Después de perder la última apuesta, Caine se levantó y se marchó en silencio. En la calle, metió las manos en los bolsillos para protegerlas del frío. El solitario billete de veinte dólares le rozó los nudillos, como si se burlara de él. Caine ni siquiera tenía ganas de gastarlo en el propósito inicial: emborracharse.
Emprendió el regreso a su casa por el camino más largo, aterido de frío durante las dos horas de trayecto, sin dejar de maldecirse a sí mismo ni un solo instante. ¿Cómo podía haber sido tan rematadamente estúpido? ¿No tenía bastante con deberle doce mil dólares a Nikolaev sino que además había tenido que perder sus últimos cuatrocientos dólares?
Caine se preguntó como de pasada si Peter no tendría otro experimento en el que pudiera participar.
Delante del edificio donde vivía su hermano, Jasper consultó su reloj por quinta vez en el mismo minuto: las 12.19.37, siete horas desde que David había entrado en el garito. La Voz dijo que ellos no tardarían en llegar. Jasper había querido coger el arma, pero la Voz dijo que no, así que él dejó el arma en la mesita de centro.
Consultó de nuevo su reloj en el momento en que la lectura digital cambiaba a las 12.20.00. Ya casi era la hora. A pesar del frío, Jasper sudaba copiosamente, consciente de la paliza que estaba a punto de soportar. No era la primera vez que le daban una paliza, pero siempre había sido a manos de los enfermeros del Mercy y acababan con una gratificante inyección de Thorazine. Nunca había participado en una pelea callejera y estaba seguro de que esa noche no habría una posterior gratificación farmacéutica.
Pero la Voz dijo que él debía proteger a David, así que allí estaba.
«Ya llegan. Relájate. Pronto acabará».
En aquel mismo instante, un coche negro aparcó junto al bordillo, con los faros encendidos. El conductor se apeó del Lincoln sin molestarse en apagar el motor. Un segundo más tarde, estaba delante de Jasper, con una expresión furiosa. Jasper apenas si tuvo tiempo de recordar el nombre del gigante ruso antes de que Kozlov le diera un puñetazo en el estómago. El aire escapó de sus pulmones y Jasper se dobló por la cintura. El matón le cogió un mechón de pelo y lo obligó a levantarse para golpearlo en la barbilla. Perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, la bota de Kozlov le aplastaba el rostro contra la acera helada.
—Vitaly quiere que te dé un mensaje, Caine. Dice que recuerdes que tu dinero no es para jugártelo, sino para pagar. Si tienes más dinero, le pagas a Vitaly. No te lo gastas con los amarillos, ¿vale?
La bota de Kozlov continuó aplastándole la cara hasta que Jasper se dio cuenta de que debía dar una respuesta.
—¡Sí, sí! ¡Vale!
—Bien.
Kozlov apartó la bota y a Jasper le pareció sentir que su cráneo recuperaba la forma. Luego aquél buscó en los bolsillos de Jasper hasta que dio con la cartera, pero el ruso se la arrojó a la cara al ver que sólo contenía un dólar. La Voz le había advertido que la vaciara. El matón se agachó para poner su rostro casi pegado al de Jasper.
—Nos veremos dentro de cinco días —dijo y le dio otro puñetazo en la boca a modo de despedida. La cabeza de Jasper rebotó en la acera y una vez más perdió el conocimiento.
Tversky no se permitió respirar hasta después de echar el cerrojo. Lo había conseguido. Dejó la bolsa en el suelo y se desplomó en una butaca. Con los ojos cerrados, intentó analizar todo lo que había ocurrido en los últimos treinta minutos. Su mente trabajaba a gran velocidad y sólo se detenía unos instantes para analizar un detalle más a fondo y luego continuaba.
Procuró centrarse. Todo había sucedido a una velocidad de vértigo. Necesitaba una copa. Fue hasta el bar, se sirvió cuatro dedos de whisky de malta, bebió un buen trago y disfrutó con el calor de la bebida. De pie se acabó la copa y después se sirvió otra. Cuando finalmente volvió a sentarse, el mundo le pareció un lugar más amable.
—Mejor —dijo en voz alta—. Muchísimo mejor.
Se acabó la segunda copa antes de poner la cinta en el vídeo. Se sirvió una tercera. Media botella más tarde, apuntó el mando a distancia y con mano temblorosa apretó el botón de encendido.
Se observó a sí mismo en la pantalla, hechizado por la brillante imagen. Dijo la hora y la fecha, y después presentó al sujeto Alfa (a él le resultaba más fácil hacerlo de esta manera, pensar en ella sólo como una parte más del experimento, más que como una persona… una persona a la que había asesinado), que ya estaba inconsciente en la camilla. Luego le inyectó la dosis que ahora sabía que sería la última.
El electroencefalograma aparecía en una esquina de la pantalla, cuatro líneas que subían y bajaban suavemente. Al principio sólo las ondas zeta subían con alguna intensidad mientras que las demás languidecían como una onda en un lago. Luego la máquina comenzó a pitar y todas las ondas mostraron picos, cada vez más altos, como la gráfica de un tsunami. Puso el vídeo en cámara lenta, con los ojos fijos en la pantalla, en un intento por ver dónde se había equivocado y en qué había acertado.
