Entonces lo recordó: la cápsula. Se había tomado la cápsula cuando estaba despierto y después… ¿qué?
Quizá era eso, quizá estaba viviendo un episodio esquizofrénico, sólo se estaba imaginando que la mafia rusa iba a por él. Pero era imposible. Eso era real. Había perdido el dinero de Vitaly Nikolaev mucho antes de tomar la cápsula. Vale que los últimos minutos habían sido una locura, pero eso no significaba que estuviese loco, ¿verdad?
Bien podía ser que todo eso sólo fuese una pesadilla, provocada por la medicación. Se pellizcó el brazo para asegurarse de que estaba despierto. Le dolió. Pero ¿era una demostración clara? Quizá sólo soñaba que le dolía. ¿Era un interminable bucle de lógica o ilógica? ¿Podía una mente alucinada identificar cuándo tenía una alucinación?
¿Qué pasaría si se trataba de eso?
¿Qué pasaría si se sumergía en la locura, perdido para siempre?
Las palabras de Jasper resonaron en su mente con un tono burlón: «No se siente nada que se parezca a ninguna otra cosa… Por eso es tan espantoso».
El ascensor se detuvo con un leve rebote y un ping que a Caine le recordó el reloj de un microondas. Las puertas se abrieron, y, sin pensarlo, Caine salió al vestíbulo del piso quince. No había ningún indicio de las enfermedades que trataban allí; la planta era idéntica a la suya. Las puertas se cerraron.
Caine consideró la posibilidad de llamar a otro ascensor, pero algo le dijo que no lo hiciera. Fue casi como si una voz invisible en el interior de su cabeza le advirtiera: «Todavía no, aún no has acabado». ¿Una nueva prueba de que se estaba volviendo loco? No. Se negó a aceptarlo. Se dijo que sólo era una intuición. Tenía intuiciones constantemente, y la mayoría de las veces, muy buenas, excepto, por supuesto, la que le dijo que apostara once mil dólares a una mano perdedora.
Sin hacer caso del diálogo interno, Caine caminó por el vestíbulo desierto, acompañado por el eco de sus pisadas en el suelo de linóleo, hasta que llegó a las puertas batientes. Cuando tocó los pulidos tiradores, sintió una increíble sensación de
déjá vu
.
Todo le resultaba tan conocido… la suavidad del frío metal al tacto de sus dedos; la luz fluorescente encima de su cabeza; el olor del alcohol y los medicamentos. La sensación lo abrumó, lo envolvió como una enorme ola que lo dejó sintiéndose… ¿cómo? ¿Presciente? ¿Consciente? ¿Con poderes paranormales?
De pronto se sintió invadido por una extraña seguridad en sí mismo, como si tuviese en la mano una escalera de color real y supiera que no podía perder de ninguna manera. Así que abrió las puertas para ver qué había al otro lado. El aire frío le acarició el rostro mientras caminaba por el pasillo en penumbras y dejaba atrás las silenciosas habitaciones. Lo absorbía todo, dispuesto a saborear cada momento mientras lo vivía, tal como lo había previsto.
Caine descubrió que había algo relajante en la experiencia, pasar junto a los cuerpos dormidos y preguntarse qué sueños y pesadillas poblaban sus inconscientes.
Pilas de pastelillos de arándanos hasta el techo… perros rabiosos que echan espuma por la boca… una acalorada discusión con una vieja amante.
Cada pensamiento pasaba por su mente como vividos recuerdos de un tiempo muy lejano. Sentía un extraño consuelo y la sensación de estar conectado… pero ¿conectado a qué?
A sus mentes
—le susurró la voz (¿la intuición?). Se dijo que eso era una locura.
Por supuesto que lo es. Pero eso no hace que sea una falsedad.
