En el control sólo quedaban tres agentes del FBI y una media docena de policías. Había sobrevivido a enfrentamientos más desfavorables, pero por los pelos. Aún le quedaba la probabilidad de qué no la reconocieran y que su falso carnet de conducir la hiciera pasar, pero lo dudaba. De pronto, los tres agentes se quedaron inmóviles, casi al unísono.
En cuanto el primero echó mano al arma, Nava comprendió que habían descubierto el engaño de David. Una bruma roja se extendió por el lugar cuando empuñó la Glock y comenzó a disparar.
Caine se libró de la mano del policía y el agente se tambaleó. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Caine levantó el bastón y lo movió en un amplio arco hacia la cabeza del hombre.
Nava centró toda su atención en los agentes del FBI, porque sabía que eran mejores tiradores que los policías. Con una precisión mortífera, efectuó tres disparos. Antes de que el eco del primero llegara a sus oídos, las balas volaban a través de la lluvia hacia sus objetivos.
Estalló el caos cuando los agentes se desplomaron, cada uno con una bala en el hombro derecho. Las demás mujeres en la cola se dispersaron, chillando, mientras los policías se lanzaban cuerpo a tierra para protegerse.
Antes de que cualquiera de ellos pudiera reaccionar. Nava echó a correr por el resbaladizo talud hacia donde estaba Caine, que acababa de asestar un bastonazo en la cabeza del policía. El golpe fue lo bastante fuerte para que ambos perdieran pie y cayeran.
Nava pasó junto al policía, que yacía tumbado de espaldas, con una herida por encima de la oreja derecha que sangraba aparatosamente. Estaba inconsciente. Se agachó para ayudar a Caine a levantarse y después lo arrastró por el barro hasta la carretera.
Necesitaban un coche.
Había coches de la policía por todas partes, pero aparentemente estaban vacíos. Un puñado de pasajeros caminaba por el arcén a unos diez metros por delante de ellos, ajenos del todo a lo que acababa de ocurrir. Caine volvió la cabeza y de inmediato lamentó haberlo hecho: seis policías subían por el talud a la carrera, con las armas preparadas.
Calculó que disponían de quince segundos para desaparecer antes de que comenzara el tiroteo. Nava era buena —diablos, era fantástica— pero no creía que fuera capaz de enfrentarse a seis policías armados. Además, Caine no quería que lo intentara; una parte de él temía que lo hiciera y acabara matándolos a todos. Sólo había una salida.
—Dame una arma —dijo. Nava no dudó. Al parecer, la petición no le había sonado tan ridícula como le había sonado a él.
Sin vacilar, Caine caminó hasta el centro de la carretera con la pistola en alto. Un Volkswagen rojo frenó violentamente, patinó en el asfalto mojado y fue a estrellarse contra la valla. Un Ford Mustang azul oscuro estuvo a punto de atropellarlo, y el agua levantada por los neumáticos dio de lleno en el rostro de Caine. Se apresuró a quitarse el agua de los ojos mientras un Mercedes negro avanzaba en línea recta hacia él.
Apuntó el arma hacia el parabrisas. Era un farol, pero funcionó. El coche se detuvo a un palmo de la rodilla herida de Caine. Como los cristales eran oscuros, Caine no veía al hombre al volante.
Nava corrió hacia el coche y abrió la puerta. Cogió al conductor por el cuello, lo sacó del Mercedes y le apuntó a la cara. A pesar de verse amenazado por una pistola, el hombre no perdió la calma. No hizo caso de Nava y miró directamente a Caine.
—¿Rain Man?
—¿Doc? —replicó Caine, atónito.
Nava miró a David.
—¿Lo conoces?
Caine asintió.
—Muy bien, al coche —ordenó Nava. Empujó a Doc al asiento del acompañante mientras David se sentaba en el asiento trasero. No había acabado de cerrar la puerta cuando Nava pisó el acelerador a fondo. Caine oyó un claxon y al volverse vio que un coche pequeño se estrellaba contra una furgoneta.
Nava adelantó sin problemas al resto de los coches. Después de un par de minutos, pareció decidir que por el momento estaban fuera de peligro y redujo la velocidad a ciento cuarenta kilómetros por hora. Caine la miró, con su amigo entre ellos, y tuvo una increíble sensación de
déjá vu
.
—¿Por qué estás en Filadelfia? —le preguntó a Doc.
—Di una conferencia en Pensilvania —respondió Doc, bastante agitado—. Lo importante es saber qué estás haciendo tú aquí… con eso. —Doc señaló el arma que Caine tenía sobre los muslos. Caine suspiró. Estaba a punto de contarle lo que pasaba cuando sonó el móvil del profesor.
—No atienda —le ordenó Nava.
—No —dijo Caine con una voz distante—. Creo que debe hacerlo.
Doc apretó la tecla y acercó el teléfono al oído.
—¿Hola? —Caine oyó vagamente la voz del interlocutor mientras observaba cómo la expresión aturdida de Doc se transformaba en otra de asombro—. Eh, sí. Un momento. —Doc le ofreció el teléfono a Caine—. Es para ti.
