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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (43 page)

BOOK: El Teorema
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—Pues que la lías, hermanito. —Jasper sonrió—. Incluso si decides no hacer nada, eso sigue siendo una elección. No puedes evitar una decisión.

—Hay tantas cosas que pueden… salir mal.

—Eso es inevitable —declaró Jasper—. Pero tienes que intentarlo.

Caine asintió. No recordaba gran cosa de lo que había visto y podía suceder. No obstante, incluso mientras comenzaba a olvidar, sabía lo que debía hacer. No estaba seguro de que fuese lo correcto; de hecho, estaba seguro de que había una posibilidad de que se equivocara, pero había una probabilidad mayor de que acertara. Sólo debía escoger el camino con el menor número de errores. Lo que pasaría después estaba fuera de su control. Caine respiró profundamente y miró a Nava.

'—Tenemos que salir de aquí. ¿Hay algún lugar al que podamos ir que sea seguro?

—Sí —respondió Nava, sin vacilar—. Conozco un lugar.

—¿Dónde está?

—Ya lo verás cuando lleguemos.

—No —replicó Caine—. Necesito saberlo ahora.

—No creo…

Caine le cogió una mano.

—Nava, tienes que confiar en mí. Es muy importante que lo sepa. ¿Adónde nos llevarás? ¿Dime el lugar preciso?

Nava lo miró a los ojos. Seguramente encontró lo que buscaba, porque respondió a la pregunta sin más protestas. David cerró los ojos por un segundo y los abrió de nuevo.

—Vale. Necesito ir al aseo, después nos iremos.

Caine se levantó y caminó con dificultad por el largo pasillo, en el lado opuesto del bar. En cuanto estuvo seguro de que no podían verlo, se acercó al teléfono público que había delante de la puerta de los lavabos. En aquel mismo momento, vio una sombra en el suelo. Era Doc. Caine se llevó un dedo a los labios. No quería que Doc mencionara la llamada delante de Nava. Doc asintió antes de entrar en el servicio.

David recordó el número que había marcado tres días antes. El teléfono sonó durante un par de minutos antes de que lo atendieran.

—Hola, Peter. Soy David Caine. —Cerró los ojos por un momento, en un intento por encontrar las palabras precisas—. Por favor, escucha con mucha atención; no dispongo de mucho tiempo.

—Hola, James. —Forsythe reconoció inmediatamente la voz de Tversky cuando atendió la llamada en su móvil—. Me he enterado de que me estabas buscando.

—¿De dónde has sacado esa idea? —replicó Tversky.

—No perdamos el tiempo en tonterías. Sé lo que buscas y te lo puedo facilitar… por un precio.

—Tú no tienes nada que me interese.

—¿Qué me dices de David Caine?

—Te escucho. —Forsythe intentó no parecer demasiado ansioso.

—Sé dónde estará a las seis de la tarde.

Forsythe consultó su reloj; faltaban cuarenta minutos para las seis. Carraspeó.

—¿Cuál es tu precio?

Salieron del metro en una zona de Brooklyn que Caine no conocía. Los rótulos de la mayoría de las tiendas estaban en hebreo; los hombres vestían chaquetas negras, sombreros negros y sus barbas eran negras. Doc sonrió. Caine tuvo que admitir que su amigo sabía aceptar las cosas tal como venían. Eso era algo que siempre le había gustado de Doc: nada le sorprendía.

—Es la ley de los grandes números —le había comentado en una ocasión—. Lo sorprendente sería que algo extraño les ocurriera a todos los habitantes del planeta al mismo tiempo. Como sólo tengo un punto de referencia, debo aceptar que cualquier acontecimiento improbable que me esté sucediendo no les está pasando a todos los demás en el mundo. Por lo tanto, mientras la probabilidad de que suceda es más de seis mil millones contra una, la probabilidad de que le ocurra a alguien es casi del ciento por ciento. Por lo tanto, ¿qué tiene de sorprendente algo que tiene una probabilidad casi del ciento por ciento de que ocurra?