Pero no había nada que ver. Sólo otro encefalograma imposible y la imagen de una mujer cuyos ojos se movían con tanta rapidez debajo de los párpados cerrados que daban la impresión de que estallarían en cualquier momento. Luego ella vomitó, cayó de la camilla bruscamente y quedó fuera del campo visual de la cámara. La imagen en la pantalla en esos momentos sólo mostraba la camilla vacía.
Apretó el botón para que el vídeo volviera a la velocidad normal y escuchar de nuevo sus últimas palabras. Subió el volumen. Con el siseo de la cinta, su voz, apenas un poco más que un susurro, sonó con un tono siniestro. Habló exactamente durante tres minutos y doce segundos, y la voz subía y bajaba como si le estuviese hablando mientras viajaba por una montaña rusa.
Algunos fragmentos eran del todo incoherentes, pero otros eran muy lúcidos e incluían instrucciones detalladas para todos los escenarios posibles. Después de ver la filmación seis veces, apagó el televisor. El silencio reinó en la habitación, pero las primeras palabras del sujeto Alfa llenaron su mente.
«Mátalo. Mata a David Caine».
Había rezado para que las instrucciones hubiesen sido otras cualquiera. Pero ahora, después de escuchar el ronco susurro una y otra vez, no había manera de negarlo. Si quería obtener ese conocimiento, no podía hacer otra cosa que lo que ella le había dicho.
Fue tambaleándose hasta su mesa y entró en internet. Esperó a que se cargara la página de inicio y luego escribió un nombre junto al logo de Google; menos de un segundo después en la pantalla aparecieron las diez primeras páginas de 175.000. Marcó la séptima, tal como había dicho Julia. La página principal de esa web advertía:
La información contenida en esta página trata de actividades y dispositivos que pueden violar diversas leyes federales, estatales y locales. Los responsables de esta página no abogan por el incumplimiento de ninguna ley y no tienen ninguna responsabilidad legal por el uso que se pueda hacer de su contenido. Nuestros archivos SÓLO TIENEN UN PROPÓSITO INFORMATIVO.
Por favor clique «Entrar» si ha leído y acepta los términos y condiciones antes expuestos.
Tversky clicó rápidamente en el hipervínculo. Cuando se cargó la pantalla, comenzó a leer.
Nava se dejó caer en su silla Aeron negra, que se movió suavemente mientras se acomodaba a su peso. Encendió la lámpara que únicamente iluminaba el teclado con una suave luz blanca y dejó en sombras el resto del despacho.
Apretó el pulgar en el lugar indicado en la pantalla. Hubo un fugaz destello y su pulgar se iluminó con un color rosa fuerte. En la pantalla plana aparecieron tres palabras: «HUELLA DACTILAR CONFIRMADA».
Había entrado. No se molestó en leer ninguna de las últimas actualizaciones de la información sacadas del ordenador de Tversky. Navegó por el sistema hasta que llegó a la aplicación conocida vulgarmente como «La guía telefónica».
El programa estaba conectado a todas las bases de datos del gobierno, incluidos los de la CIA, el FBI, la Seguridad Social, los servicios de inmigración y, por supuesto, el de Hacienda. Si el hombre que había mencionado Julia Pearlman existía, la guía telefónica se lo diría.
Como no estaba muy segura de la ortografía del nombre, escribió varios.
APELLIDO: cañe, cain, caine, kame, kain, kaine.
NOMBRE: david
CIUDAD: nueva york
ESTADO: ny
Apretó «Entrar» y esperó mientras el ordenador buscaba en las bases de datos. No tuvo que esperar mucho.
LA BÚSQUEDA HA ENCONTRADO SEIS RESULTADOS.
1. Cañe, David L. 14 Middaugh Street, Brooklyn, NY
2. Cain, David P. 300 West 197th Street, Manhattan, NY
3. Caine, David M. 28 East lOth Street, Manhattan, NY
4. Caine, David T. 945 Amsterdam Avenue, Manhattan, NY
5. Kane, David S. 24 Forest Park Road Woodhaven, NY
6. Kain, David. 1775 York Avenue, Manhattan, NY
INTRODUZCA EL NOMBRE PARA UNA NUEVA BÚSQUEDA.
Nava se centró en la segunda y cuarta entradas, porque ambas direcciones estaban en un radio de seis manzanas de la universidad de Columbia. Marcó «Cain, David P».. Hubo una breve pausa y después la pantalla se llenó con la información. La mirada de Nava recorrió la página, atenta a cualquier detalle que le llamara la atención, pero no había nada. Sólo un neoyorquino medio que tenía muchas deudas y pagaba un alquiler demasiado caro.
Pasó a la siguiente entrada y clicó «Caine, David T».. Abrió mucho los ojos en cuanto vio que era un estudiante de Columbia.
Tenía que ser el que había mencionado Julia. Miró la fotografía del pasaporte. David T. Caine le devolvió la mirada, con una expresión dura en los ojos, y la sombra de una sonrisa en las comisuras de los labios, como si supiese que ella lo estaba mirando.
