Ella se ruborizó como una colegiala.
—El placer ha sido mío —contestó, y le apretó el muslo por debajo de la mesa.
Caine tenía ahora casi diecinueve mil dólares.
Lo justo.
Nava despertó y lo primero que hizo fue arrancarse la mascarilla de oxígeno e intentar sentarse, para saber dónde se encontraba. La habitación era espartana; paredes blancas, suelo de linóleo gris, muebles baratos. Era obvio que no se trataba de un hospital. Se parecía más a un laboratorio; había cuatro ordenadores en una hilera debajo de una pizarra llena de ecuaciones. Junto a la camilla había una mesa metálica con ruedas y tres estantes llenos de jeringuillas, escalpelos, vendas y medicamentos.
Mientras miraba en derredor, oyó que se giraba el pomo de la puerta. En un movimiento instintivo buscó la pistola y entonces se dio cuenta de que estaba desarmada. Incluso la daga que siempre llevaba sujeta a la pantorrilla había desaparecido. Tendría que improvisar. Cogió uno de los escalpelos y lo sostuvo apretado contra el muslo, debajo de la delgada sábana de algodón que la cubría. Notó la frialdad del metal contra la piel.
Preparada para lo que pudiera ocurrir, miró al hombre delgado que entró en la habitación. Cuando vio que estaba despierta, se acomodó la pajarita con un gesto nervioso.
—Hola, señorita Vaner —dijo con una sonrisa torpe—. ¿Cómo se encuentra?
—¿Quién es usted? —preguntó Nava, que miró fija y desconfiadamente al hombre de la pajarita—. ¿Cómo sabe mi nombre?
—Me llamo Peter. Soy un conocido de David. Él me pidió que la trajera aquí.
—¿Dónde es aquí?
—Mi laboratorio.
Nava deseó frotarse los ojos. Nada de aquello tenía sentido.
—¿Cuándo se puso en contacto con usted?
—Me llamó alrededor de las cinco y cuarto.
Nava recordó que Caine se había excusado antes de abandonar el bar. Claro, había ido a utilizar el teléfono. Pero sólo porque las horas cuadraran no significaba que el hombre le estuviera diciendo la verdad.
—¿Qué le dijo? Exactamente.
El hombre miró al techo durante un instante y luego se aclaró la garganta.
—Dijo que… dijo que mi socio había asesinado a una de sus licenciadas en prácticas.
—Julia Pearlman.
El hombre parpadeó varias veces antes de responder.
—Sí. Al principio no lo creí, pero a la vista de la desaparición de mi socio y la muerte de Julia, no pude por menos de preguntarme si habría algo de verdad en sus palabras. El caso es que David me dijo que estaba enterado de las pruebas que había hecho para mi compañero… como las que le hice a él… y que si no hacía lo que me pedía, me implicaría en todo este terrible asunto.
A Nava la cabeza le daba vueltas. Había algo que no encajaba. Apretó con fuerza el escalpelo.
—¿Usted le hizo las pruebas a David?
El hombre asintió.
—¿Usted es Paul Tversky?
—Oh, no. —El hombre negó con la cabeza—. Paul es… era… mi socio. Mi nombre es Peter Hanneman.
Nava se sintió desconcertada.
—¿Tiene usted una foto de su socio?
—Pues sí. —El doctor Hanneman señaló una fotografía enmarcada colgada en la pared. En ella aparecía con un brazo sobre los hombros de un hombre con el pelo desgreñado y vestido con una bata blanca. Nava lo conocía, aunque no como Tversky, sino por el apodo: Doc.
Fue como si se le hubiese caído encima una pared de ladrillos. Tversky y Doc eran la misma persona. Durante todo ese tiempo, lo había tenido delante mismo de las narices. No lo comprendía. Habían hablado de las pruebas, y… entonces lo comprendió. Ella había dado por sentado que Tversky había realizado las pruebas personalmente. Por lo tanto, cuando le dijo a David que el científico que había realizado las pruebas estaba conspirando en secreto contra él, éste seguramente había creído que se refería a Peter Hanneman en lugar de Paul Tversky.
—Julia también mencionó a «Petey» —manifestó Nava, más para ella misma que para el científico.
—Sí, así lo llamaban algunas de sus estudiantes. Es un apodo hecho a partir de sus iniciales. Paul Tversky. P. T. Petey.
Nava sacudió la cabeza cuando la última pieza encajó en su lugar.
—Continúe.
—Paul dijo que quería ayudar a David con sus problemas de dinero pero que no quería avergonzarlo. Por eso me pidió que le ofreciera dos mil dólares para que se sometiera a algunas pruebas. Creí que todo era teatro. No tenía ni idea de que Paul estuviese utilizando la información para alguna cosa.
—Un momento —le pidió Nava, que intentaba aclararse—. ¿Qué más le dijo David cuando lo llamó?
