No obstante, la teoría no fue bien acogida por todos, especialmente por los científicos que eran acérrimos newtonianos y creían en la teoría del determinismo: que el universo estaba gobernado por leyes inmutables y que nada era incierto. Los deterministas creían que todo era consecuencia de alguna causa anterior que se podía predecir perfectamente si la humanidad fuese capaz de comprender las «verdaderas» leyes del universo y su estado actual.
Mientras Forsythe recordaba todo eso, también buscaba la mejor manera de atacar la afirmación de Tversky.
—Descartar a Heisenberg es abrazar el determinismo —opinó Forsythe cautelosamente—. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Quizá lo sea. Desde mi punto de vista, el determinismo nunca ha sido desaprobado del todo.
—¿Qué me dices de Charles Darwin?
Tversky puso los ojos en blanco al oír que Forsythe mencionaba al hombre que había sido uno de los primeros en poner en duda el determinismo. Si bien el principio de la indeterminación de Heisenberg a menudo se consideraba el tiro de gracia (aunque el más abstracto) del determinismo, la teoría de la evolución de Darwin era la más importante y la más fácil de comprender.
Cuando Darwin escribió su revolucionario
El origen de las especies
, ofreció a filósofos y científicos una visión del mundo que no estaba planificada por un poder divino, sino otra que había evolucionado a través de millones de años a través de infinitas mutaciones al azar. Después de la publicación de la obra, en 1859, cualquiera que aceptara la hipótesis de la evolución en lugar del creacionismo también tenía que descartar cualquier idea de predestinación y por lo tanto, el determinismo.
—¿Ahora me sales con que niegas la evolución? Por favor no me digas que eres un creacionista.
Tversky rechinó los dientes por un segundo antes de contestar; Forsythe sonrió. La única cosa que le gustaba más que un debate intelectual era fastidiar a los tipos que vivían en una torre de marfil. Sabía que tildar a Tversky de creacionista era ridículo, pero eso era lo que lo hacía tan divertido. Sin embargo, fue obvio que para Tversky era demasiado, porque de inmediato comenzó a perorar como un pedante.
—Claro que creo en la evolución, a pesar de que el postulado de Darwin de que la evolución y la selección natural resultan de las mutaciones al azar no ha sido demostrado en absoluto. Sólo porque la ciencia moderna no ha sido capaz de determinar qué causa las mutaciones eso no significa que sean al azar. La aleatoriedad es sólo la apariencia de un fenómeno que actualmente es incomprensible. Hay más de 3,2 miles de millones de bases nucleótidas dentro del genoma humano. ¿Quién puede decir que no hay estructuras químicas dentro de los genomas que reprograman intencionadamente las características físicas del hijo de una persona cuando se enfrenta a ciertas adversidades medioambientales como el oscurecimiento de la piel en los climas tropicales o que los pómulos sean más altos en las zonas con vientos muy fuertes?
Forsythe levantó las manos para contener el chaparrón.
—De acuerdo, has dejado claro tu postura. Lo retiro, no creo que seas un creacionista. Pero ¿qué me dices de Maxwell?
James Clerk Maxwell, el tatarabuelo filosófico de Heisenberg, había sido uno de los más brillantes físicos del siglo xix, muy conocido por sus estudios de las ondas electromagnéticas y también de la termodinámica, o movimiento del calor. Su mayor logro había sido el descubrimiento de la ley de entropía, que afirmaba que el calor siempre fluye de un cuerpo a mayor temperatura a otro de menor temperatura hasta que las temperaturas de ambos cuerpos se igualan.
Demostró que cuando se echaba un cubo de hielo en un vaso de agua caliente, el frío del hielo no se transmitía al agua, sino que el calor relativo del agua era absorbido por el hielo. El agua calentaba el cubo hasta que se derretía y todo el líquido alcanzaba el equilibrio térmico. Sin embargo, como Heisenberg, Maxwell no creía mucho en las leyes absolutas y aunque había dedicado la primera mitad de su carrera a intentar descubrirlas, dedicó la última parte a intentar desmontarlas.
Su principal éxito en ese aspecto fue cuando demostró que la segunda ley de la termodinámica no era una ley en absoluto. La famosa segunda ley afirmaba que, en cualquier sistema, la energía tiende a dispersarse y extenderse. Esencialmente la segunda ley se utilizaba para explicarlo todo; desde por qué las piedras no rodaban montaña arriba a por qué una batería agotada no se cargaba súbitamente. La razón era que las dos cosas requerían que la energía se concentrara de manera espontánea, algo directamente opuesto a la afirmación de la segunda ley; que la energía siempre se dispersaba; un sistema siempre fluye hacia el estado de mayor desorden. Así fue como la segunda ley se ganó el apodo de «Flecha del tiempo» porque parecía dirigir el curso del tiempo.
