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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (18 page)

BOOK: El Teorema
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No había ninguna explicación racional. Pero eso no era exactamente la verdad. Había una explicación plausible y muy racional, sólo que él no quería admitirla: la medicación contra los ataques lo había llevado más allá del límite; se estaba volviendo loco. Todo esto era parte de un episodio esquizofrénico, una alucinación increíblemente real.

Pero había sucedido. Bastaba con mirar sus prendas chamuscadas, ¿no? Pero ¿no sería eso también una alucinación? ¿Podía ser que estuviese vagabundeando por la ciudad con las prendas impecablemente limpias y que él creyese que estaban chamuscadas y olían a humo? Eso no tenía más sentido que… ni siquiera se atrevía a pensarlo. Diablos, ¿por qué no? No tenía más que decir la palabra: precognición.

Así que era eso a lo que se enfrentaba.

¿Qué era más lógico: que estuviese loco o que hubiese adquirido poderes paranormales? Tenía que recuperar el control de sí mismo. Necesitaba hablar con alguien. Mientras cruzaba una calle, sacó el móvil. Vio en la pantalla que tenía tres llamadas perdidas. Eso no era exactamente así, dado que no las había perdido en absoluto, sólo las había evitado.

¿A quién llamas cuando te estás volviendo loco? Sólo había una respuesta correcta. Caine buscó en la agenda del móvil, seleccionó el nombre apropiado y luego apretó la tecla de llamada. La voz en el otro extremo respondió después del primer timbrazo.

«Hola, soy Jasper y éste es mi contestador automático». Bip.

Caine pensó en dejar un mensaje, pero decidió no hacerlo. ¿Qué diría? «Hola, Jasper, me estoy volviendo loco. Llámame». Guardó el móvil y de inmediato comenzó a vibrar. Miró la pantalla antes de responder, sólo por si era Nikolaev. No lo era. No conocía el número, pero sí el prefijo: era alguien de Columbia.

—¿Hola? —dijo Caine, con voz insegura.

—David, me alegra encontrarlo. Soy Peter.

Caine permaneció en silencio.

—Escuche, iré directamente al grano. Creo que tengo una oportunidad que podría interesarle. Unos dos mil dólares.

—¿Ha dicho dos de los grandes?

—Sí.

—Tiene toda mi atención.

—Ahora mismo estoy realizando un estudio y creo que usted podría ser un buen candidato…

Caine contempló el techo y comenzó la cuenta atrás a partir de cien. Odiaba las agujas, pero valía la pena; al cabo de unos diez minutos se embolsaría dos mil dólares. El técnico de laboratorio retiró la hipodérmica del brazo de Caine y puso un trozo de gasa sobre el pinchazo.

—Sujételo durante un minuto —dijo distraídamente mientras ponía las etiquetas en los tres tubos de ensayo con la sangre. Caine obedeció, feliz de que los acontecimientos del día estuviesen llegando a su término. No recordaba que le hubiesen hecho tantas pruebas desde la primera vez que le habían diagnosticado que padecía epilepsia. Cuatro resonancias magnéticas, cuatro escáneres cerebrales, un análisis de orina y otro de sangre. Peter había sido muy reservado cuando Caine le había preguntado cuál era el tema del estudio, pero no insistió a pesar de la curiosidad. Lo único importante era que le pagarían en el acto.

Después de haber hablado con Peter el día anterior, había llamado a Nikolaev para llegar a un acuerdo. Vitaly había aceptado no acosarlo y Caine había aceptado pagarle dos mil a la semana durante siete semanas, o sea un total de catorce mil dólares. Caine no tenía idea de dónde sacaría el dinero para el segundo pago, pero a Nikolaev no le ayudaría saberlo. Caine sólo necesitaba tiempo. Si lo conseguía, ya se le ocurriría algo.

Una hora después del último análisis de sangre, Caine entró en Chernóbil; Nikolaev y Kozlov lo estaban esperando. Kozlov miró a Caine, como si deseara tener alguna razón para darle una paliza. Caine intentó no hacerle caso y se centró en Nikolaev.

—Hola, Vitaly.

—Caine, me alegra mucho ver que te has recuperado —manifestó Nikolaev con una gran sonrisa—. Estás un poco pálido, ¿no?

—Ha sido un día un poco largo —respondió Caine, que se sentía un tanto desfallecido después del examen médico, que había durado cinco horas.

Nikolaev asintió. Caine sabía que al ruso no le importaba en absoluto cómo se sintiera siempre que le pagara. Nikolaev apoyó una mano pesada en el hombro de Caine.

—Vayamos abajo y charlemos.

Caine siguió a Nikolaev hasta el sótano. Tuvo que agacharse para bajar por la empinada escalera, con Kozlov pegado a los talones. En el interior del
podvaal
, tuvo que parpadear varias veces hasta que sus ojos se habituaron a la penumbra. En una esquina estaban jugando una partida, la mayoría eran habituales. Caine saludó a algunos de ellos con un gesto y aquellos que no participaban en la mano le devolvieron el saludo.