Nava interrogó a Caine con la mirada cuando él cogió el teléfono.
—Hola —saludó Caine tranquilamente; era el único en el coche que no estaba sorprendido—. Sí. Estamos todos bien… sí… espérame en el lugar donde vimos a los Knicks ganar la final. Llegaremos lo antes posible. —Cortó la comunicación y le devolvió el móvil a Doc.
—¿Quién era? —le preguntó Nava que lo miraba por el espejo retrovisor.
—Era Jasper. Tenemos que regresar a Manhattan.
—¿Qué?
—Confía en mí. Creo que finalmente sé lo que hago. —Se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Necesitaba descansar si quería estar preparado para lo que vendría a continuación.
En el momento en que el sanitario dijo que Williams no tenía nada grave, Crowe lo sujetó por el cuello y lo aplastó contra la ambulancia.
—¿Qué demonios pasó?
Williams aún estaba aturdido. La sangre seca formaba un extraño dibujo geométrico en una de las mejillas.
—Bueno, verá, estaba ayudando a Caine a subir por el talud, y…
—Estaba haciendo ¿qué? —le interrumpió Crowe, incrédulo.
—Sí, bueno, es que entonces, quiero decir, que lo ayudé, pero verá, es que entonces no sabía que era él cuando yo estaba, bueno, ayudándolo. —A Williams le falló la voz ante la feroz mirada de Crowe. Mientras el policía intentaba explicarse, el ex agente se volvió asqueado ante tanta incompetencia. No podía creer que hubiesen estado tan cerca, sólo para que se les escaparan en el último momento.
Por eso detestaba las persecuciones a gran escala. Debido al gran número de agentes y policías participantes, era inevitable que se produjeran errores que permitían escapar a los malos. Prefería la persecución en solitario. Un hombre que perseguía a otro. Miró la furgoneta destrozada en el medio de la carretera y quiso llevarse las manos a la cabeza.
Los conductores involucrados en el accidente decían que un hombre y una mujer habían secuestrado un coche y a su dueño. El problema era que ninguno de ellos recordaba la marca del coche robado. El conductor del Hyundai afirmaba que era grande y de color azul oscuro; el propietario del Voyager que era pequeño y verde oscuro. Las declaraciones eran inútiles. Los conductores sólo coincidían en que era de color oscuro, cosa que, en la experiencia de Crowe, significaba que probablemente era amarillo brillante. No tenían nada.
Miró el cielo encapotado. Había dejado de llover, pero no aclaraba. Por desgracia, la tormenta no había acabado lo bastante rápido para los satélites. Una rápida llamada a Grimes confirmó lo que Crowe ya sabía: la capa de nubes había impedido cualquier observación útil.
Dio una larga calada al cigarrillo y observó el resplandor naranja de la punta. Contuvo el humo en los pulmones durante unos segundos antes de exhalarlo en un largo soplo. La nube flotó por encima de la carretera mientras se disipaba. Dejó vagar la mente con la mirada puesta en el humo.
¿Si él fuese Caine, qué haría ahora? Debía pensar como un civil. Primero, querría seguir vivo, y a juzgar por los antecedentes de Vaner y lo que acababa de hacer, Caine probablemente confiaba en ella para conseguir ese objetivo. Segundo, querría volver a una existencia normal. Tendría miedo de acudir a la policía, pero tampoco querría pasarse el resto de su vida como un prófugo. Por lo tanto, ¿qué haría? Buscaría la ayuda de un amigo o un hermano.
Pero ¿dónde estaba su gemelo? Crowe no podía creer que Grimes hubiese dejado que Jasper Caine se marchara después de que Vaner consiguiera hacer el cambio. De haber estado él al mando de la misión, habría utilizado al gemelo. Ahora era demasiado tarde; Jasper Caine había escapado, lo mismo que su hermano. Tenía a una pareja de agentes vigilando el apartamento de Jasper en Filadelfia por si alguien aparecía por allí, aunque no se hacía ilusiones.
Apagó el cigarrillo y miró de nuevo el cielo. Los dos hermanos no podrían ocultarse eternamente. Acabarían por aparecer, y cuando lo hicieran, Crowe estaría allí.
La próxima vez no habría errores.
Caine empleó las dos horas del viaje para hablarle a su viejo tutor de Jasper, Nava, Forsythe, Peter y el demonio de Laplace. Mientras Caine hablaba, Nava analizaba la situación. Cuando había leído por primera vez los archivos de Tversky, los había considerado como ciencia ficción. Pero en el callejón, las palabras de Julia habían hecho que comenzara a cambiar de opinión.
No obstante, Nava no se había convencido de que Caine pudiera hacer todo lo que le atribuía Tversky. Pero en esos momentos… después de la «suerte» en la estación y el encuentro «accidental» con Doc… Caine tenía que ser al menos en parte responsable, aunque no supiera cómo lo hacía. No conocía los límites del don de Caine ni quería averiguarlo. Tenía miedo de lo que pudiera pasar en cuanto descubriera cómo utilizar sus poderes.
