Pero los números que dieron en las noticias aquella noche no fueron los suyos. De siete, sólo había acertado dos. Estaba tan seguro de que ganaría que Tommy creyó que la televisión se había equivocado. Pero al día siguiente, el periódico le confirmó que el presentador de cabellos blancos no se había equivocado. Tommy había perdido.
A pesar de que su confianza había sufrido un duro golpe, aún se aguantaba. Sólo tenía que insistir; nada más. A la semana siguiente, subió de nuevo al tren para jugar sus números. Como en la primera vez, sólo acertó dos. Al cabo de unos pocos meses, comenzó a desilusionarse. Hubiera renunciado a esos números de no haber sido porque le quemaban como el fuego cuando dormía. Así que Tommy continuó comprando boletos, sin fallar ni una semana, por si acababan por salir.
Después de los primeros dos años, Tommy ya no tenía esperanzas de ganar, pero nunca dejó de comprar boletos, y cada vez que se emborrachaba, cosa que era más y más frecuente en los últimos tiempos, le decía a cualquiera que lo escuchara que algún día sería millonario. «Espera y verás». Pero aquel «algún día» nunca había llegado.
Continuaron pasando los días, y las cosas fueron de mal en peor. Tampoco peor, exactamente, pero tampoco mejor, que venía a ser más o menos lo mismo. Habían pasado diez años desde que había salido del instituto y aún continuaba en el mismo cuchitril de Brooklyn, con el mismo trabajo de mierda. Al principio tanto el apartamento como el trabajo le habían parecido cojonudos, pero Tommy aprendió que lo que era cojonudo a los dieciocho es patético a los veintiocho.
Para colmo, las tías también lo sabían. Las tías como Gina. Claro que era divertido para salir de vez en cuando, pero como Gina le había explicado con detalle, Tommy carecía de «potencial a largo plazo». Él había intentado convertirse en el hombre que Gina quería que fuese, pero era imposible. Los tíos de veintiocho años sin una educación universitaria y cuya única experiencia laboral era como cajero en Tower Records sencillamente no se despertaban una mañana con el dichoso potencial a largo plazo.
«Excepto hoy —pensó—. Hoy sí que tengo potencial a largo plazo».
Tommy se acercó a la mesita y recogió el arma. La hizo girar en sus manos mientras se preguntaba por qué aún quería meterse el cañón en la boca y apretar el gatillo.
Ya no necesitaba matarse. Ahora que había ganado el dinero, todo iría rodado, ¿no? Por alguna razón no estaba muy seguro. En lo más profundo, sabía que el dinero no cambiaría nada; seguiría siendo el mismo fracasado de siempre. Pero también sabía algo más: que a pesar de seguir siendo el mismo tipo que había estado dispuesto a reventarse los sesos unos minutos antes, no tenía por qué seguir siendo aquel tipo. Podía transformarse en… ¿en qué?
En alguien con un objetivo, eso era. Exhaló un suspiro de anhelo y asintió para sí mismo. «Al menos puedo intentarlo». Sí. Con un esfuerzo para no pensar, Tommy ocultó el arma en el fondo del armario, debajo de una pila de camisetas negras que había adquirido en conciertos a lo largo de los años. Solía usarlas a todas horas, pero últimamente sólo se las ponía cuando iba a la lavandería y se le había acabado la ropa limpia.
Cerró la puerta del armario, se acabó la cerveza y se acostó en el sofá, y aunque pensó mucho en los números antes de quedarse dormido, por primera vez en diez años, no resplandecieron en sus sueños.
Era de noche cuando Caine se despertó. La luz de la pantalla del televisor se reflejaba en las paredes oscuras y creaba unas sombras amorfas que recorrían toda la habitación. En la pantalla, una joven muy risueña leía los números ganadores de la loto. Apretó el botón del mando a distancia y la habitación quedó a oscuras. Caine miró al vacío, a la espera de que sus ojos se acomodaran.
