El tercer gemelo (32 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El tercer gemelo
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Abandonó su despacho, bajó por la escalera y anduvo pasillo adelante hasta la puerta de Jeannie. No se veía a nadie. Introdujo la tarjeta en la ranura del lector y se abrió la puerta. Entró, encendió la luz y cerró tras de sí.

Era el despacho más pequeño del edificio. En realidad, se trataba de un pequeño almacén, pero Sophie Chapple insistió pérfidamente en asignárselo a Jeannie como despacho, sobre la base falaz de que para guardar las cajas de cuestionarios impresos que usaba el departamento se necesitaba una habitación más espaciosa. Era una estancia estrecha con una ventana insignificante. Sin embargo, Jeannie la había animado extraordinariamente con sólo dotarla de un par de sillas de madera pintadas de rojo brillante, una maceta con una palma larguirucha y la reproducción de un grabado de Picasso: una escena taurina con vívidos toques de amarillo y naranja.

Berrington cogió el retrato enmarcado de encima del escritorio. Era la fotografía en blanco y negro de un hombre bien parecido, con patillas y corbata ancha, junto a una joven de expresión decidida; los padres de Jeannie, allá por los setenta, supuso. Aparte la foto, el escritorio estaba completamente limpio de objetos. Chica ordenada.

Berrington se sentó y encendió el ordenador. Mientras el aparato cargaba, el hombre procedió a registrar los cajones. El de arriba contenía bolígrafos y cuadernos de notas. En otro encontró una caja de compresas y un par de pantis dentro de un paquete por abrir. Berrington odiaba los pantis. Le encantaba acariciar recuerdos adolescentes de ligueros y medias con costura. Además, los pantis eran malsanos, como los calzoncillos de nailon. Si el presidente Proust le nombrara jefe de sanidad, ordenaría incluir en los envoltorios de pantis una advertencia indicando que eran peligrosos para la salud. En el cajón siguiente había un espejo de mano y un cepillo con unos cuantos cabellos oscuros de Jeannie entre sus cerdas; en el último cajón, un diccionario de bolsillo y un libro en rústica titulado A Thousand Acres. Ningún secreto hasta entonces.

En la pantalla apareció el menú de Jeannie. Berrington cogió el ratón e hizo clic sobre la Agenda. Las citas eran previsibles: clases y conferencias, horas de laboratorio, partidos de tenis, salidas para ir de copas o al cine. Tenía previsto ir el sábado al Parque Oriole, de Camden Yards, para presenciar el partido de béisbol; Ted Ransome y su esposa la habían invitado a un desayuno almuerzo el domingo a media mañana; el lunes debía pasar la revisión del coche. Berrington no encontró ninguna referencia que dijese: «Explorar los archivos médicos de la Acme Insurance». Su lista personal de «varios» era igualmente vulgarísima: «Comprar vitaminas, llamar a Ghita, regalo de cumpleaños de Lisa, repasar el modem».

Salió del diario y empezó a mirar los archivos. Había ingentes cantidades de estadísticas y hojas de cálculo. Los archivos del procesador de textos eran más reducidos; algo de correspondencia, esbozos de cuestionarios, el borrador de un artículo. Recurrió a la utilidad de «Buscar palabra» para revisar todos los directorios de WP en busca del termino «base de datos». Salió varias veces en el artículo, así como en las copias archivadas de tres cartas expedidas, pero ninguna de las referencias le informó del lugar donde Jeannie tenía intención de utilizar su programa de localización de sujetos.

—Vamos —dijo en voz alta—, tiene que haber algo, por el amor de Dios.

Jeannie contaba con un archivador, pero no contenía gran cosa; la doctora sólo llevaba allí unas semanas: Al cabo de un año o dos, el archivador estaría lleno de impresos rellenos, de datos de investigación psicológica. Ahora sólo había en un archivo unas pocas cartas, algunos memorándums en otro y fotocopias de artículos en un tercero.

En un armario encontró, boca abajo, una foto enmarcada de la propia Jeannie con un hombre alto y barbudo, ambos montados en bicicleta, junto a un lago. Berrington dedujo que se trataría de una aventura amorosa que había concluido.

Se sentía ahora aún más preocupado. Aquél era el despacho de una persona organizada, del tipo que lo planeaba todo por anticipado. Archivaba las cartas que recibía y copias de todas las que enviaba. Por fuerza debía haber allí algún indicio de lo que pensaba hacer en el futuro inmediato. No tenía motivo alguno para llevarlo en secreto; hasta aquel mismo día no surgió la menor sugerencia de que hubiese algo de lo que avergonzarse. Sin duda debía estar proyectando otro barrido de alguna base de datos. La única explicación posible para la ausencia de pistas consistía en suponer que efectuó los convenios por teléfono o personalmente, acaso con alguna amistad íntima. Y si tal era el caso, difícilmente iba él a encontrar algo escudriñando el despacho de Jeannie.