Nava los guió por un laberinto de oscuros callejones hasta que casi ya no se oía el ruido de la calle. Cuando llegó al tercer portal, bajó las escaleras y golpeó cuatro veces. Desde el interior descorrieron una mirilla y aparecieron unos ojos de color castaño oscuro que miraban con desconfianza, pero en cuanto vieron a Nava se iluminaron. La puerta se abrió un segundo después.

—¡Mi pequeña Nava! —exclamó un hombre con la corpulencia de un oso. Levantó a Nava entre sus brazos peludos y la estrechó con tanta fuerza que Caine creyó que la cabeza le saldría volando. Hablaron rápidamente en hebreo, y la cálida sonrisa del hombre se fue disipando poco a poco. Finalmente, Nava se volvió hacia ellos.

—Este es Eitan —dijo—. Eitan, éstos son David, Jasper y Doc.

—Es un placer —manifestó Eitan en un inglés con un acento muy marcado. Estrechó la mano de Caine con la fuerza de una apisonadora—. Los amigos de Nava son mis amigos. —Se apartó para dejarlos pasar—. Por favor, sois bienvenidos.

El orden y la limpieza del apartamento era todo un contraste tras la suciedad del callejón. Una alfombra naranja cubría el suelo de cemento. Un sofá amarillo limón muy hundido en el centro —evidentemente el asiento favorito de Eitan— estaba contra una pared cubierta con retratos de la familia del hombre. Junto al sofá había una mecedora de madera con cojines bordados.

—Sentaos, iré a preparar algo de comer. —Eitan fue a la cocina. Caine pasó junto a la mesa de centro y se sentó en el sofá.

Los muelles chirriaron suavemente, pero Caine estaba seguro de que habitualmente soportaban un castigo mucho mayor que sus ochenta kilos de peso.

Eitan reapareció con un plato con pitas, un cuenco de hummus y cuatro vasos de té helado. Caine comenzó a comer con gran apetito mientras Eitan y Nava fumaban. Los dos viejos amigos charlaban en hebreo y Caine fingió que la vida era normal, aunque era consciente de que no pasaría mucho más tiempo con sus amigos.

—Ella está aquí.

—Excelente. ¿Está sola?

—No. Hay otros tres además de su contacto en el piso franco.

—Mata al contacto. Después tráela aquí.

—Comprendido. —Choi Siek-Jin apagó el móvil. El callejón estaba oscuro, así que se quitó las gafas de sol. La cerradura de la puerta trasera era poco más que un juguete y tardó menos de un minuto en entrar. Oyó las voces al otro extremo del pequeño apartamento, pero no se dirigió hacia allí. Esperó en la cocina.

El hombre gordo tendría que aparecer en algún momento. Cuando lo hiciera, Siek-Jin estaría preparado.

—¿Ya habéis acabado? —preguntó Eitan. Señaló el cuenco de hummus casi vacío.

—Ha sido más que suficiente-diente-cliente —respondió Jasper—. Gracias.

Eitan sonrió. Hizo como si no se hubiese fijado en la rima de Jasper.

—¿Queréis más agua? ¿Quizá una copa de vino?

—No me vendría mal otro vaso de té —dijo Doc.

—Desde luego. —Eitan recogió el vaso vacío de Doc—. Ahora mismo vuelvo.

Cuando Eitan salió de la habitación, Caine experimentó una súbita sensación de temor. Mientras observaba cómo desaparecía el gigantón por el pasillo, hacia la cocina, sintió el imperioso deseo de detenerlo. Pero algo mucho más profundo se lo impidió. De haberlo sabido antes, quizá hubiese podido evitar lo que estaba a punto de suceder.

En esos momentos ya era demasiado tarde. Debía dejar que el universo siguiera su curso.

