en que despertó. El suave balanceo del tren, el traqueteo hipnótico del convoy, sometía el tiempo a un bucle permanente mientras la sensación de
déjá vu
dominaba de nuevo su mente. Perdido en un mar de algodón, se esforzó por recuperar la conciencia. Bostezó antes de abrir los ojos.

Entonces lo revivió todo. De nuevo, se sintió dominado por el sentimiento de culpa al pensar en lo que le había ocurrido a Tommy. No tendría que haber muerto. Todo había sido culpa suya. Si se hubiese mantenido alejado del
podvaal
, nada de todo eso hubiese ocurrido.

No. Esto no era real. La explosión, la mujer, la llamada telefónica, nada en absoluto. Tenía que continuar. Si conseguía llevar su yo onírico hasta Jasper, todo volvería a la normalidad. Miró a Nava. En su otra vida, le hubiese encantado fugarse con una mujer tan hermosa. Pero en esta vida, en este sueño, no escapaban de los problemas cotidianos, sino de unos asesinos.

—Atención, señores pasajeros. Llegaremos a la estación de la calle Treinta dentro de cinco minutos. Una vez más, les pedimos disculpas por las molestias que les pueda haber ocasionado el cambio. Gracias por su comprensión.

Caine tuvo de nuevo la sensación de
déjá vu
y de repente comprendió que debía ir al vagón-restaurante. No disponía de mucho tiempo.

Nava se preguntó si Caine se habría vuelto loco. Un segundo antes estaba profundamente dormido y ahora la arrastraba al vagón-restaurante a toda prisa. Cuando llegaron allí, Caine compró diez bolsas de patatas fritas. Antes de que ella pudiera hacer ningún comentario, Caine comenzó a abrirlas con los dientes mientras renqueaba hasta un extremo del vagón.

Caine abrió la puerta y salió a la plataforma del enganche del vagón-restaurante con el posterior. A través de las pequeñas aberturas en el suelo, Nava vio cómo pasaban las traviesas. Caine se agachó junto a las aberturas y comenzó a vaciar las patatas fritas por los agujeros. En cuanto acabó de vaciar la última, dejó la bolsa vacía a sus pies con las demás.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó ella.

—Sí, Nava. Eso creo.

—¿Por qué lo has hecho? —insistió Nava.

—No es… estoy muy seguro —respondió Caine, con una mirada ausente.

Nava sintió un escalofrío.

—¿Saben que estamos en el tren?

—Sí, creo que sí —asintió Caine.

De haberse tratado de una operación normal, ella hubiese recurrido a sus planes de contingencia, pero ahora actuaba sin red. ¿Qué pasaría si utilizaba a Caine? Él se las había apañado para llevarlos hasta Filadelfia, ¿no? Sin embargo, le preocupaba la posibilidad de que si lo presionaba para que utilizara su capacidad ese hecho pudiera tener unas consecuencias desastrosas. No obstante, cuando pensó de nuevo en lo que se encontrarían, decidió que valía la pena correr el riesgo. Miró los ojos de color verde esmeralda de Caine.

—David, quiero que nos imagines escapando de la estación sanos y salvos.

—Nava, no creo que funcione de esa manera.

—No lo sabes a ciencia cierta, ¿verdad? Venga. Los atletas profesionales visualizan el juego antes de salir al campo. Los soldados se imaginan la batalla antes de desplegarse. Por favor, David, inténtalo por mí. —Hizo una pausa y luego añadió—: En algún momento tendrás que confiar en alguien.

Caine la miró como si fuera a protestar, pero luego asintió.

—Tienes razón. —Cerró los ojos en el mismo momento en que volvía a funcionar el altavoz del vagón.

—Atención, señores pasajeros. Estamos entrando en la estación de la calle Treinta en Filadelfia. A todos aquellos que se apean aquí, les damos las gracias por viajar con Amtrak y les deseamos una feliz estancia en la ciudad del amor fraternal.

Una paloma gris y negra bajó desde el cielo encapotado y se posó en las traviesas unos segundos después de alejarse la bestia metálica. Picoteó los trozos de patatas fritas dispersos entre el cascajo. Debía comer todo lo posible antes de que apareciera el resto de la bandada. De pronto oyó unos chillidos y vio a cinco criaturas peludas que corrían hacia ella. Remontó el vuelo sin vacilar.

Ni siquiera se enteró de la presencia del enorme pájaro hasta que fue demasiado tarde.