Sacudió la cabeza, asustado. «Ya está. He perdido la cabeza, estoy alucinando». Sin embargo, era demasiado real para ser una alucinación. Las sensaciones eran reales. Entonces oyó de nuevo las palabras de Jasper en su mente: «Las alucinaciones parecen reales. Naturales, incluso obvias. Como si fuese la cosa más normal del mundo que el gobierno esté espiando tus pensamientos o que tu mejor amigo intente matarte».
Al cabo de un momento notó la piel fría y pegajosa. Tenía que concentrarse. Comenzó a prestar más atención al entorno. Cada una de las puertas ante las que pasaba tenía un número y una tarjeta blanca, donde estaban escritos los nombres de los ocupantes en grandes letras. HORAN, NINA, KARAFOTIS, MICHAEL, NAFTOLY, DEBRA, KAUFMAN, SCOTT.
Cuando dejó atrás la cuarta habitación Caine se dio cuenta de que había estado leyendo los nombres como si buscase a alguien. En su cabeza, mientras hacía una pausa delante de cada puerta, su cerebro había estado diciendo: «No, no, no, no».
Se detuvo cuando leyó el nombre de la quinta puerta. Oyó un leve sollozo que provenía del interior.
Sí, es ella.
Caine entró sin vacilar.
Las sábanas estaban ligeramente arrugadas en la gran cama, aunque no parecía haber nadie debajo de ellas. Mientras sus ojos se acomodaban a la oscuridad de la habitación, vio la pequeña cabeza de una muñeca. Entonces la cabeza se volvió hacia él y lo miró con unos enormes ojos llorosos.
Caine casi chilló pero fue capaz de morderse la lengua antes de que se le escapara el alarido. Y entonces comprendió que esa criatura no era una muñeca. Era una niña. En la enorme cama, la pobre parecía muy pequeña y solitaria.
—¿Estás bien? —le preguntó Caine con un leve titubeo.
La niña no habló pero a Caine le pareció ver que movía la cabeza arriba y abajo.
—¿Quieres que llame a una enfermera?
Ella sacudió la cabeza lentamente.
—¿Quieres que me quede contigo un momento?
Otro leve gesto de asentimiento.
—Vale. —Caine acercó una silla a la cama de la niña y se sentó—. Mi nombre es David, pero mis amigos me llaman Caine.
—Hola, Caine. —La voz de la niña sonaba muy débil, pero dentro, había una chispa de algo, ¿esperanza, quizá? ¿O era otra cosa? Caine no estaba seguro. De pronto se avergonzó de lo asustado que había estado sólo unas horas antes. Después de todo, era un adulto. La niña que tenía delante era muy pequeña. No podía imaginarse a sí mismo solo en un hospital a su edad.
—Te llamas Elizabeth, ¿no?
—Sí. —La niña se sorbió los mocos.
—Es un nombre muy bonito. ¿Sabes?, si alguna vez tengo una niña, creo que la llamaré Elizabeth.
—¿De verdad? —preguntó la niña, que se limpió la nariz con aire ausente.
—De verdad —respondió Caine con una sonrisa. Luego se inclinó hacia ella y le guiñó el ojo—. Ahora es cuando me dices que te gusta mi nombre, aunque no sea ni la mitad de bonito que el tuyo.
Elizabeth se rió.
—Tu nombre también es bonito.
—¿De verdad? —preguntó Caine, imitando la voz aguda de la pequeña.
Elizabeth se rió de nuevo.
—De verdad —contestó, con una sonrisa que dejó ver que le faltaba uno de los incisivos. Después añadió—: Eres diferente de los otros.
—¿Qué otros?
—Los otros médicos —dijo la niña, como si fuese la cosa más obvia del mundo—. Ninguno de los otros me habla excepto para decirme que diga «aaah» y cosas así.
—Sí, los médicos son unos tipos duros. Pero tienen un trabajo pesado, todo el día con enfermos, así que yo intento aliviarles un poco la faena.
—Me lo supongo —replicó la niña con más tristeza de la que cualquier niña de su edad debería tener—. Es que me canso.