Siek-Jin se llevó el índice a los labios. Eitan, aterrado, se quedó inmóvil, con la mirada fija en la pistola de gran calibre que le apuntaba a la cabeza. El norcoreano le indicó con un gesto que dejara el vaso vacío en la encimera. A Eitan le temblaban muchísimo las manos, pero consiguió dejarlo.

Sin desviar el arma, Siek-Jin trazó un círculo en el aire con la otra mano y luego señaló el suelo. Eitan cumplió con la orden lentamente. Se volvió y se puso de rodillas en el suelo, con el rostro bañado en lágrimas. Siek-Jin desenfundó el puñal. De un solo tajo degolló a Eitan. La víctima profirió un sonido ahogado mientras se llevaba las manos a la garganta. El norcoreano lo remató con una puñalada en la espalda.

Sin soltar el puñal ni la pistola, sujetó el cadáver de Eitan y lo depositó silenciosamente en el suelo. Limpió el puñal en la camisa del fallecido y lo guardó en la vaina. Tenía muy claro que las cosas no serían tan fáciles con Vaner. Necesitaría una mano libre.

David cerró los ojos en un intento por recordar el futuro. Esta vez no se permitió viajar demasiado lejos por el camino antes de abrir los ojos y regresar al Ahora.

—Tenemos que mover el sofá y colocarlo delante de la puerta —dijo y se obligó a levantarse—. Junto con aquella estantería.

Sin hacer ningún comentario, Nava y Jasper cogieron el sofá cada uno por un extremo y lo llevaron a través de la habitación. Doc se encargó de la estantería. Cuando acabaron, los cuatro se apartaron un poco para ver el resultado. Los últimos rayos de sol entraban por el ventanuco que había muy cerca del techo del apartamento. Cuando alcanzaron el rostro de Nava, Caine sintió que lo dominaba la sensación del
déjá vu
.

Se agachó rápidamente y desenchufó una lámpara. Era pequeña, pero pesada. La empuñó como si fuera una porra. Serviría. Se volvió hacia la puerta y rogó para sus adentros que su intuición no le fallara en los momentos siguientes. Si no era así, había una probabilidad del 97,5329 por ciento de que Nava muriera.

—Tengo un disparo limpio a la cabeza.

—No, Frank —ordenó Crowe—. Sólo quiero que la hieras.

—Pero…

—Frank, es mi equipo, y lo haremos a mi manera. ¿Entendido?

. —Recibido —masculló Dalton. Crowe se había pasado al criticarle por un canal abierto. Cuando acabara todo esto tendría que aguantar las quejas de Rainer y Espósito.

—¿Leaiy, estás en posición?

—La salida de atrás está cubierta —respondió Leary.

—¿Frank, todavía tienes tiro?

—Lo tengo —dijo Dalton, que observaba el rostro de Nava a través de la mira telescópica. Le importaba un carajo lo que dijera Crowe, se cargaría a la traidora. No dejaba de ser una pena. Era preciosa. Él y los muchachos se lo hubieran pasado muy bien con ella. Era una vergüenza tener que meter una bala entre unos ojos tan bonitos, pero no tanto como para hacerle dudar cuando llegara el momento de apretar el gatillo.

—Algo no va bien —señaló Nava—. Eitan. Aún no ha vuelto.

Antes de que Nava pudiera desenfundar su Glock, el asesino norcoreano apareció en la puerta. Le apuntaba con el arma a la cabeza.

—No lo hagas —dijo, sin apartar la mirada de los ojos de la muchacha—, Chang-Sun te quiere viva.

Nava sintió que se ahogaba. Sabía por las manchas de sangre en el pantalón de Siek-Jin que Eitan estaba muerto. Aunque el enemigo estaba a sólo tres metros, lo mismo hubiese dado que estuviese a cien. No había manera de alcanzarlo antes de que la matara.

Se había acabado el juego.