Tenía la molesta sensación de que se olvidaba alguna cosa. ¿Era algo que había soñado? No, no era eso. Había dormido como una marmota. Si había soñado, sus sueños ya habían sido eclipsados por la mente consciente. Entonces lo recordó. Se había tomado la cápsula. Cogió el móvil de la mesita de noche para saber la hora. Eran casi las dos: la sustancia llevaba once horas en su organismo.
Volvió la cabeza a la izquierda y luego a la derecha, y parpadeó mientras lo hacía. No notó ninguna diferencia. Hasta entonces todo en orden. Claro que ¿no era eso lo que Jasper había dicho? «No se siente nada que se parezca a ninguna otra cosa». Con todo, Caine pensó que reconocería la diferencia si algo se había desajustado en su mente. Lo sabría. Tendría que saberlo.
El móvil comenzó a vibrar en su mano. Se asustó tanto que estuvo a punto de soltarlo. Miró la pantalla para ver quién lo llamaba.
ID bloqueada.
Por un momento consideró la posibilidad de no responder y luego decidió hacerlo. Le costó abrir el móvil con las manos entumecidas.
—Hola, Caine, soy Vitaly. ¿Cómo estás?
Caine notó una opresión en la boca del estómago.
—Eh, hola. Me siento bien, gracias. ¿Cómo estás? —pregunto Caine, sin saber qué otra cosa decirle a un hombre al que le debía once mil dólares.
—No muy bien, Caine. Pero confío en que tú le pondrás remedio. —Nikolaev hizo una pausa. Caine no tenía muy claro si le tocaba hablar, pero después de unos momentos se sintió obligado a romper el silencio.
—Supongo que llamas por el dinero. —Ninguna respuesta.
A Caine se le secó la lengua, como una esponja abandonada al sol—. Lo tengo, Nikolaev. En cuanto salga del hospital, te podré pagar.
—Más los intereses.
—Eso es, más los intereses. Por supuesto. —Caine intentó tragar, pero era imposible—. Por cierto, ¿cuánto es el interés?
—El habitual. Cinco por ciento al día, compuesto semanalmente… A ver si lo he entendido bien. Tú tienes el dinero, ¿correcto? Me refiero a que me encanta verte en el club. Quiero asegurarme de que te seguiré viendo.
—Sí, por supuesto —mintió Caine—. Tengo el dinero. Ningún problema.
—Fantástico —exclamó Nikolaev, en voz baja y con tono amenazador—. ¿Está en el banco?
—Estee… sí. —Caine quería vomitar.
—Bien. Como estás en cama, te enviaré a Sergey. Le puedes dar tu tarjeta y entonces yo sacaré el dinero por ti. De esa manera no tendrás que molestarte en venir al centro —dijo Nikolaev—. Sólo tendrás que ocuparte de ponerte bien.
—Oh, gracias —respondió Caine tontamente, en un intento por darle largas. Lo que menos deseaba era una vista de Sergey Kozlov, el guardaespaldas de Nikolaev, que pesaba 130 kilos—. El caso es, Vitaly, que quizá tenga que hacer unas operaciones, ya sabes cómo son estas cosas. Tengo unos dos mil en el banco, pero el resto está en bonos. Necesitaré vender algunos.
—Creí entender que tenías todo el dinero en el banco. —Nikolaev permaneció en silencio durante unos segundos—. Éste no es un buen momento para comenzar a mentirme, Caine.
—Claro que no. Lo tengo; sólo que no está todo en líquido. Pero puede estarlo. —Silencio—. Te pagaré, Vitaly. Tan pronto como pueda salir.
—De acuerdo. Te diré lo que haremos. Sergey está esperando en el vestíbulo. Le diré que suba para recoger tu tarjeta. Él sacará mil esta noche y otros quinientos cada día hasta que tú salgas del hospital y cambies los bonos. ¿Te parece bien?