—Sí —asintió Caine, que súbitamente se sintió muy cansado—. Lo sé.
Elizabeth entrecerró los ojos en un intento por verle el rostro en las sombras.
—¿De verdad eres un médico, Caine?
Caine sonrió.
—¿Te gustaría menos si no lo fuese?
—Qué va. Me gustarías más.
—Bien, en ese caso, no soy un médico.
—Me alegro, porque no me gustan mucho los médicos.
—A mí tampoco —declaró Caine.
Permaneció en silencio durante un rato y Elizabeth abrió la boca en un gran bostezo.
—Creo que ésa es la señal para que me marche. A estas horas ya tendrías que estar durmiendo. —Caine se levantó, pero antes de que pudiera apartarse, Elizabeth movió una mano y le sujetó el brazo. Caine se sorprendió al notar su fuerza.
—Por favor no te vayas todavía. Quédate un poquito más. Hasta que me quede dormida, ¿vale?
—Vale —dijo Caine y se sentó. Apartó suavemente la mano de Elizabeth y la apoyó sobre su falda—. Te prometo que no me moveré de aquí hasta que comiences a roncar.
—¡Yo no ronco!
—Ya lo veremos. —Caine la arropó con la manta—. Ahora cierra los ojos y comienza a contar ovejas.
Elizabeth obedeció. Al cabo de unos segundos, se volvió hacia él, con los ojos cerrados.
—¿Vendrás a visitarme mañana por la noche?
—Creo que para entonces ya me habré ido, Elizabeth.
—Entonces, ¿quizá en mis sueños?
—Claro… Quizá en tus sueños.
Pasaron unos minutos y la respiración de Elizabeth se hizo más profunda. Caine salió de la habitación de puntillas, con la total seguridad de que lo que la había llevado al hospital acabaría por desaparecer por sí mismo.
Jasper daba vueltas a la manzana, a la espera de que la Voz le dijera cuándo era el momento. Nunca había disparado un arma, pero no le preocupaba. Era lo mismo que sacar una foto: apuntabas y disparabas. La única diferencia era que una Nikon de 35 mm no tenía el retroceso de una Lorcin L de calibre 9 mm.
Había considerado la posibilidad de practicar un poco en Harlem, donde había comprado la pistola, pero sólo disponía de dos cargadores y no quería desperdiciar ni un solo proyectil. No sabía cuántos necesitaría, porque la Voz había sido un tanto vaga en sus instrucciones. Sólo le había dicho que comprara un arma y que regresara pitando al centro, y eso había hecho. Ya practicaría en otro sitio.
Se preguntó si tendría que matar a alguien. No quería hacerlo, pero sabía que si la Voz le decía que matara, lo haría. La Voz nunca lo llevaría por el camino equivocado. Era sencillamente imposible: la Voz lo sabía todo, todo lo que se podía saber.
Jasper no tenía claro cómo lo sabía, pero lo sabía. La Voz nunca le había dicho que lo sabía todo, pero cuando le hablaba, una parte de su cerebro veía lo que ella veía, y cuando eso ocurría, Jasper lo veía todo. Veía a todas las personas que urdían planes para perjudicar a David. Algunos querían venderlo por dinero. Otros querían experimentar con él. Unos pocos querían verlo muerto.
Ésa era la razón por la que Jasper había tenido que hacerse con una pistola. Como protección. Como protección contra aquellos que querían dañar a David. Él nunca les permitiría que hicieran daño a su hermano menor. Nunca.
Es la hora.
Jasper se detuvo en la acera desierta y ladeó la cabeza.
«Tengo la pistola tal como me dijiste».
¿Estás preparado?
«Sí».
Bien. Esto es lo que debes hacer…
Mientras escuchaba, Jasper cerró los ojos para ver un trozo del infinito. Una sonrisa idílica apareció en su rostro cuando supo cuál era su verdadero propósito. Luego la Voz se calló. Cuando abrió los ojos, las imágenes que había visto escaparon de su mente consciente y sólo quedaron sombras.