Caine entró en el pequeño despacho, donde sólo había lugar para un diván, una mesa pequeña y una silla giratoria. Se sentó en el diván, que tenía el tapizado cubierto de quemaduras de cigarrillo; Nikolaev se sentó a la mesa. Kozlov permaneció de pie, con su corpachón apoyado en la pared como si estuviese aguantando el edificio.

Sin esperar a que se lo pidieran, Caine sacó un grueso fajo y contó veinte billetes de cien dólares. Nikolaev cogió un billete al azar y lo sostuvo a contraluz para ver la marca de agua. En cuanto estuvo satisfecho, cogió todos los billetes y los hizo desaparecer en un bolsillo de su americana.

—Siento lo de tu apartamento —dijo Nikolaev—, fue sólo una cuestión de negocios.

—Por supuesto —aceptó Caine, como si fuese una práctica habitual robarle a un hombre el televisor, el vídeo y el equipo de sonido.

Nikolaev se inclinó hacia delante, con las palmas de las manos apoyadas en la mesa.

—Dime, ¿de dónde sacarás el dinero para pagarme? Sólo lo pregunto porque me preocupa que éste sea el primer y último pago.

Caine se levantó y le sonrió con toda tranquilidad.

—No te preocupes; lo tengo todo arreglado.

Nikolaev asintió. Caine estaba seguro de que el ruso no le creía, pero no le importaba. Si Caine no se presentaba con otros dos mil al cabo de una semana, Kozlov le rompería un brazo. Así de sencillo. Nikolaev también se levantó y le estrechó la mano, con un apretón un tanto fuerte y una mirada fría y aguda.

—¿Quieres quedarte a comer? Invita la casa.

—Gracias, pero ya he comido —contestó Caine. Lo que menos deseaba era quedarse con Nikolaev ni un segundo más de lo necesario—. Quizá la próxima vez.

—Claro —dijo Nikolaev—. La próxima vez.

Capítulo 11

El doctor Tversky leyó la ficha médica de Caine por quinta vez. Se la sabía casi de memoria, pero aún se sentía obligado a leerla de nuevo, con un interés especial en los niveles de dopamina de Caine y el análisis químico del medicamento experimental contra los ataques. Estaba todo en orden. El médico de Caine había dado con el agente detonante sin ni siquiera darse cuenta. Todo lo que debía hacer Tversky ahora era modificar la fórmula actual y entonces…

Se resistía a probar la nueva medicación con Julia antes de hacer un ensayo en animales, pero el reloj no detenía su paso. Ella misma lo había dicho: en cualquier momento se corría el riesgo de que el precario equilibrio de su química cerebral sufriera una modificación, y él perdería su oportunidad. El error no era la acción, sino la inacción. Tenía que comenzar ahora.

Volvió su atención a la ficha, la leyó de nuevo para asegurarse de que no había pasado nada por alto. Sólo tendría una oportunidad, así que necesitaba que su triunfo fuera seguro. Si lo conseguía, entonces sabría cuáles debían ser los pasos siguientes. En realidad, sabría más que eso.

Lo sabría todo.

—¿Está preparado? —El señor Sheridan estaba tan nervioso que daba la impresión de que en cualquier momento reventaría las costuras de su traje barato. A Tommy, la enorme sonrisa de plástico del agente publicitario de la Powerball le provocaba náuseas.

«Sólo son nervios, nada más —pensó—. Estás nervioso porque estás a punto de ser famoso».

Pero Tommy sabía que no era verdad. Tenía ganas de vomitar desde el segundo en que se había despertado, horas antes de que le dijeran que aparecería en la televisión. El ácido que chapoteaba en su estómago no se debía a la inminencia de la fama, sino a que la noche anterior no había soñado.

Hubo un tiempo en que había considerado sus sueños una maldición, cuando habría dado cualquier cosa por pasar una noche sin verse acosado por los gigantescos números resplandecientes. Pero en ese instante comprendía que sin ellos se sentía vacío, solo. Intentó librarse de la sensación.

«Tiene sentido que desaparecieran —se dijo—. Ya no los necesito. He ganado».

Sabía que era verdad, pero eso no le hacía sentir mejor.

—Venga, vamos —dijo el señor Sheridan con su sonrisa gigante, y le dio una fuerte palmada en la espalda. Tommy siguió al señor Sheridan y ocupó su lugar en el pequeño estrado que la Asociación de la Lotería Multiestatal había montado para el acto. Miró a la multitud de fotógrafos pero antes de que pudiera verlos bien lo cegaron veinte fogonazos, que parecieron producirse al mismo tiempo, seguidos rápidamente por los zumbidos y los chasquidos de las cámaras.

Tommy puso su mejor sonrisa, y agradeció sinceramente a la maquilladora los veinte minutos que había dedicado a taparle los granos. Hipnotizado por las luces, se sobresaltó cuando sintió la mano del señor Sheridan en su hombro.

—… nuestro ganador es un cajero de veintiocho años que vive en Manhattan. ¡Ahora vale más de 247 millones de dólares! —La descomunal sonrisa del señor Sheridan se hizo todavía más grande—. Eso, hasta que el tío Sam se lleve su parte. —Los reporteros se rieron cortésmente—. ¡Ahora, sin más demoras, me siento muy feliz de presentarles al señor Thomas DaSouza!