—Por supuesto, Vitaly. Es perfecto —respondió Caine, aunque lo sería mucho más si en realidad hubiera más de cuatrocientos dólares en su cuenta.
—Bien. Sergey sólo tardará unos minutos.
—Vale, gracias, Vitaly.
—Ningún problema —dijo Vitaly magnánimamente—. Ah, Caine, una cosa más.
—¿Sí?
—Ponte bien pronto. —Se oyó un clic y se cortó la comunicación.
Caine cerró el teléfono, consciente de que había llegado el momento de largarse del hospital. Apartó la sábana almidonada y se bajó de la cama, con miedo de que las piernas no fueran a sostenerlo. Notó el frío y la suavidad del linóleo en las plantas de los pies. Era agradable estar de nuevo de pie. En cuanto se aseguró de que no iba a caerse, se vistió apresuradamente con las prendas guardadas en el armario.
Consultó su reloj. Habían pasado menos de tres minutos desde que había colgado. Si Nikolaev había llamado a Kozlov un segundo después de hablar con él, Caine no disponía de mucho tiempo para escapar. No dudaba que el gigante ruso conseguiría eludir al servicio de seguridad del hospital, la única pregunta era saber cuánto tardaría. Caine confió en no saberlo nunca, porque quería estar bien lejos antes de que Kozlov se presentara en su habitación.
Caine se acercó a la puerta y asomó la cabeza al pasillo en penumbras. En el momento en que lo hizo, vio a Kozlov que avanzaba en su dirección. El guardaespaldas más que caminar se contoneaba apoyando su peso de un pie a otro. Se sintió perdido. Demasiado tarde. Tendría que darle a Kozlov la tarjeta del banco. En cuanto Nikolaev descubriera que Caine le había mentido sobre el dinero que tenía en la cuenta se habría acabado todo.
De pronto, cosas intangibles como los ataques y la esquizofrenia le parecieron una menudencia comparadas con el mundo físico. Caine miró en derredor, desesperado por encontrar algún lugar donde ocultarse, pero lo único que vio fue la pálida silueta de su compañero de habitación, que respiraba tan débilmente que se preguntó por un segundo si el hombre aún estaba vivo. La única cosa que demostraba que continuaba en el mundo de los vivos eran los monótonos pitidos del electrocardiógrafo.
En el momento que vio el movimiento de la pelota eléctrica, tuvo una idea.
—Código azul. 1012. Código azul. 1012.
La enfermera Pratt habló ante el micrófono con una firmeza y una tranquilidad fruto de la práctica. No tenía ningún sentido alarmar a los pacientes porque alguien se estaba muriendo en la habitación 1012. Sujetó el carrito con el equipo de emergencia y echó a correr por el pasillo. No advirtió la presencia del gigante barbudo hasta que se lo llevó por delante.
El hombre se volvió con una expresión feroz en el rostro, pero ella no perdió el tiempo en meterle una bronca. Apartó el carrito de su corpachón y continuó la carrera. Fue la primera en llegar. ¿Por qué demonios los viejos siempre tenían que palmarla en su turno? Éste era el tercero en lo que iba de semana. Cuando entró en la habitación encendió las luces y se acercó al señor Morrison, que estaba tan gris que ya parecía un cadáver.
Y entonces lo vio: uno de los electrodos estaba en el suelo. En aquel mismo momento uno de los nuevos internos con cara de niño entró en la habitación tan precipitadamente que a punto estuvo de hacerla caer.
—¿Cuánto tiempo hace que…?
—Es una falsa alarma. Se ha soltado uno de los electrodos.
—¿Qué…? Oh, vaya —exclamó el interno mientras miraba el cable en el suelo que le indicaba la enfermera.
Ella se agachó para recoger el electrodo. Qué extraño, el esparadrapo todavía estaba pegajoso. Se preguntó por un momento cómo era posible que se hubiese despegado, pero descartó la pregunta casi en el acto. Después de dieciséis años de oficio, había aprendido a no sorprenderse por las cosas extrañas que pasaban allí.