No obstante, Maxwell fue capaz de demostrar que la segunda ley no era absoluta. Lo hizo imaginando un tubo de ensayo lleno de gas. Dado que la segunda ley afirmaba que toda la energía en un sistema se dispersaba, entonces se podía deducir que las moléculas de gas se dispersarían por igual hasta llenar todo el espacio disponible. Esto sugeriría que todas las zonas del tubo de ensayo tendrían una temperatura uniforme, dado que el incesante movimiento aleatorio de las moléculas generaba calor.
Luego Maxwell postuló que, dado que la dirección y la velocidad de las moléculas eran aleatorias, todas las moléculas más rápidas debían acabar en un extremo del tubo de ensayo. Esto a su vez causaría un pico de temperatura momentáneo producido por la concentración espontánea de la energía: una refutación total del enunciado de la segunda ley de que la energía siempre se dispersa.
De esta manera, Maxwell demostró que la segunda ley sólo era probabilísticamente cierta, o que era verdad sólo «la mayor parte del tiempo». Al hacer esto, probó que la mayoría de las leyes físicas nunca podían ser absolutamente precisas.
—Las personas a menudo citan la demostración de Maxwell de que la segunda ley de la termodinámica es sólo probabilística como una prueba de que la aleatoriedad existe. Pero yo sostendría que la aleatoriedad es sólo la apariencia, no la realidad.
Forsythe enarcó las cejas ante la atrevida afirmación de su colega. Lo que estaba proponiendo estaba casi más allá de la comprensión. Ambos sabían a qué se refería, pero necesitaba que lo dijera en voz alta, aunque sólo fuese para oírlo.
—Entonces, ¿crees que la velocidad y la dirección de los electrones no son aleatorias?
—Si de verdad crees en la teoría de Heisenberg de que cualquier cosa es posible —replicó Tversky—, también tendrás que aceptar la posibilidad de que los movimientos de los electrones no son aleatorios.
—Pero si el movimiento de los electrones no es aleatorio, entonces ¿qué hay detrás de ellos?
—¿Importa? —preguntó Tversky.
—Por supuesto que importa —afirmó Forsythe con un gesto.
—¿Por qué?
Forsythe miró a su viejo colega, sin saber muy bien qué decir.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a —respondió Tversky, inclinándose hacia delante—, ¿por qué importa qué es responsable del movimiento de los electrones? Podrían ser partículas organizadas más pequeñas que los quarks que aún están por descubrir, o el flujo de energía de una realidad no local, diablos, hasta podría ser que los electrones sean conscientes. A lo que voy es que no importa por qué el movimiento no es aleatorio sino sólo que no es aleatorio.
—Pero la variable que controla el movimiento de los electrones…
—Es un concepto muy interesante, pero fuera del objetivo de mis investigaciones.
Forsythe tomó un sorbo de café y lo saboreó mientras pensaba en las afirmaciones de Tversky.
—Aún no me has explicado el razonamiento «erróneo» de Heisenberg.
—No tengo que hacerlo. Si aceptas el hecho de que los electrones se mueven con algún tipo de propósito, también debes aceptar que existe una fuerza que ejerce dicho propósito. ¿No lo ves? Si esa fuerza incógnita e inmensurable existe, es posible que haya maneras de observar un electrón sin utilizar una onda de luz.
Forsythe no pudo menos de mirar al hombre con unos ojos como platos.
—Tu lógica es a un tiempo circular y paradójica. ¡Estás diciendo que como cualquier cosa es posible en un universo probabilístico entonces el universo podría ser determinista más que probabilístico! Estás utilizando la teoría de la indeterminación de Heisenberg para rebatirlo.
Tversky se limitó a asentir. Su arrogancia era apabullante, y sin embargo, había una curiosa lógica en sus ideas que resultaba atrayente. De todas maneras, Forsythe no quería revelar que Tversky había comenzado a convencerlo. Se aclaró la garganta.
—¿Por qué, exactamente, se supone que debo aceptar estas hipótesis heréticas?
—No te estoy pidiendo que las aceptes literalmente, sólo que creas que podrían ser posibles.
—¿Sobre qué base?
—La fe —contestó Tversky, con los ojos brillantes.
—Debes admitir que no es el argumento más convincente.
Tversky se encogió de hombros.
—Mira, James, no soy un vendedor. Soy un científico. Pero te estoy diciendo que tengo razón. Lo vi. Si hubieses estado allí, lo comprenderías.
—No estaba.
—Yo sí.
—Lo siento, pero eso no basta. —Forsythe negó con la cabeza para reforzar la negativa—. No puedo destinar fondos sin pruebas. No puedo…
Tversky estrelló el puño en la mesa.
—¿Por qué demonios no? La ciencia solía ser revolucionaria. La practicaban unos pobres genios que trabajaban en sus sótanos veinticuatro horas al día porque tenían la teoría de que el universo funcionaba de una manera diferente de como todo el mundo creía que funcionaba. Tenían una visión, y el coraje de creer en su visión. —Tversky se levantó para inclinarse hacia Forsythe—. Te lo suplico, por una vez intenta no ser un burócrata e intenta ser un científico.