—Disparo a Vaner a la de cinco —comunicó Dalton en voz baja. Respiró profundamente, retuvo el aire y comenzó a contar. El rostro de Nava aparecía con toda nitidez en la cruz de la mira.

—Cuatro.

La línea horizontal quedó a la altura de los ojos, mientras que la vertical le dividía la nariz exactamente por la mitad. El rostro de Nava quedó repartido en los cuatro cuadrantes.

—Tres.

Aumentó la presión del dedo en el gatillo.

—Dos.

Se preparó para el retroceso del fusil de gran potencia.

—Uno.

El fusil se sacudió por efecto del retroceso del disparo de una bala calibre 7,62 mm que viajaba a una velocidad de 360 metros por segundo hacia el cerebro de Nava Vaner.

En aquel mismo momento, Caine le arrojó la lámpara al asesino norcoreano. Sin embargo, antes de que la lámpara pudiera alcanzar su objetivo, Siek-Jin se apartó sesenta centímetros a la izquierda, tal como Caine sabía que haría.

El rostro de Nava desapareció bruscamente, reemplazado por una silueta marrón oscura, que se convirtió en el acto en una mancha roja. Alguien se había interpuesto en el camino de la bala. Si ese alguien era David Caine, Dalton estaba metido en la mierda hasta las orejas. Apartó ese pensamiento de la mente mientras la figura desaparecía de la vista. Vaner continuaba en posición, aunque por la mirada en sus ojos comprendió que no lo estaría mucho más.

Dalton disparó todo el cargador y confió en tener suerte.

Se produjo una violenta corriente de aire seguida por una rápida explosión. De pronto estalló el cristal de la ventana y los fragmentos barrieron la habitación mientras el norcoreano caía hacia delante y se estrellaba contra la mesa de centro. Un agujero en la frente del tamaño de una pelota de tenis dejaba ver el gris del cerebro mezclado con el rojo de la sangre. Nava actuó instintivamente. Se lanzó de cabeza al suelo y arrastró a Caine con ella.

—¡Al suelo! —gritó, en el instante en que en la pared aparecían dos agujeros en el lugar exacto donde había estado de pie. Entonces oyó un ruido tremendo, cuando parte de la puerta voló al interior de la habitación. Los atacantes hubiesen entrado de no haber sido por el sofá y la estantería, que les impedían el paso. Sólo disponían de unos pocos segundos antes de que fuera demasiado tarde.

Nava miró a Caine, que yacía debajo de ella, con los ojos cerrados y la respiración forzada.

Caine sabía que sólo le quedaban 15,3 segundos. Al menos, creía que lo sabía. Por un instante, lo vio todo ante él, un millón de posibilidades que se ramificaban. Podía viajar por cada una de ellas y pasarse una eternidad calculando los posibles futuros basados en cualquiera de las elecciones. Muchas conducían a su muerte; todas salvo unas pocas a la muerte de Nava. Sólo en un puñado todo funcionaba tal como él quería.

Cada camino tenía un número infinito de ramales, muchos con unas terribles repercusiones que él no alcanzaba adivinar. Con un poco más de tiempo, hubiese podido tomar una decisión más acertada, pero no lo tenía. Sólo le quedaban 13,7 segundos. Escogió el camino que le pareció el más acertado, el menos malo, basado en parte en sus conocimientos y el resto en su intuición.

—Siento hacer esto, Nava —dijo Caine, con los ojos cerrados.

La muchacha iba a preguntarle de qué hablaba cuando él la sujetó por los brazos y rodó sobre sí mismo para ponerse encima de ella antes de estrellarle la cabeza contra el suelo. El sonido del cráneo contra el suelo de cemento le recordó la detonación de un fusil.

Luego todo se volvió negro.

Caine miró a Jasper y Doc, que intentaban mantener en posición la improvisada barrera; había muchísimas cosas que deseaba decirles a cada uno de ellos, pero sólo le quedaban 9,2 segundos.

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