A pesar de que Jasper no podía recordar todo lo que había visto, sentía como si pudiese volar, como si todo su cuerpo estuviese lleno de la más pura alegría. Apretó con fuerza la culata de la pistola y apuró el paso. Tendría que correr si no quería llegar tarde.
En cuanto salió de la habitación de Elizabeth, Caine se sintió más tranquilo. La intuición (¿Voz?) que le había urgido a entrar en la habitación se había callado. Ahora no había ninguna razón para continuar allí, así que Caine volvió a caminar hacia el vestíbulo donde estaban los ascensores. Pero cuando llegó a la planta baja, una vez más sintió como si algo lo retuviera, algo que le susurraba al oído.
No salgas por la puerta principal, te estarán esperando. Sal por la sala de urgencias.
Temeroso de no hacer caso de las intuiciones (¿o era la Voz?), Caine caminó por un laberinto de pasillos hasta que llegó a la sala de urgencias. Se parecía muy poco a la de la serie de televisión que llevaba el mismo nombre. No había médicos guapos que gritaban cosas como «¡Parada!» o «¡Fibrilador!». Sólo había docenas de sillas ocupadas por personas de aspecto triste que tosían, estornudaban, sangraban y supuraban.
En cuanto vio la salida, Caine se abrió camino entre el mar de sillas. Pasó junto a una embarazada que discutía con su marido, y un súbito mareo hizo que la habitación se ondulara, como si la estuviese viendo a través de una catarata. Caine se detuvo y se sujetó al respaldo de la silla más cercana; cerró los ojos con todas sus fuerzas. Intentó no hacer caso de la pareja que discutía de pie cerca de la puerta, pero la conversación se coló en su conciencia.
—No puedo estar sola. Tú te pasas todo el día en ese ridículo tren y yo estoy aquí, a centenares de kilómetros de distancia.
—Pero cariño…
—No me vengas con eso de «pero cariño». No es seguro. Se lo preguntaremos a él. ¿Usted qué opina? —Hubo un momento de silencio—. ¿Doctor? ¿Doctor?
Caine abrió los ojos, mucho más tranquilo al comprobar que había desaparecido el mareo. La embarazada lo miraba fijamente.
—¿Sí? —preguntó Caine, despistado.
—¿Es seguro que una mujer que ya ha tenido tres partos antes de tiempo y que perdió a su primer hijo se quede sola en casa mientras su marido conduce un tren arriba y abajo por la Costa Este?
Caine miró al marido de la mujer embarazada en busca de ayuda, pero el hombre se limitó a encogerse de hombros.
—No estoy seguro —respondió Caine mientras pensaba en alguna cosa inteligente que decir—. ¿Tiene algún familiar en la zona?
La mujer negó con la cabeza.
—Sólo una hermana en Filadelfia.
—Qué coincidencia, mi hermano también vive en Filadelfia. El mundo es un pañuelo —comentó Caine, casi para sí mismo. Entonces añadió—: ¿Por qué no se queda con su hermana? Sólo hasta que llegue el momento del parto.
Al marido se le iluminó el rostro.
—Eh, ésa es una gran idea, cariño. Puedes quedarte con Nora los dos meses que faltan. Luego, cuando nazca el bebé, podrás volver a casa. Todo el mundo gana.
La mujer se miró las manos regordetas, que se entrelazaban como si cada una tuviese miedo de estar sola. Acabó por asentir lentamente.
—De acuerdo. La llamaré.
El hombre exhaló un suspiro de alivio, besó a su esposa en la frente y le tendió la mano a Caine.
—Muchísimas gracias, doctor.
—No se merecen —respondió Caine, mucho más tranquilo al ver que se había acabado la extraña conversación—. Les deseo suerte.