El tercer gemelo (12 page)

Read El tercer gemelo Online

Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
8.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

En aquel momento, Preston estaría en la sede de la Genético, un conjunto de primorosos edificios, no muy altos, que dominaban un campo de golf del condado de Baltimore, al norte de la ciudad.

La secretaria dijo que Preston estaba reunido, pero Berrington insistió en que le pasara con él, a pesar de todo.

—Buenos días, Berry... ¿qué ocurre?

—¿Con quién estás?

—Con Lee Ho, uno de los jefes de contabilidad de la Landsmann. Estamos repasando ya los últimos detalles de la declaración de auditoría de la Genético.

—Mándalo a hacer puñetas.

La voz se desvaneció al apartarse Preston de la cara el auricular telefónico.

—Lo siento, Lee, esto va a ser un poco largo. Luego te aviso y seguimos. —Hubo una pausa y, por último, habló de nuevo por el micrófono. Su voz sonó malhumorada—. Ese hombre es la mano derecha de Michael Madigan y acabo de ponerle de patitas en el pasillo.

Madigan es el director ejecutivo de la Landsmann, por si se te ha olvidado. Si sigues aún tan entusiasmado acerca de esta operación como estabas anoche, será mejor que no...

Berrington perdió la paciencia y le interrumpió.

—Steve Logan esta aquí.

Un momento de aturdido silencio.

—¿En Jones Falls?

—Aquí mismo, en el edificio de psicología.

Preston olvidó automáticamente a Lee Ho.

—¡Dios mío! ¿Cómo es eso?

—Es uno de los sujetos, lo están sometiendo a diversas pruebas en el laboratorio.

La voz de Preston se elevó una octava.

—¿Cómo diablos ha ocurrido una cosa así?

—No tengo ni idea. Me tropecé con él hace cinco minutos. Ya puedes imaginarte mi sorpresa.

—¿Lo reconociste?

—Claro que lo reconocí.

—¡Por qué le están haciendo esas pruebas?

—Forman parte de nuestra investigación sobre gemelos.

—¿Gemelos? —chilló Preston—. ¿Gemelos? ¿Y quién es el otro condenado gemelo?

—Aún no lo sé. Verás, tarde o temprano tenía que suceder algo como esto.

—¡Pero precisamente ahora! Vamos a tener que despedirnos de la operación con la Landsmann.

—¡Rayos, no! No voy a permitir que aproveches esto como excusa para empezar a tambalearte ante la venta, Preston. —Berrington empezó a arrepentirse de haber hecho aquella llamada. Pero necesitaba compartir el susto con alguien. Y a Preston, tan astuto él, bien podía ocurrírsele alguna estrategia—. Lo único que tenemos que hacer es dar con algún modo de controlar la situación.

—¿Quién llevó a Steve Logan a la universidad?

—El nuevo profesor asociado, Ferrami.

—¿El tipo que escribió aquel formidable artículo sobre criminalidad?

—Sí, salvo que no es un tipo, sino una mujer. Una mujer muy atractiva, dicho sea de paso...

—Por mí como si fuera la mismísima maldita Sharon Stone, me da lo mismo...

—Doy por supuesto que ha sido ella quien ha reclutado a Steve para el estudio. Estaba con él cuando fui a verla. De todas formas, lo comprobaré.

—Esa es la clave, Berry. —Preston había empezado a tranquilizarse y se concentraba en la solución, no en el problema—. Averigua quien lo ha reclutado. A partir de ahí calcularemos la cantidad de peligro que pueda acecharnos.

—La convocaré aquí ahora mismo.

—Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?

—Desde luego.

Berrington colgó.

Sin embargo, no llamó a Jeannie enseguida. Continuó sentado, reflexionando.

Encima del escritorio había una foto en blanco y negro del padre de Berrington, rutilante con su gorra y su blanco uniforme naval de subteniente. Berrington contaba seis años cuando hundieron el Wasp. Como todos los niños de Estados Unidos, había odiado a los japoneses y con la imaginación los había matado a docenas. Y su papá era un héroe invencible, alto y gallardo, valiente, hercúleo y victorioso. Aún podía sentir la furia abrumadora que se apoderó de él al enterarse de que los japoneses habían matado a su papá. Rezó a Dios pidiéndole que prolongase la guerra el tiempo suficiente para que el creciera, ingresara en la Armada y matase a un millón de japoneses y así vengar a su padre.

No llegó a matar uno solo. Pero nunca contrató a ningún empleado nipón, nunca admitió ningún estudiante japonés en la escuela y nunca ofreció a ningún japonés plaza de psicólogo.

Un sinfín de hombres, ante un problema, se preguntan que habría hecho su padre para afrontarlo. Los amigos se lo habían confesado: fue un privilegio que él nunca tendría. Había sido demasiado joven para conocer a su padre. Ignoraba de manera absoluta qué hubiera hecho el subteniente Jones en una crisis. En realidad, el nunca había tenido padre, sólo un superhéroe.

Interrogaría a Jeannie Ferrami acerca de sus métodos de reclutamiento. Luego, decidió, la invitaría a cenar.