Forsythe se reclinó en la silla.
—Soy un científico. La única diferencia entre tú y yo es que vivo en el mundo real y comprendo las limitaciones. Soy lo bastante listo como para trabajar dentro del sistema en lugar de quejarme de sus maldades. Me estás diciendo que tenga coraje, bueno, yo te pregunto: ¿dónde está tu coraje? ¿Qué has hecho que sea tan condenadamente peligroso en tu búsqueda científica?
Tversky se quedó mudo. Forsythe no estaba seguro si era de furia o por falta de palabras, pero no le importaba. Las dos cosas le iban bien.
—Ya me lo parecía. —Forsythe se levantó y abrió la puerta del despacho—. Si eso es todo, tengo un día muy ocupado. Puedes volver cuando quieras para presentarme de nuevo tus teorías, siempre que tengas alguna prueba.
—Conseguiré las pruebas —afirmó Tversky, muy convencido—. Aunque cuando las tenga, dudo mucho que venga aquí para enseñártelas. —Se volvió y se alejó con paso decidido.
Forsythe se volvió hacia el soldado que estaba junto a la puerta y le dijo amablemente:
—Por favor ocúpese de que el doctor Tversky encuentre el camino de salida.
—Sí, señor —respondió el soldado y se alejó rápidamente para ocuparse del científico.
Forsythe permaneció un momento en el pasillo desierto y luego entró en su despacho. Cuando cerró la puerta una sonrisa apareció en su rostro. Estaba seguro de que sus pullas habían encendido la proverbial irritabilidad de Tversky. Como ya conocía las pruebas «secretas» de Tversky con el sujeto Alfa, a buen seguro que sus provocaciones harían que Tversky se arriesgara mucho más que hasta entonces.
Era el momento de sentarse y esperar. Si el siguiente experimento de Tversky acababa en fracaso, Forsythe podría centrarse en otros proyectos. Pero si Tversky tenía razón… bueno, en ese caso le diría a la agente Vaner que entrara en escena y se encargara de hacer lo que hacía mejor. Después, Forsythe podría continuar donde Tversky lo había dejado.
Y la ciencia no perdería nada.
Jasper ya se había marchado cuando Caine se despertó. Había una nota pegada en el sofá que decía: «Estoy haciendo recados, volveré». Caine no sabía qué recados tenía que hacer su hermano, pero tampoco le preocupó. A pesar de su leve inestabilidad mental, estaba cada vez más claro que Jasper podía cuidar de sí mismo. El que tenía problemas era él.
Apenas si podía pensar en lo que había ocurrido la noche pasada. Parecía absolutamente irreal. Decidió prepararse un café; siempre pensaba mejor con una dosis de cafeína. Mientras oía el sonido del líquido que caía en la cafetera, vio el parpadeo de la luz roja del contestador. Apretó el botón con resignación. Un segundo más tarde, la voz almibarada de Vitaly Nikolaev llenó la habitación.
«Hola, Caine. Soy Vitaly, sólo quería saber qué tal estás. ¿Por qué no te das una vuelta por el club? Estoy preocupado por ti».
—Ya lo puedes decir —le respondió Caine a la caja plateada. Había otras cinco llamadas sin mensaje. La misma historia en el buzón del móvil. Era martes; le debía a Nikolaev once de los grandes desde hacía dos días. Dado que Nikolaev cargaba el 5 por ciento de interés por semana, ahora Caine le debía 11.157 dólares. Estaba con el agua al cuello.
En el camino de regreso desde el hospital, había vaciado su cuenta de ahorros. Todo lo que tenía era 438,12 dólares, menos que el interés de una semana. Tenía que pensar en qué hacer con Nikolaev. Caine abordó el problema como haría cualquier buen estadístico: con el análisis de las probabilidades y los resultados de todos los escenarios para decidir qué era lo mejor que podía hacer.
Desafortunadamente, tenía que pagar o desaparecer.
Pero debido a los ataques, desaparecer no era viable. No había manera de que pudiera largarse y seguir con el medicamento experimental. Tenía que presentarse dos veces por semana para el análisis de sangre y sólo tenía veinte pastillas, lo justo para diez días. Incluso si encontraba el modo de escabullirse de Kozlov, nunca podría escapar de los ataques. No, tenía que seguir siendo parte del estudio del doctor Kumar, aunque sólo fuera para saber que lo había intentado.
Así que tenía que pagar; era eso o hacer las paces con Nikolaev. Quizá podía encontrar la manera de cancelar la deuda. Caine sacudió la cabeza en el mismo instante en que se le ocurrió la idea. ¿Cancelarla cómo? ¿Convertirse en guardaespaldas del ruso? Algo poco probable. Suspiró. No había forma de evitarlo, tendría que conseguir el dinero.