Oyó pasos en el corredor y se puso tenso. Se produjo el chasquido de una tarjeta al introducirse en el lector. La mirada impotente de Berrington fue a clavarse en la puerta. Nada podía hacer: le habían cogido con las manos en la masa, sentado ante el escritorio de la doctora Ferrami, con el ordenador encendido. No podía alegar que había entrado allí accidentalmente. Se abrió la puerta. Esperaba ver a Jeannie, pero el que apareció en la entrada fue un guardia de seguridad.

El hombre le conocía.

—Ah, hola, profesor —dijo—. Vi la luz encendida y pensé que debía echar un vistazo. La doctora Ferrami acostumbra a tener la puerta abierta cuando esta aquí.

A Berrington le costó un esfuerzo ímprobo no sonrojarse.

—Todo va bien —tranquilizó. «Nada de disculpas, nada de justificaciones»—. Me aseguraré de que dejo bien cerrada la puerta cuando haya terminado.

—Estupendo.

El guardia se quedó en silencio, a la espera de una explicación.

Berrington apretó las mandíbulas. Transcurridos unos segundos, el hombre dijo:

—Bien, buenas noches, profesor.

—Buenas noches.

El guardia se marchó.

Berrington se relajó. «Ningún problema.»

Se cercioró de que el modem estaba conectado, pulsó el ratón sobre América Online y accedió al buzón de Jeannie. La terminal estaba programada para facilitarle automáticamente la contraseña. Jeannie tenía allí tres objetos postales. Los transfirió a la pantalla. El primero era una nota acerca del aumento de tarifas para la utilización de Internet. El segundo procedía de la Universidad de Minnesota y decía:

Estaré el viernes en Baltimore y me gustaría tomar una copa contigo en honor de los viejos tiempos.
Un beso,
Will.

Berrington se preguntó si Will sería el muchacho de la barba que aparecía en la foto de la bicicleta. Pasó a la tercera carta.

Le electrizó.

Te tranquilizará saber que esta noche voy a explorar nuestro archivo de huellas digitales.
Llámame.
Ghita.

Era del FBI.

—Hija de puta —murmuró Berrington—. Nos vas a matar.

26

Berrington no se atrevió a contar por teléfono el asunto de Jeannie y el archivo de huellas dactilares del FBI. Los servicios de inteligencia controlaban infinidad de llamadas telefónicas. La vigilancia se hacía actualmente mediante ordenadores programados para proceder a la toma inmediata de la conversación en cuanto sonasen determinadas palabras y frases clave. Si alguien decía «plutonio», «heroína» o «matar al presidente», la computadora grabaría el diálogo y alertaría al oyente humano. Lo que menos necesitaba Berrington era que un escucha de la CIA empezara a preguntarse por qué el senador Proust se sentía tan interesado por los archivos de huellas dactilares del FBI.

De modo que subió a su plateado Lincoln Town Car y se lanzó por la carretera Baltimore —Washington a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora. Rebasaba con frecuencia el límite de velocidad. Lo cierto era que a Berrington le sacaban de sus casillas toda clase de reglas. Era una contradicción en su persona, lo reconocía. Odiaba a los participantes en las marchas por la paz y a los drogadictos, a los homosexuales y a las feministas, a los músicos de rock y a todos los inconformistas que se burlaban de las tradiciones estadounidenses. Sin embargo, al mismo tiempo, le ofendía toda persona que tratara de decirle dónde debía aparcar su coche, cuánto tenía que pagar a sus empleados o el número de extintores que estaba obligado a poner en su laboratorio.

Al volante de su automóvil, se preguntó qué tal serían los contactos de Jim Proust en los servicios de inteligencia. ¿Se trataba simplemente de un puñado de viejos soldados sentados en corro y dedicados a contar batallitas acerca de sus hazañas extorsionando a manifestantes antibélicos y asesinando a presidentes sudamericanos? ¿O estaban todavía en primera línea de fuego? ¿Continuaban ayudando a otros, como la Mafia, y consideraban la devolución de un favor como un deber poco menos que religioso? ¿O, ya se habían acabado aquellos tiempos? Había transcurrido una eternidad desde que Jim dejo la CIA; incluso era posible que estuviese ya completamente desconectado.

Era tarde, pero Jim se encontraba en su despacho del edificio del Capitolio, esperando a Berrington.

—¿Qué diablos ha pasado que no podías decirme por teléfono? —le preguntó.

—Esa chica está a punto de meter su programa informático en el archivo de huellas dactilares del FBI.

Jim se puso pálido.

—¿Le resultará?

—Le resultó con los historiales odontológicos, ¿por qué no va a funcionarle con las huellas dactilares?

—¿Santo Dios! —exclamó Jim, consternado.

—¿Cuántas huellas tienen en archivo?

—Más de veinte millones de juegos, me parece recordar. No es posible que todos sean criminales. ¿Cuántos delincuentes hay en Estados Unidos?

—No lo sé, quizá conservan también las huellas de los que han muerto. Mira, Jim, por el amor de Dios. ¿No puedes cortar de raíz lo que esta sucediendo?