Después de todo, aquello era un hospital. A todas horas pasaban las cosas más extrañas.
Desde la oscuridad del portal de la habitación 1013, Caine intentó hacerse invisible mientras observaba cómo la enfermera y el interno salían de su antigua habitación. Cuando al cabo de unos pocos segundos, Kozlov se coló en la 1012, Caine abandonó su escondite y caminó con paso rápido por el pasillo, en dirección a la luminosa señal roja de la salida. De pronto vio que las resplandecientes letras rojas parecían aumentar de tamaño y se alargaban hasta tocar el suelo. A Caine se le hizo un nudo en la garganta.
«Ahora no, maldita sea, ahora no».
Caine cerró los ojos con fuerza y deseó con toda su alma que desapareciera la alucinación. Mientras lo hacía, sintió que se mareaba. Alargó la mano y se sujetó a un carrito que estaba junto a la pared. Esperó a que el mundo dejara de dar vueltas, abrió los ojos y vio que el carrito estaba lleno de batas y chaquetas blancas sucias. En un acto totalmente reflejo, cogió una chaqueta y se la puso.
En aquel mismo instante, oyó los sonoros taconazos de unas botas a su espalda. Era Kozlov. Caine se preparó para recibir el impacto cuando el gigantón ruso avanzó hacia él. En cuanto sintió que la manaza de Kozlov se apoyaba en su hombro, comprendió que no tenía escapatoria. Pero en lugar de aplastarlo contra la pared, Kozlov lo apartó de un empujón y luego desapareció al dar la vuelta en una esquina.
Caine se quedó atónito por un instante, sin tener muy claro lo que había pasado, hasta que comprendió que la chaqueta blanca había engañado al matón. Kozlov lo había confundido con un médico. Sin demorarse más, se escabulló rápidamente por las puertas batientes al final del pasillo. Llegó a los ascensores y cuando se disponía a apretar uno de los botones plateados notó una vibración en la cadera. Lo llamaban por teléfono.
—¡Mierda! —Caine metió la mano en el bolsillo para apagar el móvil. Pero ya era demasiado tarde; se abrieron las puertas batientes y apareció Kozlov con un móvil en la mano. Sonreía.
Caine miró con desesperación las puertas de los ascensores y deseó con toda su alma que se abrieran para facilitarle una vía de escape, pero permanecieron cerradas. Kozlov avanzó lentamente por el pasillo, con la intención de disfrutar de la calma que precede a la tormenta. En aquel instante se abrieron las puertas de uno de los ascensores y apareció un hispano con una fregona metida en un enorme cubo con ruedas.
—Lo siento —dijo Caine al tiempo que arrebataba la fregona de manos del hispano y hacía rodar el cubo por el pasillo. No pudo ser más oportuno. Kozlov consiguió esquivar el proyectil rodante, pero, al hacerlo, el mango de la fregona golpeó contra su hombro. El cubo se volcó y el agua jabonosa se derramó por el suelo. El guardaespaldas resbaló y se estrelló contra el suelo.
De un salto Caine se metió en el gran ascensor que usaban para las camillas y apretó desesperado un botón al azar, con la esperanza de que las puertas se cerraran antes de que Kozlov pudiera levantarse. En el mismo momento en que las puertas comenzaron a cerrarse, Caine atisbo el corpachón del ruso, que se acercaba. Kozlov estiró el brazo para detener el ascensor pero llegó demasiado tarde. Las puertas metálicas se cerraron y el ascensor comenzó a subir.
Mientras Caine miraba cómo se encendían los números de cada piso, fue consciente de lo ridículo de la situación. ¿Qué estaba haciendo? ¿Correr por el hospital para escapar de un mañoso ruso? ¿Cómo había llegado a esa locura?