Llamó a Jeannie por el teléfono interior. La doctora descolgó inmediatamente. Berrington bajó la voz y habló en el tono que Vivvie, su ex esposa, solía calificar de aterciopelado.

—Jeannie, aquí Berry —dijo.

La doctora Ferrami fue al grano, cosa característica de ella.

—¡Qué demonios pasa? —preguntó.

—¿Puedo hablar contigo un minuto, por favor?

—Faltaría más.

—¿Te importaría venir a mi despacho?

—Ahora mismo me tienes allí.

Jeannie colgó.

Mientras llegaba la muchacha, Berrington entretuvo la espera preguntándose a cuántas mujeres se había llevado a la cama. Sería demasiado largo recordarlas una por una, pero tal vez pudiera hacer científicamente un cálculo aproximado. Desde luego, fueron más de una y también más de diez. ¿Más de cien? Eso vendría a ser algo así como dos coma cinco por año desde que cumplió los diecinueve: ciertamente se había cepillado a algunas más. ¿Un millar? ¿Veinticinco al año, una nueva cada quince días durante cuarenta años? No, no había llegado a tanto. Durante los diez años que duró su matrimonio con Vivvie Ellington no debió de tener más de quince o veinte relaciones adúlteras en total. Pero después se sacó la espina. O sea, que los ligues copulativos estarían entonces entre los cien y los mil. Pero no iba a llevarse a Jeannie al picadero. Iba a averiguar cómo diablos había entrado la muchacha en contacto con Steve Logan.

Jeannie llamó a la puerta y entró. Llevaba una bata blanca sobre la falda y la blusa. A Berrington le gustaba que las jóvenes se pusieran aquellas batas como si fuesen vestidos, sin nada debajo salvo la ropa interior. Le parecía sexualmente provocativo.

—Has sido muy amable al venir —dijo. Le acercó una silla y luego trasladó su propio sillón alrededor de la mesa para sentarse frente a Jeannie sin que los separara la barrera del escritorio.

Lo primero que pensaba hacer era darle a Jeannie una explicación más o menos convincente sobre su comportamiento cuando le presentó a Steve Logan. No sería fácil engañar a la muchacha. Lamentó no haber pensado más en la excusa, en vez de dedicarse a calcular el número de sus conquistas.

Tomó asiento y dedicó a Jeannie la sonrisa más encantadora de su repertorio.

—Debo presentarte disculpas por mi extraño comportamiento —dijo—. Estaba descargando unos archivos que me transferían desde la Universidad de Sydney, Australia. —Señaló con un gesto el ordenador—. Y en el preciso instante en que ibas a presentarme a ese joven me acordé repentinamente de que acababa de dejar en marcha la computadora y que se me había olvidado desconectar la línea telefónica. Me sentí como un idiota, ni más ni menos, pero me porté como un grosero.

La explicación estaba prendida con alfileres, pero la muchacha pareció darla por buena.

—Es un alivio —manifestó con toda sinceridad—. Creí que te había ofendido en algo.

Hasta entonces, todo iba bien.

—Precisamente iba a verte para hablar de tu trabajo —continuó Berrington con toda naturalidad—. Desde luego, has hecho un despegue magnífico. Apenas llevas aquí un mes y ya tienes en marcha el proyecto. Enhorabuena.

Jeannie asintió.

—Durante el verano, antes de empezar oficialmente —explicó—, conversé largo y tendido con Herb y Frank. —Herb Dickinson era el jefe del departamento y Frank Demidenko un profesor titular—. Establecimos previamente, por anticipado, todos los aspectos prácticos.

—Háblame un poco más del asunto. ¿Ha surgido algún problema? ¿Algo en lo que pueda ayudarte?

—El mayor problema es conseguir elementos para las pruebas —dijo la doctora—. Porque nuestros sujetos son voluntarios, la mayoría de ellos como Steve Logan, respetables estadounidenses de clase media que consideran que el buen ciudadano tiene la obligación de apoyar toda investigación científica. No se presentan muchos proxenetas ni camellos.

—Detalle que nuestros críticos progresistas no han dejado de señalar.

—Por otra parte, no es posible profundizar mucho en el estudio de la agresividad y la criminalidad examinando familias de estadounidenses medios cumplidores de la ley. Lo que significa que era absolutamente imprescindible para mí resolver el problema del reclutamiento de sujetos.

—¿Y lo has resuelto?

—Creo que sí. Se me ocurrió que los inmensos bancos de datos de las compañías de seguros y las agencias gubernamentales albergan hoy en día los informes médicos e historiales clínicos de millones de personas. Eso incluye la clase de datos que empleamos para determinar si los gemelos son idénticos o fraternos: ondas cerebrales, electrocardiogramas, etc. Un buen sistema para identificar gemelos sería, por ejemplo, buscar parejas de electrocardiogramas similares, si pudiéramos hacerlo. Y si la base de datos fuera lo bastante considerable, los miembros de algunas de esas parejas se habrían criado separadamente. Y ahí está el detalle: es posible que los miembros de algunas de esas parejas ni siquiera sepan que tienen un hermano gemelo.