Lo estaban haciendo muy bien. Crowe escuchaba al equipo del FBI con los auriculares. No tenía idea de cómo diablos había conseguido Forsythe con tanta rapidez que colaborasen varias agencias de seguridad, y mucho menos de cómo había logrado que los federales aceptaran órdenes de la ASN. Como Crowe era el hombre de la ASN, él era el agente especial al mando. Alguien en el FBI perdería el empleo en cuanto se supiera que Crowe había llevado las riendas, pero en ese instante no tenía tiempo para pensar en ese tema. El tren entraría en la estación al cabo de noventa segundos.

Llegaría a tiempo para supervisar el asalto. Notó un suave tirón en el estómago cuando el helicóptero comenzó a descender. Se abrochó el cinturón de seguridad y se reclinó en el asiento. De pronto, el aparato frenó bruscamente y comenzó a subir, con un violento viraje hacia la derecha.

—¿Qué diablos ha sido eso? —gritó Crowe en medio del estruendo de los rotores. El piloto no le hizo caso, ocupado en conseguir nivelar el aparato.

—¡Creo que un pájaro se ha estrellado con el rotor de cola! —respondió en cuanto consiguió su propósito. Apretó unos cuantos botones y el helicóptero comenzó a bajar de nuevo, esta vez mucho más lento—. ¡Tengo problemas con la dirección, señor! ¡Tendré que aterrizar en aquel aparcamiento! —El helicóptero volvió a sacudirse, y empezaron a bajar en picado antes de que el piloto pudiera nivelarlo de nuevo.

—¡Sólo preocúpese de poner este trasto en el suelo! —gritó Crowe mientras el aparato cabeceaba violentamente—. ¿Le había pasado alguna vez?

—¡Nunca, señor! —respondió el piloto y prestó atención a la maniobra de aterrizaje.

Crowe no creía en las coincidencias. No sabía cómo, pero estaba seguro que aquello era obra de David Caine. Por primera vez en su vida, Martin Crowe se preguntó si él era el cazador o la presa.

Si quería verse con Jasper, Caine necesitaba a Nava, y eso significaba que debía confiar en ella. Cerró los ojos e intentó concentrarse en la fuga. Se imaginó a él y Nava alejándose en un mar negro después de librarse de sus perseguidores. Una y otra vez repitió la escena en su mente.

Sintió lo mismo que sentía cada vez que veía un concurso de penaltis en la televisión, con una cerveza en la mano, y esperaba, no, deseaba que el chute fuera bueno. Observaba la preparación del participante, atento al instante en que chutara el balón, convencido de que si lo deseaba con todas sus fuerzas, si ponía todos sus esfuerzos en el empeño, podría conseguir que marcara.

En cuanto el tren entró en el túnel, Caine tomó conciencia de todos los detalles: el chirrido de los frenos, el movimiento de las ruedas en las vías, el parpadeo de los tubos fluorescentes cuando entraban en las profundidades de la estación. Veía cómo sucedería; estaba muy claro, como nunca lo había estado antes.

No obstante, también tenía la sensación de estar viéndose a sí mismo desde el exterior. Su doble estaba en… ¿un coche? Sí, un gran coche negro que se alejaba a gran velocidad. Nava estaba al volante. Un rostro conocido flotaba entre ellos. Su doble veía el ahora como el pasado. Caine intentó leer su futuro en la mente de su doble, meterse en su memoria. Pero no lo consiguió.

Su mente abandonó al doble y volvió al presente; comenzó a desear que él mismo y su entorno volvieran a ser lo que él deseaba que fuese la realidad. Sabía que era posible… sólo necesitaba hacerlo probable. Pero no sabía cómo, así que continuó pensando, deseándolo.

—¡David! ¡David! —Nava chasqueó los dedos delante de sus ojos. Caine parpadeó varias veces y volvió al presente; la sensación de estar entrando en una nueva realidad desapareció. En un instante, había sido clara como el agua. Al siguiente, no era más que un recuerdo lejano, como si de pronto se hubiese despertado de un sueño surrealista. Al cabo de unos segundos, había desaparecido hasta el recuerdo.

—¿Estás bien? —preguntó Nava. Sus dedos se clavaban en el brazo de David. Él tuvo la sensación de que se lo había preguntado más de una vez.

—Sí. ¿Qué ha pasado? ¿Perdí el sentido?

Caine quería hacer más preguntas, pero entonces se abrieron las puertas. Nava se inclinó sobre él para murmurarle al oído:

—Querrán llevarnos a una zona controlada, para disminuir los riesgos de que alguien más pueda resultar herido. Estaremos seguros en el andén mientras crean que no sospechamos nada. Cuando bajemos del tren, no mires en derredor ni te muestres inquieto. Sólo limítate a seguirme. ¿Estás preparado?

—Como nunca. —A pesar de que Caine había utilizado antes la expresión, sólo ahora comprendía su significado real: «No estoy preparado en lo más mínimo, pero allá vamos».