Recordó el momento en que había visto a los elefantes por primera vez, en un circo, cuando era una niña. Eran tres, y una delgada cuerda atada a una de las enormes patas de cada una de las bestias de seis toneladas impedía que se alejaran. Aquello la había desconcertado. Le había preguntado a su padre por qué los elefantes no rompían la cuerda.
—Todo está en sus mentes —le había explicado su padre—. Cuando los elefantes son pequeños, los atan a unos postes con unas cadenas de acero muy pesadas. Durante aquellos primeros meses aprenden que por mucho que tiren, las cadenas no se rompen.
—Pero las cuerdas son mucho más débiles que las cadenas —había replicado ella—. Los elefantes podrían romperlas como si nada.
—Sí, pero los domadores no utilizan las cuerdas hasta que los elefantes aprenden que la fuga es imposible. Verás, Nava, no son las cuerdas las que impiden a los elefantes que escapen; son sus mentes. Por eso el conocimiento es tan poderoso. Si crees que puedes hacer algo, incluso si es algo que no serías capaz de hacer, a menudo lo haces. En cambio, si crees que no puedes, entonces nunca lo harás, porque ni siquiera lo intentarás.
Así era Caine. Había estado sujeto por una cadena, y ahora la cadena había desaparecido, reemplazada por una vulgar cuerda. Ya había descubierto que algunas veces podía tensar la cuerda. Pero cuando descubriera que podía romperla, que de hecho ya la había roto, entonces ¿qué? Nava se estremeció.
¿Qué pasaría cuando Caine comprendiera que las reglas no iban con él?
«The Real Me» de The Who comenzó a sonar en la gramola y la voz de león de Roger Daltry resonó en la taberna del East Village: «
Can you see the rrrreal me? Can ya? Can ya?
»
Jasper bebió un sorbo de gaseosa, atento a la puerta. Cada vez que se abría, se protegía los ojos de la luz del sol que entraba en la penumbra del local. Durante unos momentos, aquellos que entraban sólo eran siluetas. Sólo después de que se hubiese cerrado la puerta, Jasper conseguía ver sus facciones y decidir si trabajaban para el gobierno.
Los conspiradores estaban en todas partes; eso lo tenía claro. Advertía su vigilancia, los intentos por colarse en su mente, pero él no los dejaba. Si se mantenía un paso por delante, David y él los vencerían. Hasta entonces, había hecho todo lo posible para mantener a David fuera de sus garras, pero sabía que muy pronto David sería quien tendría que salvarlo a él. Eso estaba bien. Para eso estaban los hermanos, para protegerse el uno al otro.
Se acabó la gaseosa y comenzó a chupar los cubitos y después a masticarlos. La bonita camarera vio el vaso vacío y se acercó.
—¿Otra gaseosa, cariño?
—Sí-mí-pis. —Hizo lo posible por bajar la voz durante la rima. La camarera lo miró con recelo y después volvió a la barra. Jasper suspiró. Ya casi era la hora. Estaba tan cerca que podía saborearla… diablos, casi podía olería. Pero no era como el otro olor. Este olor era bueno, limpio y puro. Era el olor de la victoria, de la reivindicación.
Había estado en lo cierto desde el primer momento y lo habían encerrado. Lejos, muy lejos, porque tenían miedo de la verdad que guardaba en su mente. Pero ahora… ahora la verdad era libre. Él era libre. Finalmente comprendía todo lo que la Voz había estado intentando decirle todos estos años. Era tan obvio; no entendía cómo no había descubierto antes la respuesta. Ahora la sabía, y muy pronto también la sabría David.
Sólo una semana atrás, David se hubiese resistido. Lo habría observado con aquella mirada recelosa. Cuando David lo miraba de aquella manera, a Jasper le parecía que su hermano murmuraba: «Por favor a mí no… que no me pase esto a mí». Jasper había odiado aquella mirada, pero con el tiempo, llegó a comprenderla. No culpaba a su hermano; si la situación hubiese sido a la inversa, Jasper hubiese actuado de la misma manera.
La camarera volvió con la gaseosa (sin la sonrisa) y Jasper se la bebió en tres tragos. El gas le ardió en la garganta, pero no le importó. Era tan deliciosa que no podía evitarlo. Desde que había visto la verdad, todo le hacía sentirse bien —las líneas de los
grafitti
talladas en la mesa de madera; la fría humedad del vaso en la mano; incluso la atmósfera oscura, impregnada con el olor acre de la cerveza del bar; todo era absolutamente perfecto, real, absolutamente actual.
Se abrió la puerta y Jasper entrecerró los párpados para protegerlos del resplandor. Entraron tres siluetas oscuras. La primera era una mujer. La Voz le había hablado de ella. Sería una gran aliada, pero en ese mismo instante, todavía era peligrosa, no del todo fiable. La otra era un hombre con el pelo canoso y desordenado. Sería el viejo tutor de David: Doc. Jasper lo conocía. Le había caído bien. Era inteligente. Entendería la situación.