—Me dio la dirección de un apartamento en Brooklyn y la hora que debía estar allí. Dijo que cuando llegara usted necesitaría atención médica, así que llevé todo lo necesario que tenía en el laboratorio. Cuando llegué allí usted salía de un edificio en llamas. Presentaba síntomas de asfixia. No soy doctor en medicina, pero conozco la anatomía humana y los primeros auxilios, así que pude reanimarla. La traje aquí y le curé las heridas. —Hanneman señaló las manos vendadas de la muchacha.
—¿Sabe dónde está su socio ahora?
El científico negó con la cabeza.
—Mierda —exclamó Nava. Movió las piernas fuera de la camilla y apoyó los pies en el suelo.
—Espere, no puede marcharse.
—Pues mire cómo lo hago.
—No. —Hanneman se colocó delante de ella y levantó los brazos como si pretendiera detener a un tren de carga—. David quiere que se quede aquí y descanse. Dijo que cuando la necesite, la llamarán.
—¿Quiere decir que él me llamará?
—No… estoy seguro. Me dio la impresión de que enviaría a algún otro. —Hanneman bajó los brazos—. Por favor, le estoy diciendo la verdad.
A Nava le bastó mirarle el rostro, donde se reflejaba su miedo, para saber que no le mentía. Se sentó de nuevo y cruzó los brazos sobre el pecho. No podía esperar allí. Tenía que hacer algo. Entonces se dio cuenta de lo que echaba en falta. Había desaparecido la mochila. En el momento en que iba a levantarse, Hanneman la detuvo.
—Ah, David también dijo que no se preocupara por las… armas. Afirmó que ya las tendrá cuando sea el momento.
Un escalofrío recorrió la espalda de Nava. Era como si Caine le hubiese leído la mente.
David era de verdad el demonio de Laplace.
—¿Cómo está? —preguntó Paul Tversky, que contemplaba muy inquieto cómo bajaba y subía el pecho de Jasper.
—Descansa. —Forsythe echó una última mirada a las lecturas del electroencefalograma del sujeto antes de volverse—. Pero es mucho más importante cómo te encuentras tú.
—Mejor, ahora que estoy aquí —respondió Tversky—. Tus hombres son realmente impresionantes.
—Mucho me temo que no lo suficiente.
—¿Se sabe algo de David? —preguntó Tversky, con una voz vacilante.
—No —dijo Forsythe, irritado—. Pero sólo es una cuestión de tiempo. ¿No se te ocurre dónde podría estar?
—Ni idea. Pero si de verdad conozco a David no tardará mucho en aparecer. Mientras tengamos a su hermano, David no desaparecerá.
—Me tranquiliza saberlo. —Forsythe dedicó unos momentos a la resonancia magnética del cerebro de Jasper antes de continuar la conversación con su colega—. Si no te molesta que te lo pregunte, ¿qué te llevó a descubrir que el lóbulo temporal era la clave?
—Verás —respondió Tversky, que se animó rápidamente al ver que la conversación volvía al campo teórico—, estaba leyendo un artículo donde se planteaba que el lóbulo temporal derecho mesial, el hipocampo y las estructuras límbicas lobulares asociadas estaban relacionadas con las experiencias extracorporales. Un médico suizo estudió los casos de pacientes con patologías en el lóbulo temporal. Después comparó sus experiencias con pacientes normales que habían recibido estimulación eléctrica directa en el lóbulo y pacientes a los que habían suministrado productos como el LSD y quetamina para excitar sus neurotransmisores.
«Muchos de los pacientes "estimulados" informaron de alucinaciones visuales y auditivas, mientras que otros describieron haber tenido visiones similares a aquellos que habían pasado por experiencias cercanas a la muerte. Otros experimentaron sensaciones de
déjá vu
o jamais vu. Comprendí entonces que todos esos síntomas eran similares a los de una aura epiléptica antes de un ataque, cosa que por supuesto me recordó los experimentos de Hans Berger en los años treinta. Después de eso, sólo fue cosa de ir uniendo los cabos.
—¿Qué crees que está ocurriendo a escala psicológica? —preguntó Forsythe.
—Todavía no estoy muy seguro. —Tversky se rascó la barbilla—. Pero si tuviese que adivinar, diría que el lóbulo temporal quizá permite al cerebro el acceso a realidades no locales.
—¿Realidades no locales? —Forsythe había oído antes la expresión pero sólo comprendía vagamente su significado.
—Como estoy seguro de que ya sabes —explicó Tversky—, de los doce quarks y doce leptones que componen toda la materia, sólo un puñado existen en nuestro universo. El resto no existe en absoluto o desaparecen al cabo de un nanosegundo. No obstante, muchos físicos modernos creen que existen en otros universos: universos paralelos, o realidades no locales, que coexisten junto a la nuestra con diferentes propiedades físicas, y sostienen que, a diferencia de nuestro universo, que está hecho de quarks y leptones, esos universos paralelos están hechos de otras parejas de leptones.