Nava le sujetó el brazo y se lo apretó para infundirle ánimos cuando bajaron del tren. De pronto Caine tuvo la sensación de que después de todo, ir a Filadelfia quizá no había sido una buena idea.

El helicóptero tomó tierra a un kilómetro y medio de la estación, en un rincón vacío del aparcamiento de un banco. El aterrizaje fue duro pero a Crowe no le importó; saltó del aparato y permaneció inmóvil durante un momento bajo la lluvia torrencial, que lo caló hasta los huesos en un santiamén.

Corrió hasta el coche que tenía más cerca: un Honda Civic negro y golpeó el cristal del conductor con la culata de su Glock. Una telaraña de grietas creció a partir del punto de impacto. Golpeó el centro con el codo y el cristal se rompió.

Se sentó al volante, se echó hacia atrás el pelo, se enjugó el agua de los ojos y metió las manos debajo del tablero. Consiguió poner el motor en marcha en el segundo intento y salió del aparcamiento a toda velocidad. Consiguió evitar en el último segundo a un adolescente que corría hacia él con los brazos levantados. Probablemente el dueño del coche.

—¡Situación! —gritó Crowe al micro.

—Señor, hemos localizado al objetivo —respondió el jefe del equipo.

—¿Está solo?

—No. Vaner acompaña al objetivo. —Mierda. A pesar de que todos daban por seguro que ella lo escoltaba, la confirmación no era agradable. Durante el viaje en helicóptero, había puesto al corriente al equipo de Filadelfia sobre quién era Vaner. Era peligrosa. Aunque era preferible capturarla, la prioridad era pillar a Caine vivo. Cuando Crowe dio la siguiente orden, se dijo que no importaba, que era una traidora, pero su conciencia no se dejó engañar.

—Si es necesario, utilicen la fuerza letal para detener a Vaner.

—Copiado, fuerza letal con Vaner.

Crowe intentó no pensar en la última orden y se centró en la misión.

—¿Equipo uno, está en posición?

—Uno afirmativo.

—¿Equipo dos?

—Dos en posición, señor.

Crowe se saltó un semáforo en rojo mientras pensaba en el escenario que se encontraría.

—Equipo uno, adelante.

—Equipo uno, adelante —repitió el jefe del equipo en el auricular. Con un poco de suerte, todo habría acabado cuando Crowe entrara en la estación. El problema era que, con Caine como adversario, dudaba que la suerte estuviera de su parte.

Existía el riesgo limitado de ser abatidos por un francotirador. Aparte de eso, las ventajas de estar bajo tierra eran nulas. No había ninguna otra salida aparte de las puertas que daban a las escaleras mecánicas de cada extremo del andén, a menos que quisiera utilizar las vías vacías al otro lado del tren. Éstas daban a la superficie, a unos cien metros de la estación, donde se veía una luz grisácea.

Consideró la opción, pero los dejaría totalmente expuestos. No había otra alternativa que subir por las escaleras mecánicas, algo que comportaba casi el mismo peligro. Si los agentes los estaban esperando arriba, sería como dejarse llevar al matadero. Nava observó a la multitud del andén.

Nadie parecía prestarles una atención especial, pero si los agentes eran buenos, tenía que ser así. Eliminó a los obvios: las madres, los niños, los ancianos. Eso borraba a un 40 por ciento de las personas que se movían a su alrededor. No era suficiente. Volvió a plantearse lo de las vías.

Nava sintió la necesidad urgente de coger a Caine, saltar del andén y emprender la fuga. Pero por mucho que le desagradaba, sabía que lo mejor era mezclarse con los inocentes de la escalera. Le facilitaría la tarea de saber quiénes eran los perseguidores. Nava volvió la cabeza y vio a una madre joven que intentaba controlar a sus hijas mellizas mientras maniobraba con un cochecito de bebé. Perfecto.

Aminoró el paso para que la familia los alcanzara. Apretó el brazo de Caine; él también aminoró el paso. Continuó observando a la multitud para encontrar alguna pista. Una pareja de jóvenes la miraban, pero su interés era sexual, no profesional. Una mujer atlética, a unos pocos pasos, podía ser una agente, pero iba cargada con tres bolsas de una tienda. Nava estaba empezando a creer que quizá, después de todo, había conseguido despistar a sus perseguidores cuando lo vio.

Aquél. El hombre vestido con unos vaqueros gastados y una camiseta vieja, con el cuello raído. No encajaba con las prendas. Llevaba el pelo corto y un bigote muy bien cuidado. Una rápida mirada a las flamantes zapatillas deportivas eliminaba cualquier duda.

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