—¿Quién es su contacto en el FBI?

Berrington le tendió la salida impresa tomada del correo electrónico de Jeannie. Mientras Jim lo examinaba, Berrington miró a su alrededor. En las paredes de su despacho, Jim tenía fotos de sí mismo con todos y cada uno de los presidentes de Estados Unidos posteriores a Kennedy. Allí estaba el uniformado capitán Proust saludando a Lyndon Johnson; el comandante Proust, con la cabeza aún cubierta por una lisa cabellera rubia, estrechando la mano a Dick Nixon; el coronel Proust fulminando siniestramente con la mirada a Jimmy Carter; el general Proust compartiendo un chiste con Ronald Reagan, ambos riéndose a mandíbula batiente; Proust en traje de calle, subdirector de la CIA, en sesuda conversación con un George Bush de ceño fruncido; y el senador Proust, ahora calvo y con gafas, agitando el índice ante Bill Clinton. También había fotos de Proust bailando con Margaret Thatcher, jugando al golf con Bob Dole y montado a caballo, cabalgando junto a Ross Perot. Berrington tenía unas cuantas fotos similares, pero las de Jim formaban toda una maldita galería completa. ¿A quién trataba de impresionar? Era muy probable que a sí mismo. Verse continuamente con las personas más poderosas del mundo convencía a Jim de que era un personaje importante.

—Jamás oí aludir a alguien que se llame Ghita Sumra —dijo Jim—. No puede tratarse de alguien que esté muy arriba.

—¿A quién conoces en el FBI? —se impacientó Berrington.

—¿Conoces a los Creanes, David y Hilary?

Berrington denegó con la cabeza.

—El es un director asistente, ella una alcohólica redimida. Ambos se andan por la cincuentena. Hace diez años, cuando yo llevaba la CIA, David trabajó para mí en la Directiva Diplomática: vigilaba todas las embajadas extranjeras y sus secciones de espionaje. Me caía bien. De cualquier modo, una tarde Hilary se emborrachó, salió por ahí en su Honda Civic y mató a una niña de seis años, una chica negra, en Beulah Road, cerca de Springfield. No se detuvo, siguió hasta un centro comercial, y llamó desde allí a Dave, que estaba en Langley. El acudió a buscarla en su Thunderbird, la recogió, la llevó a casa y luego puso una denuncia, declarando que les habían robado el Honda.

—Pero algo salió mal.

—Hubo un testigo del accidente que estaba seguro de que el coche lo conducía una mujer blanca de edad mediana y un detective obstinado que sabía que son muy pocas las mujeres que roban automóviles. El testigo identificó de manera positiva a Hilary, la cual se vino abajo y confesó.

—¿Cómo acabo el asunto?

—Fui al fiscal del distrito. Quería meterlos a los dos en la cárcel. Le juré que aquel caso era una importante cuestión de seguridad nacional y le convencí para que retirara las acusaciones. Hilary empezó a ir a Alcohólicos Anónimos y no ha vuelto a beber desde entonces.

—Y a Dave lo transfirieron a la Oficina, donde se las ha arreglado bastante bien.

—Y, muchacho, están en deuda conmigo.

—¿Puede parar los pies a esa tal Ghita?

—Es uno de los nueve directores asistentes que despachan con el subdirector. No lleva la división de huellas dactilares, pero es un tipo bastante influyente.

—Pero ¿puede hacerlo?

—¡No lo sé! Se lo pediré, ¿de acuerdo? Si puede, lo hará por mí.

—Muy bien, Jim —dijo Berrington—. Coge ese condenado teléfono y pídeselo.

27

Jeannie encendió la luz del laboratorio de psicología y entró en él, seguida de Steve.

—El lenguaje genético tiene cuatro letras —explico la doctora—. A, C, G y T.

—¿Qué representan?...

—Adenina, citosina, guanina y timina. Son los componentes químicos unidos a los largos filamentos centrales de la molécula de ADN. Forman palabras y frases del tipo de «Cada pie tiene cinco dedos».

—Pero el ADN de toda persona debe decir «Cada pie tiene cinco dedos».

—Buena observación. Tu ADN es similar al mío y al de todos los demás habitantes del planeta. Tenemos mucho en común con los animales, porque están hechos de las mismas proteínas que nosotros.

—¿Cómo puedes determinar, entonces, la diferencia entre el ADN de Dennis y el mío?

—Entre las palabras hay trozos que no significan nada, son jerigonza de relleno. Como espacios en una frase. Se los llama oligonucleótidos, pero todo el mundo los conoce por oligos. En el espacio entre «cinco» y «dedos» puede haber un oligo que diga TETEGEGECCCC, repetido.

—¿Todos tenemos TETEGEGECCCC?

—Sí, pero el número de repeticiones varía. Mientras que tú puedes tener treinta y un oligos TETEGEGECCCC entre «cinco» y «dedos», tal vez yo tenga doscientos ochenta y siete. Carece de importancia la cantidad que uno tenga, puesto que el oligo no significa absolutamente nada.

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