Nava leyó el resto del archivo; memorizaba la información sobre la marcha. Cuando acabó, volvió a la foto.
—¿Por qué es tan importante, señor Caine? —preguntó. Lamentaba no haber tenido más tiempo para hablar con Julia. De pronto oyó el sonido de unas suaves pisadas. Alguien se acercaba. Nava apenas tuvo el tiempo justo de borrar la pantalla cuando Grimes apareció en el círculo de luz. Le dio un buen mordisco a una manzana y se sentó al otro lado de la mesa. Le dirigió una sonrisa que dejó ver sus dientes amarillentos mientras masticaba.
—¿Quieres un poco? —le preguntó mientras le ofrecía la fruta.
—No gracias —respondió Nava, que intentó disimular el asco—. Ya he comido.
Grimes hinchó los carrillos y después tragó sonoramente.
—Tú misma. —Dio otro mordisco, más grande que el anterior, y continuó comiendo. Se reclinó en la silla y apoyó los pies descalzos en la mesa.
—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó Nava.
—Quizá. ¿Quién sabe? —contestó Grimes, con la boca llena.
El tipo era algo increíble.
—Te lo diré de otra manera: ¿qué quieres?
—Nada. Sólo estoy pasando la noche como tú y me acerqué para decirte hola.
—Hola —replicó Nava.
Grimes dio otro mordisco y masticó el bocado con la boca abierta y la mirada fija en el techo. Era obvio que no haría caso de la indirecta.
—En ese caso, si no quieres nada más, continuaré con mi trabajo —añadió Nava.
—Claro, ningún problema —dijo Grimes, aunque no hizo el menor gesto de que fuera a marcharse. Nava le dirigió una mirada furiosa—. Vale, vale, me voy. Diablos, sólo intentaba ser sociable. —Se levantó pero se detuvo cuando estaba a medio camino de la puerta—. Por cierto, ¿cómo has sabido lo de David Caine?
Nava mantuvo la cara de póquer.
—¿A qué te refieres? —preguntó con la voz tranquila.
—Estabas mirando su archivo, ¿no?
—¿Por qué crees eso?
—Lo creo porque lo sé, tía —dijo Grimes y dio otro mordisco a la manzana—. Tengo controlados todos los archivos en los que trabajo para saber quién accede a ellos y cuándo lo hacen.
—¿Por qué estás trabajando en el archivo de David Caine? —preguntó Nava, esta vez con un tono coqueto.
—El doctor Jimmy, quiero decir Forsythe, quiere toda la in-formación que tenemos de Caine antes de que tú lo pilles mañana.
Nava se sintió desconcertada. Dejó que su mano se apoyara en la pierna para tocar el arma guardada en la funda sujeta a la pantorrilla. Resistió el impulso de desenfundarla y estrellársela contra la sien. Con un tono lo más despreocupado posible, preguntó:
—No estaba enterada de que mañana tuviese que «pillar» a alguien, y mucho menos a David Caine.
—Bueno, todavía no es oficial, pero sé cómo piensa el doctor Jimmy. Querrá tener a Caine a buen recaudo.
—¿Por qué?
Grimes la miró como si ella fuese una idiota.
—Porque es el sujeto Beta. —Dio un último mordisco a la manzana y arrojó el resto a la papelera. Pegó en el borde y cayó al suelo. Grimes no se molestó en recogerlo—. El otro día metí un espía en el ordenador de Tversky —dijo con un tono de orgullo—, de forma tal que cada vez que elimina un archivo que está copiado en alguna otra parte, el ordenador me lo envía automáticamente. Esta noche me hice con todo el botín. Al parecer Tversky borró todos los archivos alrededor de la medianoche. La mayoría ya los tenía, pero en uno de los nuevos aparece toda la ficha médica de David Caine, y lo identifica como el sujeto Beta. Dado que nadie más ha visto esa información, me preguntaba cómo lo has sabido.
—Vigilancia de cerca —manifestó Nava, como si eso respondiera a todas sus preguntas.
—Ah, lo viste cuando se reunió con Tversky, ¿no? —preguntó Grimes, impresionado—. Me gusta eso del espionaje. Es guay. En cualquier caso, dado que el doctor Jimmy está muy cabreado porque no sabe quién es el sujeto Alfa, estoy seguro de que querrá capturar al sujeto Beta en menos que canta un gallo.
Nava asintió.
—Bueno. Tengo que volver a mi ordenata. Tengo un torneo de Halo dentro de cinco minutos. Nos vemos.
Sin esperar respuesta, Grimes se alejó en la oscuridad hasta el siguiente círculo de luz en el pasillo. Nava se pasó una mano por el pelo. Si Grimes tenía razón en cuanto a Forsythe, entonces las cosas acababan de complicarse mucho más.
Deseó haber tenido más tiempo para trazar un plan, pero el reloj seguía corriendo. Accedió rápidamente a los planos del apartamento de Caine en los ordenadores del ayuntamiento, cogió el abrigo, la mochila y un macuto negro, y salió del apartamento. En la calle llamó a un taxi.