—Extraordinario —comentó Berrington—. Sencillo, pero original e ingenioso.

Lo decía con toda sinceridad. Los gemelos idénticos educados por separado eran muy importantes para la investigación genética, y los científicos recorrían grandes distancias para reclutarlos. Hasta entonces, el principal sistema para dar con ellos había sido a través de los medios de comunicación: los sujetos leían en las revistas artículos sobre el estudio de gemelos y se presentaban voluntariamente para tomar parte en tales estudios. Como Jeannie acababa de decir, ese proceso aportaba una muestra constituida de forma predominante por individuos respetables, de clase media, lo que en términos generales representaba una desventaja y un problema grave para el estudio de la criminalidad.

Pero, para Berrington, personalmente, era una catástrofe. Miró a Jeannie a los ojos y se esforzó en disimular la consternación que le abrumaba. Era peor de lo que temía. La noche anterior, sin ir más lejos, Preston Barck había dicho: «Todos sabemos que esta empresa tiene secretos». Jim Proust respondió que nadie podía descubrirlos.

No contaba con Jeannie Ferrami.

Berrington se agarró a un clavo ardiendo.

—Encontrar partidas similares en un banco de datos no es tan fácil como parece.

—Cierto. Las imágenes de Graphic ocupan espacios de una barbaridad de megabites. Examinar tales registros es infinitamente más difícil que hacer una revisión de tu tesis doctoral.

—Creo que es todo un problema de diseño de lógica. ¿qué hiciste tú, pues?

—Preparé mi propio programa.

Berrington mostró su sorpresa.

—¿Hiciste eso?

—Claro. Hice un master de informática en la universidad de Princeton, como sabes. Durante mi estancia en Minnesota trabajé con mi profesor en programas de red neurálgica tipo para reconocimiento de patrones.

«¿Es posible que sea tan lista?»

—¿Cómo funciona eso?

—Emplea lógica difusa para acelerar el emparejamiento de patrones. Las parejas que buscamos tienen similitudes, pero no son totalmente iguales. Ejemplo: las radiografías de dentaduras idénticas, tomadas por técnicos distintos y con aparatos diferentes, no coinciden exactamente. Pero el ojo humano puede verlas como si fuera así, y cuando se examinan, digitalizan y almacenan electrónicamente, un ordenador equipado con lógica difusa puede reconocerlas como equivalentes.

—Supongo que necesitarías un ordenador de las proporciones del Empire State Building.

—Ideé un sistema para abreviar el proceso de emparejamiento de patrones examinando una pequeña parte de la imagen digitalizada. Piensa una cosa: para reconocer a un amigo no te hace falta examinar todo su cuerpo..., con la cara tienes bastante. Los entusiastas de los automóviles son capaces de identificar la mayoría de los modelos corrientes con sólo ver la fotografía de uno de sus faros. Mi hermana puede darte el título de cualquier disco de Madonna con sólo escucharlo diez segundos.

—Eso deja la puerta abierta al error.

Jeannie se encogió de hombros.

—Al no explorar la imagen completa, uno se arriesga a pasar por alto algunas parejas, sí. Pero supuse que se podía acortar radicalmente el proceso de búsqueda con sólo un pequeño margen de error. Es una cuestión de estadística y probabilidades.

Todos los psicólogos estudiaban las estadísticas, naturalmente.

—Pero ¿cómo es posible que el mismo programa sirva para explorar radiografías, electrocardiogramas y huellas dactilares?

—Reconoce patrones electrónicos. Prescinde de lo que representan.

—¿Y tu programa funciona?

—Parece que sí. Obtuve el correspondiente permiso para probarlo en la base de datos de los archivos de una importante compañía de seguros médicos. Me proporcionó varios centenares de parejas. Pero, naturalmente, sólo me interesan los gemelos a los que se educó por separado.

—¿Cómo hiciste la selección?

—Eliminé todas las parejas con el mismo apellido, así como a todas las mujeres casadas, puesto que la mayoría de ellas habían tomado el apellido del esposo. El resto son gemelos sin ningún motivo aparente para tener apellido distinto.

Ingenioso, pensó Berrington. Se debatía entre la admiración hacia Jeannie y el miedo a lo que pudiese averiguar.

—¿Cuántos quedaron?

—Tres parejas... lo que resulta un tanto decepcionante. Esperaba algunas más. En un caso, uno de los gemelos había cambiado su apellido por razones religiosas: al hacerse musulmán adoptó un nombre árabe. Otra pareja había desaparecido sin dejar rastro. Por suerte, la tercera pareja corresponde exactamente al modelo que estaba buscando: Steve Logan es un ciudadano respetuoso de la ley y Dennis Pinker es un asesino.

Other books

Strikers by Ann Christy
Persian Girls: A Memoir by Nahid Rachlin
The High Deeds of Finn MacCool by Rosemary Sutcliff
The Time by the Sea by Dr Ronald Blythe
My Boyfriend Merlin by Priya Ardis
Desert Disaster by Axel Lewis
A Woman Called Sage by DiAnn Mills
Infandous by Elana K. Arnold
Since the Layoffs by Iain Levison