El señor Sheridan se apartó a un lado y empujó a Tommy para situarlo delante de un ramillete de micrófonos instalados en el podio. Se repitieron los fogonazos mientras veinte reporteros gritaban su nombre. El señor Sheridan se inclinó por delante de Tommy.

—Por favor, uno a uno. —Miró a la multitud y después señaló—: Primero escucharemos a Penny y luego a Joel.

Una rubia platino con un traje pantalón rojo brillante se levantó sonriente de su silla.

—¿Cómo se siente ahora que es multimillonario?

Tommy miró al señor Sheridan, quien le señaló los micrófonos con un gesto. Tommy se inclinó un poco, en un intento por hablar en todos los micrófonos.

—De perlas.

Risas.

—¿Cómo escogió los números? —gritó un calvo.

—Los soñé. —En cuanto las palabras salieron de su boca, comprendió que había sido un error, pero ya era demasiado tarde. Los reporteros comenzaron a gritar al unísono.

—¡Uno a uno, uno a uno! —gritó el señor Sheridan—. Curtis, Bethany, Mike y luego Bruce.

Un hombre negro, muy grande, se levantó para llamar la atención de Tommy.

—¿Cuánto tiempo llevaba teniendo esos sueños?

—Creo que casi toda mi vida.

—¿Cómo eran? —preguntó una mujer que se había hecho demasiados estiramientos de piel.

Tommy cerró los ojos por un instante y recordó los grandes globos.

—Eran hermosos.

Durante los siguientes quince minutos a Tommy le preguntaron de todo, desde si creía en Dios a si era republicano o demócrata. Respondió a las preguntas que sabía y tartamudeó «No lo sé» a las demás. Cuando el señor Sheridan dio por acabada la conferencia de prensa, Tommy tenía la sensación de que volaba.

Se sentía feliz. Por primera vez hasta donde conseguía recordar, Thomas William DaSouza se sentía feliz. Pero mientras regresaba a su casa en la limusina que habían puesto a su disposición la buena gente de la Asociación de la Lotería Multiestatal, pensó en sus sueños y en cómo sería su vida si realmente se habían acabado.

Nava intentó encontrar una foto de Tversky, pero no había ninguna. La de Grimes seguramente estaba actualizada en las imágenes del servidor; tendría que comprobarlo más tarde para saber qué aspecto tenía su presa.

Después buscó la información personal. Dos matrimonios y dos divorcios. Tversky vivía solo en un apartamento de un dormitorio. El primer matrimonio había acabado por «diferencias irreconciliables». En el segundo la esposa había acusado a Tversky de crueldad mental y de adulterio con una de sus estudiantes.

La aventura no tendría que haber sorprendido a la segunda señora Tversky, si se tenía en cuenta que ella, también, había sido una de sus estudiantes y probablemente la razón para que se deshiciera el primer matrimonio del profesor. Nava escribió en su agenda que debía pedirle a Grimes que le diera un listado de todas las llamadas telefónicas de las estudiantes para saber con cuál de ellas se acostaba en esa época. Por lo que Nava sabía de Grimes, el tipo disfrutaría espiando sus vidas sexuales.

Nava, aunque probablemente no necesitaría esa información, era una firme partidaria de la sobrepreparación. Si tenía que secuestrar a Tversky, conocer todos los detalles de su vida personal podía ser útil.

Luego volvió su atención al expediente académico. Había acabado la universidad a los diecinueve años, y con matrícula de honor en Matemáticas y Biología. Había hecho su tesis doctoral en la Costa Este, en la Johns Hopkins, de donde había regresado con el título de bioestadístico antes de cumplir los veinticuatro. Después, en su expediente aparecían las mejores universidades: Stanford, Pensilvania, Harvard y luego Columbia. En todos esos años había obtenido varias becas y una de ellas, lógicamente, de la ANS.

Nava sacudió la cabeza. Otro genio convencido de que podría cambiar el mundo con la ayuda de su gobierno. Sí, le habían dado dinero, pero al final se había convertido en otra herramienta política. Ella, también, había sido así de ingenua en una ocasión, una arma de su propio gobierno. Pero gracias a un afortunado cambio en el orden mundial, todo aquello había cambiado una década antes.

Su condición de agente secreto al mejor postor era una ironía si se consideraba que se había criado en el comunismo. Dudaba que Dimitry lo hubiese aprobado, pero ¿cómo hubiese podido culparla? Lo dudaba. Pero no tenía importancia. Dimitry Zaitsev había muerto hacía mucho, estaba tan muerto como Tanja Aleksandrov, la muchacha que había sido antes de convertirse en Nava Vaner.

Cambiar su identidad había sido como ponerse un vaquero nuevo. Al principio era incómodo: prieto en algunos lugares, demasiado flojo en otros. Pero con el tiempo, se había ajustado hasta convertirse en una segunda piel. Poco a poco se había ido olvidando de Tanja, hasta que se convirtió en un recuerdo muy lejano, como el de una vieja amiga que no había vuelto a ver desde la infancia.

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