—Fascinante —afirmó Forsythe, a pesar de que en realidad había entendido muy poco de la explicación de Tversky. Siempre había considerado que la mecánica cuántica era demasiado abstracta para dedicarle mucha atención. Comprendía que los físicos habían descubierto ladrillos subatómicos que no existían en el universo conocido, pero no veía que fuera tan importante. Después de todo, ¿cuál era el valor de estudiar construcciones hipotéticas que nunca serían observadas en nuestra propia realidad?
—En esencia —prosiguió Tversky—, creo que el lóbulo temporal derecho permite las interacciones entre nuestra mente consciente y las realidades no locales. A mi juicio, las alucinaciones y los acontecimientos precognitivos que David Caine experimentó son el resultado de que su lóbulo temporal derecho tuviera acceso a la información de una realidad no local sin tiempo ni espacio.
—Algo que es posible porque según la mecánica cuántica, el tiempo y el espacio no son constantes, y por lo tanto, sólo existen fuera del tiempo —manifestó Forsythe en un intento por demostrar que conocía la teoría de la relatividad de Einstein.
Tversky asintió con entusiasmo.
—¿Qué pasa con las auras y los ataques? —preguntó Forsythe.
—Las auras son manifestaciones conscientes que ocurren cuando el cerebro se conecta con las realidades no locales. Sin embargo, dicha conexión incrementa drásticamente la actividad neuronal, cosa que a su vez pone en marcha el ataque.
—¿Como meter el dedo en un enchufe?
Tversky frunció el entrecejo al oír el burdo ejemplo de su colega.
—Sí, algo por el estilo.
Forsythe, un tanto avergonzado, se apresuró a formular otra pregunta para hacer que Tversky continuara hablando.
—¿Has encontrado otros trabajos que respalden tus teorías?
—Unos pocos, pero sin mayor trascendencia. Hace algunos años se publicó un estudio muy polémico donde se decía que algunos practicantes del Qi Gong chino eran capaces de afectar el espectro de la resonancia magnética nuclear de ciertas sustancias químicas sólo con la mente.
Forsythe asintió. Había oído hablar del Qi Gong pero siempre había creído que se trataba de un culto. No obstante, sabía que sus técnicas de meditación eran objeto de estudio en todo el mundo.
—En otro estudio —añadió Tversky—, un científico alemán demostró que los maestros de yoga podían alterar significativamente sus ondas cerebrales a través de la meditación profunda. Por supuesto, también está el hecho bien conocido de que los psíquicos profesionales a menudo presentan lecturas atípicas en los electroencefalogramas del lóbulo temporal.
—Háblame del gemelo —dijo Forsythe—. ¿Presenta las mismas capacidades que el sujeto Beta?
Tversky observó a Jasper en el monitor durante un momento antes de responder:
—A veces. Hubo un par de ocasiones, cuando pareció saber cosas que era imposible que conociera como llamarlo al móvil cuando recogí a David…
—Ahora que lo mencionas —le interrumpió Forsythe—, ¿cómo es que conducías por la carretera junto a las vías en Filadelfia en el preciso momento en que el sujeto Beta necesitaba escapar?
Tversky lo miró con una expresión de enfado.
—Tu planteamiento es incorrecto, James. Mi presencia en el lugar fue un hecho al azar. La pregunta que deberías formular es cómo supo David que yo estaría allí. Él orquestó el encuentro, aunque no sé cuál fue el propósito…
Forsythe asintió. No acababa de creerse las palabras de su colega porque la coincidencia le seguía pareciendo un tanto exagerada, pero tampoco se le ocurría otra explicación.
—Volvamos al gemelo…
—No se puede negar que tiene ciertas capacidades, aunque de ninguna manera son tan notables como las de su hermano. Te sugiero que cuando se despierte dejes que sea yo quien hable con él. Tengo una idea sobre cómo conseguir que coopere. Además, me gustaría probar una teoría antes de que traigas a David aquí.
—¿Qué teoría es esa?
—Creo saber la manera de evitar que David utilice su don. Ahora que la puerta está abierta y puede conectar su mente consciente con las realidades no locales, espero que le resultará mucho más sencillo acceder a ellas.
—¿Por qué es eso un problema? —preguntó Forsythe—. ¿No es eso lo que queremos?
—Sí, pero no si utiliza el don para encontrar la manera de escapar.
—Por supuesto —admitió Forsythe.
—Pero si acierto —prosiguió Tversky—, creo saber la manera de evitarlo. La manera de desconectar a Caine.
—¿Jasper, Jasper, me oyes? Despierta.
Algodón. Su cerebro se había convertido en algodón. Jasper se esforzó para abrir los párpados, pero le pesaban demasiado.
Alguien le sacudía el hombro. Una vez más, intentó abrir los ojos; ahora los párpados le pesaban menos. Poco a poco consiguió enfocar la habitación. Era muy blanca, de un blanco que casi lo cegaba. El aire era frío. Tosió. Tenía la boca seca, la lengua como un trozo de papel de lija. Tenía un vendaje en un brazo que sujetaba una aguja.